Centro, periferia y orilla de/en la literatura argentina

Jorge Luis Borges

“Puesto que le interesa saber qué es lo que más aprecio en Borges,

le responderé sin vacilar que su facilidad para abordar

las materias más diversas, la facultad que posee de hablar con igual

sutileza del Eterno Retorno y del tango. Para él ¨todo vale¨,

puesto que él mismo es el centro de todo.

E.M.Ciorán. “El último delicado (Carta a Fernando Savater)”.

“Por obra de Borges, De Quincey y Stevenson, James y Kafka,

Cervantes y Lugones pertenecen a la literatura argentina.”

Alberto Giordano, “El ensayista argentino y la tradición”.

Y sí, otra vez Borges… porque pareciera que no se puede hablar de  literatura (y no sólo la argentina) sin pasar por Borges. Temas como la literatura gauchesca, el nacionalismo, el género fantástico, el policial, la teoría de la intertextualidad y tantos otros nos llevan obligatoriamente, siempre, una y otra vez a releer a Borges. Borges es el autor que está presente aun cuando parezca no estarlo porque sus textos atraviesan y son atravesados por infinitas cuestiones.

Abordar los textos de Borges desde los estudios poscoloniales resulta una lectura más que adecuada para nuestro autor más “universal” (un lugar común a la hora de hablar de él). Tal universalidad y el asombro lector frente a la erudición del argentino pueden rastrearse reiteradamente en la crítica tanto local como extranjera que se ha ocupado de su obra [1] . Pero el por qué de esa universalidad de nuestro autor más difundido alrededor del mundo resulta más reciente y es en críticos como Silvia Molloy, Beatriz Sarlo o Ricardo Piglia entre quienes podemos hallar categorías, preguntas y respuestas próximas a un proyecto ideológico y literario que se enmarca en el campo de los Estudios Culturales y los Estudios Post-coloniales. 

Una lectura de Borges como autor poscolonial, parece la adecuada para dar un giro más a la tuerca del universalismo, a la intertextualidad, al judaísmo o a su fobia frente a los nacionalismos.  En este sentido, Edna Aizemberg[2] es quien sostiene que “el poscolonialismo se convierte en una herramienta heurística eficaz” para leer a este autor, a la vez que reconoce y critica que este tipo de discurso se haya ocupado en un primer momento, casi exclusivamente de textos en lengua inglesa.[3]

Un lugar para Borges

Si Borges pensó en un lugar para sí mismo, ese lugar ha sido la periferia, un lugar ex-céntrico desde donde atacar a quienes ocuparan el centro. Si su literatura es zona de entrecruzamiento, ese centro parece el centro de un blanco donde quien lo ocupara, como Leopoldo Lugones, se exponía a recibir todos los dardos. Decir que Borges se construye en el borde, en el margen, en la orilla del sistema literario nacional y occidental no es novedad (ya lo propuso Beatriz Sarlo hace mucho tiempo) y en ese lugar, precisamente,  es donde encuentra la libertad que los límites de un lugar central hubieran coartado[4]. Ser otro, hacerse un otro dentro del sistema literario establecido fue su forma de construir/se un nuevo lugar, desconocido o menospreciado hasta ese momento: Sarmiento se construyó a sí mismo teniendo como meta ocupar el lugar central; José Hernández denunció la marginalidad en la que se colocaba al gaucho; Borges se escribió al  margen aunque, como una más de las tantas paradojas de sus cuentos, fue este gesto el que lo colocó no sólo en el lugar central (junto a Sarmiento y la criatura de Hernández) de la literatura argentina sino también de la occidental.

Pero para que haya otro que se enuncie a sí mismo desde el margen, es necesario un discurso hegemónico al cual ese discurso se oponga; sabemos que un discurso no existe sin el otro, uno se construye con y por el otro pero ¿qué relación establece el discurso subalterno con el discurso hegemónico al que se enfrenta? Partimos del punto de que se enfrenta con él, sí, pero a través de qué estrategias y para qué será lo que nos ocupe a continuación.

En su análisis del discurso colonial y los cuestionamientos poscoloniales para desmantelar ese discurso, Benita Parry[5] elige a dos críticos, Gayatri Chakravorty Spivak y Homi Bhabha, para  analizar qué relación establecen entre el discurso colonialista y el subordinado, la deconstrucción de tales términos y, finalmente, las críticas a la existencia de tal oposición. Si Parry se ocupa de ambos discursos teóricos con el fin de señalar su capacidad productiva y sus limitaciones, yo lo haré a los fines de tomar de ellos aquellos aspectos que  resulten productivos para analizar el discurso de la  literatura argentina en tres momentos específicos: su fundación  (Romanticismo), el afianzamiento de una  literatura nacional (principios del siglo XX) y el cuestionamiento de la existencia de tal tradición nacional (Borges).

En el trabajo de Spivak, el sujeto colonial (ella habla específicamente de la mujer, doblemente oprimida por nativa y por mujer), ha sido construido por el discurso colonial como un sujeto históricamente mudo, condenado al silencio.  Por un lado, surge el discurso de oposición de los oprimidos quienes narran un relato donde ellos, el Otro, buscan consolidarse a partir de la diferenciación del sujeto hegemónico y su narrativa etnocentrista; por otra parte, la autora ve en la mujer a la encargada de construir una historia y una narrativa que pueda ser crítica del imperialismo pero alejada tanto de todas las formas discursivas de la resistencia como de la lucha entre el poder colonialista y aquellos por él oprimidos. Lejos de ser un discurso de oposición, este discurso narra un relato acerca de la autoconsolidación del Otro donde el subalterno se piensa y narra como tal y se pregunta acerca de su propia identidad: el discurso del amo y el del opositor son desplazados por el relato del subalterno, quien se desplaza del margen al centro para fundir tanto una como otra categoría.

Pero otro es el tipo de relación que se establece entre el discurso hegemónico y el del subordinado  en la concepción de Homi Bhabha, para quien el subordinado busca apropiarse del discurso hegemónico, pero al (mal) apropiarse de los términos de la ideología dominante, actúa desde y resiste contra este modo de construcción discursiva. El sujeto colonial se apropia del discurso del amo pero lo devuelve transformado, desaloja aquellos términos amenazantes y devuelve una mímica de aquel discurso, como si fuera el mismo pero mimetizado bajo una apariencia que nunca será, tampoco, definitiva sino que la ambigüedad será su marca de identidad. El subordinado, en su intento por apropiarse del discurso del amo, no se presenta como una voz autoral  sino como imitador unas veces, como traductor otras: la hegemonía y la originalidad son aspiraciones del amo.

En las dos posiciones expuestas, encontramos al menos tres de las posibles formas que asume el discurso del subordinado cuando se dispone a narrar. Sin embargo, hemos planteado tres momentos de la evolución de la literatura argentina desde que esta comenzó a pensarse como tal o antes aún de que se  pensara a sí misma con este nombre pero sí como una literatura  con voz propia, diferente de la española, voz hegemónica hasta la irrupción de la llamada “generación del 37”.  La narrativa de autores como Sarmiento o Echeverría es la narrativa del Otro americano, el subalterno que está buscando el modo de diferenciarse de la voz imperante y para ello se valdrá de la retórica americana y del énfasis en el color local, columnas fundacionales para la buscada literatura nacional. David Viñas califica a los integrantes de esta generación como los primeros autores de la literatura argentina, no en el sentido de originalidad con que empleamos esta palabra en el párrafo anterior sino para diferenciarlo de los literatos neoclásicos, quienes referían al paisaje americano desde modelos retóricos ( y por ende ideológicos) españoles.

Juan María Gutiérrez “Nulas, pues, la ciencia y la literatura españolas, debemos

nosotros divorciarnos completamente con ellas, y emanciparnos a este respecto

de las tradiciones peninsulares, como supimos hacerlo en política, cuando nos

proclamamos libres.”

Juan Bautista Alberdi: “Otro carácter del español neto está en el uso de las voces

no usadas y anticuadas: porque ya se sabe, el españolismo es lo anticuado, lo des-

usado, lo exhumado, lo que está muerto para todo el mundo.”[6]

Un discurso que busca su originalidad en la diferencia, en la oposición al modelo colonial al cual no sólo se opone en tanto discurso del ex-amo sino además como parte de una nueva concepción del discurso artístico en tanto discurso histórico, donde las categorías de nuevo y viejo  son momentos del proceso de formación de la identidad americana que se está fraguando. La literatura argentina ya nunca volvería a pensarse como  un entretenimiento para tardes de tertulia.

El discurso que dan a luz los románticos rioplatenses (y la literatura argentina) nace como discurso de oposición; es un discurso polémico que se gesta a la sombra de un antagonista sin el cual no existe: el español. La fundación de un discurso nacional por parte de la generación del 37 implicará a la vez un desplazamiento del discurso colonial y de la misma categoría de “otredad”; ese antagonista se volverá imprescindible para poder narrar y ese Otro que fue el amo colonial, más tarde será el bárbaro federal (“El matadero”), el caudillo criollo (Facundo) o el oponente político (Martín Fierro). El sujeto colonial funda su voz desde el otro y lo volverá imprescindible para sostenerla en un ejercicio dialéctico que repite el juego del discurso colonial: la necesidad del otro como prerrequisito para constituir una identidad propia.

La autoconsolidación de la identidad de una literatura argentina y la pregunta acerca de esa identidad no llegarán hasta principios del siglo XX, cuando Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones sientan la necesidad de pensar lo que ellos ven como algo ya consolidado: la identidad nacional. La confección de la primera Historia de la literatura argentina (1917-1921) y la fundación de la cátedra de Literatura argentina  en la Universidad de Buenos Aires (1912) por parte de Rojas son dos ejemplos de la conciencia con que los hombres del Centenario se consideran parte de una tradición nacional que está en sus manos organizar y hacer resplandecer. Si la generación romántica había intentado construir un discurso nacional, la del Centenario revisa y afirma la existencia de una tradición autoconsolidada.

En el ciclo de conferencias reunidas bajo el título de El Payador (1916), Lugones realiza los más habilidosos malabares intelectuales para poner al Martín Fierro a la altura de héroes épicos como el Cid Campeador y Roland o para inventar el paralelismo entre las payadas y los cantos amebeos o hallar en las églogas grecolatinas los antecedentes de la poesía gauchesca:

“Y por eso, porque personifica la vida heroica de la raza con su lenguaje y sus

sentimientos más genuinos, encarnándola en un paladín, o sea el tipo más per-

fecto del justiciero y del libertador; porque su poesía constituye bajo esos aspec-

tos una obra de vida integra, Martín Fierro es un poema épico.”

Pero a diferencia de lo planteado por Spivak, este discurso subalterno que afirma enfáticamente su identidad, lo hará fundiéndose con el discurso del imperio cuando para autorizar su propia tradición necesite ponerla en la misma línea que la tradición europea (aunque reniegue ahora de la española) y así hacerse digna de inscribir su lugar en el centro de la tradición occidental. En el discurso del Centenario no hay desplazamiento centro/periferia ni periferia/centro sino un intento por fusionarse con el discurso “verdaderamente” central y arrancarse el sayo de subalterno que había impuesto el relato español de la cultura americana.

La apropiación definitiva del discurso central y de la tradición europea será llevada a cabo por un joven Borges que abomina de Lugones tanto como de la existencia de una literatura ¨nacional¨ o de la validez del color local como recurso legitimador de la identidad literaria. Borges, como integrante de la vanguardia local del 20, despliega una serie de gestos a la vez apropiatorios y rupturistas con respecto a la respetada tradición. El hecho de denominar con el nombre de Martín Fierro al órgano oficial de la vanguardia y al mismo grupo nos señala la dirección de sus futuros procedimientos: adueñarse de algo ubicado en el centro del discurso oficial para pervertirlo. Apropiarse de ese nombre implica romper simultáneamente con dos tradiciones establecidas: la literatura gauchesca y la lectura épica de Lugones. Descentrar lecturas, traicionar convenciones genéricas y apropiarse de textos son algunos de los movimientos a través de los cuales Borges escribirá su literatura con una escritura que se burla de géneros, autores y tradiciones que ambicionen originalidad. Si los románticos se habían propuesto escribir lo nuevo, lo que Borges  propuso fue leer para volver a escribir lo leído.

La mímica de la que habla Bhabha como estrategia a través de la cual el sujeto colonial se apropia del discurso hegemónico es el recurso del que se vale Borges  cuando descentra tanto los géneros tradicionales occidentales (el policial, la épica, la mitología) como la solemne tradición nacional que había construido el discurso nacionalista (la gauchesca, la incipiente literatura de arrabal). Los límites entre géneros y tradiciones también resultarán borrados en un movimiento ambiguo que implica ruptura y apropiación a la vez que afirma la imposibilidad de imitar o traducir tradiciones, literaturas o textos.

Tanto en los ensayos como en sus cuentos, Borges despliega y repliega una y otra vez una escritura apoyada en la lectura [7] pero si hay un texto emblemático donde las cuestiones aquí presentadas se explicitan, es en el difundido ensayo ¨El escritor argentino y la tradición¨.  En él, Borges reniega del disfraz superficial  del  color local, fórmula instalada en la  literatura  argentina desde  el Romanticismo, pasando por la literatura gauchesca, hasta  la literatura  del Centenario con la cual este texto polemiza  explícitamente.  La propuesta borgeana, en cambio, propone que el  escritor  se adueñe  del  universo  y piense en el mundo más allá de  los  temas  y géneros argentinos “tradicionales”. El camino a recorrer es el  inverso: universalizar lo argentino no a través del disfraz localista  sino posicionándose desde un pensamiento y una entonación cuya identidad se construye de extranjeridad.

“El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.”

(…)

“Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que te-

nemos derecho a esta tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de

una u otra nación occidental.”

(…)

“Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, (…) podemos manejar

todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia

que puede tener, y  ya tiene, consecuencias afortunadas.”[8]

Será esta marginalidad que se logre a través de la lectura de la literatura propia como ajena y de la extranjera como propia, el cruce conflictivo y a la vez productivo para escribir y será allí, en esa ambigüedad, donde levantará el territorio para su propia literatura. Historia  de un simulacro, “La muerte y la brújula”  invierte  el principio rector de la literatura tradicional argentina mostrando  el reconocible  ambiente  cosmopolita  de una ciudad  innombrada  que  se define por el cruce de tradiciones, paisajes y personajes a la vez que  el mecanismo de la poética borgeana: el artificio  literario  que crea  su propio verosímil, que ostenta su carácter de artificio  y  no busca disfrazarse de naturaleza. En  la confluencia entre la arquitectura moderna y los  gendarmes que a caballo vigilan los solitarios arrabales; entre los  cabarets del  puerto y el riachuelo de aguas barrosas; entre rabinos,  irlandeses, criollos anacrónicos y falsos borrachos, la literatura  construye y no refleja la identidad universal de la ciudad más argentina. La ausencia del color local que Borges critica en sus antecesores y en su temprano “Hombre de la esquina rosada” es lo que le permite transitar los espacios y las literaturas desde afuera, desde el margen, como si se tratara de un lector extranjero cuya ajenidad permite un espectro de infinitas lecturas que observa en el “problema” de la traducción en “Las versiones homéricas”. El Quijote leído por un lector hispanoparlante no admite la menor variación textual mientras que en  los textos en una lengua ajena, lejos de ser un problema, Borges encuentra la posibilidad de las versiones lícitamente infinitas. Tantas versiones como traductores, tantas lecturas como lectores:

“El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio.

“La superstición de la inferioridad de las traducciones (…) procede de una distraída experiencia. No hay un buen texto que no parezca invariable y definitivo si lo practicamos un número suficiente de veces.”

(…)

“¿Cuál de esas muchas traducciones es fiel?, querrá saber tal vez mi lector. Repito que ninguna o que todas.”[9]

Más o menos fieles podrán ser unas u otras de las tantas versiones que se han citado en el ensayo, concluye el autor, pero definitiva, ninguna y allí radica la ventaja de posicionarse desde fuera de cualquier tradición aunque sea la propia. Ningún concepto es definitivo, ningún texto es propio ni hay tradición alguna a la cual someterse sino que será cada autor el responsable de construir a sus propios precursores literarios. Si Rojas y Lugones vieron sus precursores y el origen de una tradición en los poetas gauchescos, ellos no son más propios ni más ajenos para Borges que Kafka, Chesterton u Homero. Al igual que sobre la fidelidad de las traducciones,

“El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro.”[10]

A lo largo de los tres ensayos que hemos recorrido, conceptos tales como tradición, lengua/literatura nacional o precursores, aquellos conceptos en los que vimos cómo los románticos o los autores del Centenario se apoyaron para cimentar su propia literatura, fueron puestos en discusión por Borges quien al cuestionarlos los desplaza hacia una zona de ambigüedad que no deja en pie ninguna certeza. Pero sería errado confundir esa ausencia de conceptos totalizadores con alguna forma de nihilismo, por el contrario, esos conceptos que operaban como límites se abren a todo lo que el autor quiera incorporar porque su tradición será toda la tradición (ni siquiera sólo la occidental) y las literaturas y autores provendrán de lenguas tan ajenas como el inglés antiguo o de los territorios más distantes de los arrabales del mundo o el desierto argentinos. Ese nuevo espacio literario de donde se borran tanto las ideas de nacional/extranjero y por ende, los límites, será un espacio sin centro y sin márgenes, o mejor dicho, un espacio donde los límites entre centro y margen se diluyen hasta confundirlos.

Estos movimientos permanentes sobre los que se construye la literatura borgeana encuentran su metáfora en los desplazamientos físicos e intelectuales que inició durante su adolescencia, desde su origen periférico sudamericano y su primer viaje a Suiza y España en los años de la Primera Guerra Mundial que le permitieron ponerse en contacto con las vanguardias europeas, un viaje al centro de la cultura mundial de las primeras décadas del siglo. A diferencia de los autores emigrantes o exiliados, el viaje borgeano no es ni iniciático para “ver” a la Argentina desde la distancia ni tampoco definitivo; en su caso se trata de un constante movimiento pendular entre la Argentina y otros países pero siempre regresando a Buenos Aires, a excepción del último viaje a Ginebra. Borges emprende desde su  periferia sudamericana un viaje a la centralidad europea para regresar a la periferia y desde allí convertirse en uno de los autores centrales del  siglo XX occidental. Como sujeto emergente de un territorio periférico, Ciorán ve en el autor argentino una especie de destino o deber que obliga a los intelectuales periféricos a la universalidad, a sobrepasar los límites de sus propias naciones para apropiarse de una tradición que les puede resultar extranjera pero no extraña sin las presiones de los autores nacidos dentro de ella.

A propósito de la universalidad de Borges, Ciorán observa en él que “encarna la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas…”. La prescindencia de una tradición argentina o latinoamericana, el borramiento de un territorio particular como único o principal referente son recurrentes en el sujeto colonial, como si en ellos nociones como la de “patria”, “nación” o “país” se hubieran difuminado tanto así como ambiguo es su discurso. Homi Bhabha observa esta desterritorialización como forma de manifestación del sujeto colonial, para quien la nación se transforma en un concepto más ligado a lo temporal que a lo espacial; la nación se convierte en un constructo organizado alrededor de la temporalidad discordante y de la ambigüedad del lenguaje antes que en torno a una serie de hitos espaciales unívocos o claramente identificables. Esa temporalidad acronológica es la que le permite a Borges escribir Buenos Aires en “La muerte y la brújula”  para que sea reconocible desde el lenguaje y no desde la geografía que sólo evoca fantasmagóricamente o emparentar a compadritos y gauchos con mitos o teorías filosóficas tan lejanas como Abel y Caín o la filosofía nominalista. Es a través de esta ambivalencia como Borges, escritor poscolonial, traductor de tradiciones, escribe la “tradición argentina”.

En conclusión, en su origen delimitar la literatura nacional fue un problema contemporáneo al de delimitar la nación. Para los románticos, tal límite implicaba la independencia del español, aunque el conflicto continuara dentro de esas fronteras; para los hombres del Centenario, una vez que la Argentina hubo tomado posesión real de la totalidad de su territorio, definirse equivalió a distanciarse de los extranjeros que sentían invasores  del espacio nacional. Para definir identidad y nación, las fronteras que pretendieron trazar tanto Echeverría o Hernández como Lugones no resultaron ser más que una ilusión tanto retórica como histórica, una invención no menos arbitraria ni accidental que un hito fronterizo, las altas cumbres o las aguas profundas que deslindan un país de otro. La ilusión de la nación-espacio como concepto definitivo y total choca con la problematización de las fronteras de la nación posmoderna, la nación-tiempo que se concibe a sí misma como un proceso temporal subjetivo, ambivalente y construido a fuerza de diferencia y de la intervención permanente de los sujetos, quienes diseminan aquellas fronteras ilusorias para construir sobre esas fisuras una identidad discursiva.  Al fin de cuentas, si Sarmiento, nacido en febrero de 1811, depositó en sí mismo un destino patrio cuando se decía engendrado por la revolución ocurrida justo nueve meses antes de su nacimiento, ¿qué diferencia su estrategia de la de Borges, quien construye literariamente su mito personal sobre un linaje paterno extranjero y erudito y otro materno criollo y guerrero? ¿No es también esta forma de proponerse a sí mismo como resumen, un reconocimiento de la existencia de cierta tradición?

En ese caso, Borges ha construido una nueva tradición que está allí proponiéndose a sí misma como un espacio no definitivo sino que nace de la ambigüedad para no abandonarla sino para ser cuestionada y reescrita en infinitas versiones.

Publicado el 6/10/2022


[1] Como ejemplo de autores extranjeros podemos mencionar los artículos de John Updike, ¨El autor bibliotecario¨ y Gérard Genette, ¨La utopía literaria¨, ambos en: Barrenechea, Ana María y otros. Borges y la crítica. El artículo de Ciorán citado en el epígrafe, Foucault en Las palabras y las cosas son solo algunos pocos y pioneros ejemplos.

[2] Aizemberg, Edna. ¨Borges, precursor poscolonial¨. En Borges, el tejedor del Aleph y otros ensayos: del hebraísmo al poscolonialismo (1997)  Frankfurt/Madrid, Vervuert-Iberoamericana.

[3] El nombre de Borges puede hallarse entre los autores que mencionan algunos teóricos de los estudios poscoloniales pero acompañado de referencias muy imprecisas, tal como sucede en Cultura e imperialismo  donde, si bien Edward Said menciona a Borges en algún momento, ve en Pablo Neruda o García Márquez los ejemplos de poscolonialismo en la literatura latinoamericana por sus referencias explicitas a la conquista española y al imperialismo norteamericano.

[4] Sobre la orilla como ideologema, es ampliamente difundido el trabajo de Beatriz Sarlo, Borges, un escritor en las orillas.

[5] Parry, Benita. ¨Problemas en las teorías actuales del discurso colonial¨. Entrepasados. Año II, Nº 3, Fines de 1992

[6] Citados por David Viñas en Literatura argentina y realidad política, Tomo I, pág. 18-19.

[7] Ya desde los prólogos de sus primeras obras, Borges se encarga de resaltar al lector por sobre el escritor y negarse para sí el título de autor:

Prólogo a Fervor de Buenos Aires (1923): ¨Si las páginas de este libro permiten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente (….) es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactorPoemas (1922-1943). Bs.As., Losada,1943. (Los subrayados son míos)

Prólogo a Historia universal de la infamia (1953): ¨Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual.¨  Obras completas. (En adelante, OC:)T I, pg 289.

[8] ¨El escritor argentino y la tradición¨. Discusión. OC, T I, pg. 267-274.

[9] ¨Las versiones homéricas¨: Discusión. OC, p 239-243.

[10] ¨Kafka y sus precursores¨: Otras inquisiciones. OC., T II, p. 88-90.

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