Borges ve, Borges no ve

Mes Borges

–Por el teatro no hubiera cruzado ni a la vereda de enfrente.

Jorge Luis Borges (1974).

1. Borges ve.

Años treinta. Borges –digamos– todavía ve bien.

Con sus tres primeros libros de poemas (pero sobre todo con Fervor de Buenos Aires) ha dejado felizmente muy atrás sus días de poeta ultraico, ha puesto con sus inaugurales ensayos y el Carriego,la primera gran bisagra a su obra, y ahora se prepara para darle a las páginas de la prensa cultural, sus magníficos cuentos de canallas.

Como si esto fuera poco, en 1931 hace un intervalo, se cruza de vereda y entra a un cine. De regreso en la redacción de Sur, escribe sesgadamente sobre las películas que logran –¡milagro insospechado!– conmocionarlo. Las contadas (y a la vez lacónicas) lecciones que desde allí imparta –gobernadas por sus favoritismos literarios; dictadas por una experiencia de lectura personal e intransferible–, alcanzarán a los miembros selectos de una representativa minoría. Radiante subjetividad, juicios forzados, declaraciones apasionadas y comparaciones literarias, presiden la escritura de estos mínimos dispositivos, y no dejan de exhibir la elegancia formal de un escritor inusual para cualquier literatura que se precie.  

La primera de las notas que redacta data del invierno de 1931 (“Films”: Sur n° 3); en junio de 1945, en el número 128 de la publicación, aparece “Sobre el doblaje”, su última colaboración en la materia. De modo que algo más de una docena de reseñas –que desarrollan un puñado de ideas obsedentes, de acuerdo con un ritmo de escritura temporalmente intermitente–, le bastan para consolidar una de las intervenciones sobre cine más potentes del período. Si ya con todo lo nombrado su colocación en Sur era central, la aparición de Ficciones casi hacia el final de los años recortados, no hace sino rubricar esa sedimentada condición.

Pero ¿qué ve Borges cuando todavía ve? ¿Cuando se cruza de vereda y entra a un cine? Un acotado catálogo de películas que alcanzan hoy la categoría de clásicos de la pantalla; los films que dirigen en el Hollywood dorado unos pocos directores de culto planetariamente conocidos; las cintas que responden a un conjunto de asunciones preceptivas que Georgie ya ha adoptado cuando apenas tiene treinta años. Eso y un enfoque singular que acaso admita compendiarse con estas palabras de Pepe Bianco a propósito de Sur: “no ha hecho concesiones a la vulgaridad, las ideas hechas, los sentimientos convencionales o la pereza mental del lector. Ha tratado, en cambio, de estimular su inteligencia”.[1]

Borges ve, claro, The Informer; las películas de Chaplin; los films del británico Alfred Hitchcock; la intolerable Citizen Kane de un jovencísimo Orson Welles. Concurre asimismo a lidiar con las primeras cintas nacionales: La fuga, Prisioneros de la tierra, Los muchachos de antes no usaban gomina (“Indudablemente uno de los mejores films argentinos que he visto: vale decir, uno de los peores del mundo”).[2] Escribe, entonces, para la revista de la Ocampo –visceral, esquivo, insidioso siempre– acerca de los iniciales productos de una industria cultural que busca con afán dar en la clave de un desconocido lenguaje tecnológico.

Pese a que, en muchos de esos casos, Borges parece más o menos predispuesto a ver, siempre que se lo observa interesado por los nuevos bienes simbólicos de las películas, es especialmente cuando éstas resultan de la hechura de los nombres que se integran a su Olimpo de celuloide (a su cinemateca) personal: John Ford, King Vidor, Ernst Lubitsch y el venerado Josef von Sternberg. Cualquiera que lea “El atroz redentor Lazarus Morell”, podrá convalidar que los negros extenuados en las blancas plantaciones de algodón del Mississipi, pudieron provenir del visionado de la Hallelujah!, de Vidor. O que “La viuda Ching”, especialmente escrito como para que la Dietrich –o la Garbo– pudieran estelarizarlo para la gran pantalla, debiera su inspiración a una de las estrafalarias películas del “vienés con sueño”…[3]

¿Qué ve Borges en esas películas que ve? Digamos que ve no lo que su vista le permite ver, sino aquello que él mismo está dispuesto a permitirle (o a no permitirle) a esa visión. No se trata entonces de poder o de no poder. Sino de aquello que le franquea (o le nubla) la servicial, antojadiza anteojera de sus afinidades electivas. Borges, además de tartamudo, era estrábico. O como diagnosticó mejor David Oubiña: más bien miope; negado a una visión amplia y de conjunto. La estrechez de las miras del escritor alcanzaba solamente las lindes –no muy lejanas– de la literatura. Y no iba más allá.[4]

Por empezar, nada de lo que concierna a la producción argentina, heredera del realismo costumbrista, parece convenir a sus intereses. Su protesta contra cualquier forma de nacionalismo espurio en las filas de nuestro cine es enérgica: “Idolatrar un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio cuando es de elaboración nacional, me parece un absurdo”.[5] Igualmente terminante resulta su juicio despectivo sobre la poética del realismo cinematográfico, en su variante costumbrista a la hora de trazar el perfil de un personaje, y en la apelación al color local de las reconstrucciones escenográficas de las películas:

Otra debilidad de El delator es la de su principio y su fin. Los episodios preliminares parecen falsos. Ello se debe, en parte, a esa calle demasiado típica, demasiado europea (en el sentido californiano de la palabra) que nos proponen. Es innegable que una calle de Dublín no es absolutamente igual a una calle de San Francisco, pero se parece más a esta calle –por ser auténticas las dos– que a un evidente simulacro, abarrotado de cargoso color local. Las diferencias locales parecen haber impresionado más a Hollywood que el parecido universal: no hay director americano que ante el imaginario problema de presentar un paso a nivel español o un terreno baldío austro húngaro, no se resuelva por una reconstrucción especial, cuyo único mérito debe ser el alarde de un gasto…[6]

Un Borges adepto al cine, pero animado esencialmente por un interés focalizado en la forma de la narración, coloca aquí también, como en sus ensayos tempranos, el acento mayor en la sintaxis: buena trama, clara ejecución, “laconismo fotográfico”, “organización exquisita”, “procedimientos oblicuos y suficientes”.[7] Vale decir: los componentes que, según sus propias palabras, preceden la estética de los mejores filmes de Sternberg. Ninguna otra cinematografía que la norteamericana podía depararle mejor estos placeres.

Sobre la base de estos juicios, a los que adicionará sumariamente algunas otras impugnaciones (las intromisiones cómicas y caricaturales, la moral cursi de los filmes hollywoodenses, la estética del romanticismo con sus efusiones melodramáticas: esas “tentaciones lacrimosas del argumento”),[8] crecerá el resto de las reseñas, que bien puede pensarse como variaciones de un puñado de ideas preconcebidas: en cuanto a la poética, vindicación de la invención, del artificio puros: condena de toda empresa realista; en cuanto a los procedimientos, economía de recursos, ritmo, fluidez narrativa, momentos emocionalmente significativos: celebración del cine americano con el hacedor von Sternberg a la cabeza. Algo así como un autorretrato artístico indirecto…

2. Borges no ve.

Pero ¿qué fue lo que Borges no vio? ¿Qué, lo que no quiso ver? Por empezar, y entre otros envíos notables de su época, las magníficas películas con niebla llegadas a nuestras costas desde el Hexagone: las francesas La grande illusion, Un carnet de bal, Les bas fonds, Le quai des brumes, La bête humaine, La fin du jour, Hôtel du Nord, Le jour se lève… (“De los franceses no hablo: su mero y pleno afán hasta ahora, es el de no parecer norteamericanos –riesgo que les prometo no corren”).[9] Pero, y aunque el objeto de su predilección es el film hollywoodense, hay muchas películas de esa industria faro que el escritor casi no ve: que no se cruza de vereda ni a mirar. Concedamos –por el espacio disponible– un solo ejemplo.

Epítome de Hollywood, Gone With the Wind (1939), la primera gran bisagra en la historia sonora de esa industria, se estrenó entre nosotros en septiembre del ’40. Ya pronosticada por los diarios, que cubrieron pormenorizadamente su rodaje desde su temprana gestación, esa megalómana superproducción rebautizada aquí Lo que el viento se llevó, alcanzó la geografía de Buenos Aires y barrió con los espectadores en dos salas –Broadway e Ideal–, que la estrenaron (cuatro horas de proyección y un intervalo), en gala de beneficencia en simultáneo. El Concejo Deliberante debió aprobar una resolución que autorizaba a esos cines a terminar la exhibición 20 minutos después de la hora que establecía la ordenanza sobre duración de espectáculos; la propaganda gráfica de los principales medios capitalinos, advertía: “Esta producción no será exhibida en ninguna parte a precios corrientes, por lo menos hasta dentro de un año”.[10] El film permaneció 14 semanas en cartel, y se reprogramó, pasado un año, en el Gran Rex.

Las primeras noticias sobre la película se leen en La Nación en noviembre de 1938. El diario entrevista, por medio de un corresponsal en California, al director Victor Fleming, el único reconocido por los créditos; difunde el costo de la producción (que roza los 4 millones de dólares); informa las recaudaciones de sus 44 semanas en la Unión, calculando su distribución mundial;[11] y da a publicidad la colección “Scarlett O’Hara” de la tienda Harrods –guantes, mitones, vestidos y deshabillés–, supuestamente inspirada en los motivos del vestuario de la heroína:

Harrods, siempre a la vanguardia, en todo lo que [a] la moda se refiere, ha creado, inspirándose en Lo que el viento se llevó, una variedad de prendas y artículos, que ofrece al público a título de primicia y exclusividad absolutas.

Encuentre aquí el obsequio ideal, el joven apuesto que busca conquistar a una delicada señorita: la bonita “bombonera Scarlett O’Hara, conteniendo nuestro surtido exquisito de bombones”, a sólo 10 pesos; la “edición castellana de la novela, en papel especial: dos volúmenes con ilustraciones”, a doce. Pero además, visítenos y “vea en nuestras vidrieras de la calle Florida, prendas auténticas usadas por Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó y traídas a Buenos Aires especialmente para Harrods”.[12]

¿Qué de todas estas cosas podía interesar a un Borges impermeable al sentimentalismo, a las novelas realistas y a un cine megaterio (poderosa superproducción en technicolor), que sólo buscaba impresionar a su auditorio por “el alarde de un gasto”?[13] Perfecta metonimia de la industria universal del espectáculo, Feature Film, “The most magnificent picture ever!” (como rezaba el afiche de los cines), no llama la atención que el escritor ni la mencione en sus reseñas: la película clásica del período clásico –según las estimaciones de los críticos–, para él, en cambio, no ha existido. Y aunque Borges, en estos años, no vea del todo bien, a esa calculada omisión subyace un interrogante tácito, lindante con el sentido común: si es que fue tan grande, ¿cómo no la vio?

3. En la vereda de enfrente.

La intervención borgeana en la revista Sur a propósito del cine es capital. Porque –y como dijo Bianco– estimular la inteligencia del lector era con seguridad una tarea que no siempre se proponía el resto de los cronistas cinematográficos de la época, quienes tampoco eran capaces de alcanzar con sus reflexiones el dominio literario y, en casi ninguno, la expansión de ese límite hasta tocar la configuración de otras artes.

Pareciera que las colaboraciones de Borges sobre las películas implicaran un alto momentáneo en su métier. Pero, y al mismo tiempo en que asalta un territorio completamente nuevo, Borges continúa escribiendo a un ritmo regular. La preocupación por abrir brecha en el abordaje del cine como arte –e interferir un campo cultural a fin de comunicarle los enseres preceptivos de su literatura–, resulta contemporánea a la escritura de sus cuentos y ensayos más enjundiosos. Y es que, mientras escribe, Borges ve (o no ve). Naturalmente.

El escritor recala una y otra vez en lo que parece ser su plan estratégico y la preocupación mayor de todos estos años: diseñar y justificar un proyecto literario sobre la base de lecturas de todo tipo (como las que aplica al cine) que, “medio en serio y medio en broma (a la criolla, digamos), permiten decir lo que Borges piensa de la literatura”, escribe Beatriz Sarlo.[14] Sus crónicas de cine nos permiten asistir al Borges de las salas –ajeno toda vez de páginas impresas–, cómodamente ubicado frente a las pantallas, a las que busca sin embargo comprender a la manera de los libros. La figura del intelectual bibliófilo convive entonces con la del cinéfilo que ve y no ve…Obvio.

 “Con las películas van primero nuestros productos y después nuestras costumbres”, vaticinaba el conturbado presidente Roosevelt procurando apuntalar para Latinoamérica su programa intervencionista del Good Neighbor Policy. Salvando las distancias, Borges pudo haber pensado con sarcasmo en esos términos, y nosotros inferir que con los filmes americanos que discute, van también sus asumidas aficiones estéticas: el Borges’ literary way.

La singular perspectiva de cruce que supone la presencia de un escritor afrontando las películas, pone en escena componentes que, al superponerse entre sí, hacen saltar un vector nuevo. En este sentido, el caso del Borges sobre cine es ejemplar: ilustra las conexiones que una intervención crítica a propósito de este arte novedoso, mantiene con otro más tradicional: la literatura y sus polémicos debates preceptivos del momento. Por eso la intervención borgeana en la revista Sur a propósito del cine es capital.

Con algo más de media docena de brevísimas reseñas, sus juicios satelizan –más temprano que tarde– los de los demás participantes. Para el resto de sus colegas escritores, Borges rápidamente se convierte en lo que podríamos denominar el núcleo duro de debates sobre la materia: canoniza un tipo de lectura literariamente muy ideologizado; mide al cine con los imperativos de su agenda literaria; establece un elenco de directores y de películas de culto (aunque –como todo en él– en forma poco concesiva y sin exagerar); y concibe la oportunidad de sus colaboraciones como ejercicios de escritura en los términos de una modalidad menor del ensayo literario.

Así, un acotado abanico de ensayitos –por lo general tan elípticos como enigmáticos– pronto lo convierten en la figura que –como a las pantallas de los cines– todos buscan mirar con fascinación absorta. Horacio Quiroga, Roberto Arlt, Victoria Ocampo, Nicolás Olivari, Alfonso Reyes, Gabriela Mistral, Alejo Carpentier, José Carlos Mariátegui: de todos los escritores argentinos y latinoamericanos que escribieron sobre cine, el de Borges fue un caso bien paradigmático.

“¿Prefirió siempre el cine al teatro?”, le pregunta su interlocutor en la interview que reproduce el número antológico de Sur. “Por el teatro no hubiera cruzado ni a la vereda de enfrente”, responde al entrevistador un Borges categórico. A ese abrupto desvío de la marcha por el que Borges se cruza de vereda y entra a un cine, debemos sus deliciosas reseñas cinematográficas llenas de sarcasmo. Aquéllas que consignan todo lo que Borges vio… Las que dan incluso cuenta de lo que el escritor dejó de ver

Publicado el 6/8/2022


[1] “Bianco habla de ‘Sur’”, 1976, reproducido en el texto de Eduardo Paz Leston, “El proyecto de la revista ‘Sur’”, en Capítulo. Historia de la literatura argentinanº 106 (Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1981).

[2] Jorge Luis Borges, “Dos films”, Sur n° 31 (abril de 1937).

[3] Borges apoda así al director Sternberg. Cfr. Jorge Luis Borges, “Dos films”, Sur n° 19 (abril de 1936).

[4] David Oubiña, “El espectador corto de vista: Borges y el cine”, Variaciones Borges n° 24(julio de 2007, pp. 133-152).

[5] Jorge Luis Borges, “La fuga”, Sur nº 35 (agosto de 1937).

[6] Jorge Luis Borges, “El delator”, Sur nº 11 (agosto de 1935, cursivas en el original).

[7] Jorge Luis Borges, “Films”, Sur nº 3 (invierno de 1931).

[8] Jorge Luis Borges, “La fuga”, Sur nº 35 (agosto de 1937).

[9] Jorge Luis Borges, “Films”, Sur nº 3 (invierno de 1931).

[10] “Ideal y Broadway darán el 25 por la noche Lo que el viento se llevó” y “El miércoles se verá Lo que el viento se llevó. Ideal y Broadway ofrecerán la versión de la novela de Margaret Mitchell”, La Nación (viernes 30 de agosto y lunes 23 de septiembre de 1940, respectivamente).

[11] Robin Coons, “Habla de Lo que el viento se llevó su director, Victor Fleming”, La Nación (lunes 15 de enero de 1940); “La guerra y los films ‘colosales’”, La Nación (jueves 15 de febrero de 1940); “9.000.000 de dólares dio en Nueva York el film Lo que el viento se llevó” (martes 5 de marzo de 1940) y “La distribución de Lo que el viento se llevó” (jueves 21 de marzo de 1940).

[12] Todas las citas, tomadas de “Primicias exclusivas de Lo que el viento se llevó”, publicidad gráfica de la tienda Harrods, La Nación (miércoles, 25 de septiembre de 1940, p. 15).

[13] La expresión cine megaterio pertenece al crítico Manuel Peña Rodríguez, jefe de la página de cine del diario La Nación. Véase “Ayer se estrenó Lo que el viento se llevó. Valores de realización, visualidad y gran espectáculo preponderan en esta esperada película en tecnicolor”, La Nación (jueves 26 de septiembre de 1940, p. 12).

[14] Borges, un escritor en las orillas (Seix Barral, Buenos Aires, 2003, p. 99. Edición original: 1993).

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