La narración del horror en la voz del verdugo

“Dos veces junio” de Kohan

Hacia fines del siglo XX y los primeros años de nuestro milenio, es posible reconocer el surgimiento de una nueva forma de narrar el horror de la violencia estatal sistemática y el genocidio, que aconteció durante los siete años comprendidos por la última dictadura militar argentina (1976-1983), conocida como Proceso de Reorganización Nacional. Durante y después de la dictadura, la literatura argentina estuvo atravesada por la necesidad de narrar el horror vivido a causa de las detenciones, los secuestros, las torturas y las desapariciones, ejecutadas como políticas de represión y control social.

Sin embargo, las formas de narrar esas experiencias atroces y traumáticas adquirieron improntas diversas, de acuerdo a la época, el rol del escritor, el punto de enunciación explorado y la intencionalidad: desde las narrativas miméticas, a otras más oblicuas y alegóricas, pasando por el género testimonial[1], hasta llegar a un modo directo e íntimo de narrar la dictadura pero desde el punto de enunciación del grupo represor (no de las víctimas sobrevivientes o de los grupos afectados por las vejaciones cometidas contra su círculo familiar). También por parte de la crítica literaria, existió y existe el imperativo de reflexionar críticamente sobre los modos de figuración del terror estatal, sus implicancias morales y el interrogante sobre si es posible “formar memoria” sin clausurar los sentidos del texto y sin eliminar el rol activo del lector.

Este interés memorialista no es exclusivo de la literatura ni tampoco de un determinado territorio, sino que se inscribe en el auge contemporáneo, impulsado por la globalización, de lo que Huyssen (2007) denomina cultura de la memoria. Es decir, desde la década de 1980 hasta la actualidad, se van instalando prácticas culturales que tienden a preservar, almacenar y consumir memorias, principalmente, del pasado reciente nacional y mundial, con el objetivo de cuestionar sus aspectos más oscuros para que no sean repetidos por las nuevas generaciones y, a la inversa, revigorizar nostálgicamente estéticas, objetos, íconos y modas de décadas pasadas, porque el futuro se percibe como un espacio incierto, desalentador y amenazante. Estas dos direcciones de la cultura de la memoria tienen sus bases, mayormente, en un imperativo ético, en el primer caso, y en una filosofía consumista, en el segundo.

En Argentina, uno de los eventos principales alrededor de los cuales se ha construido —y se sigue construyendo— memoria revisionista es la última dictadura militar. Un ejemplo representativo de narrativa directa que da voz al represor es Dos veces junio (2002)[2], del autor argentino Martín Kohan. Existen dos constantes principales en las que me concentraré: silencio y automatismo en la voz narrativa, de las que se desprenden otros tópicos vinculados estrechamente.

Para comenzar, el relato se desarrolla a través del testimonio del narrador en primera persona-testigo, un conscripto que ocupa el cargo de chofer y que es “mano derecha” del doctor Mesiano. Éste último es el encargado de controlar el estado físico de los torturados en los centros clandestinos y regular la intensidad de las torturas, necesarias para hacer que los detenidos se quiebren y brinden la información deseada, sin sucumbir durante la brutalidad de los interrogatorios. Es decir, su tarea consiste en “asegurar la eficacia de la tortura” (Gramuglio, p. 12). El testimonio del joven subordinado, de quien nunca se menciona el nombre, será “un relato armado por breves capítulos que alternan distintos momentos y planos narrativos (…), acciones y reflexiones dispuestas en un orden aleatorio, a veces digresivas” (Gramuglio, p. 11).

A través de esta voz neutral (no ideológicamente hablando, sino en términos de la indiferencia y el tono casi imperturbable, disciplinado, mecánico, con el que registra hechos horrorosos, “desde la mera moral de la eficacia del método” [Dalmaroni, 2004, p.164]), se observa que todo el relato está constituido formal y semánticamente por diferentes términos antonímicos relacionados con la posibilidad de poner en palabras, de usar la voz; en definitiva, con la posibilidad de comunicar. Algunas de esas expresiones son: silencio, mudez, voz alta, voz baja, voz suave, decir para adentro, decir para afuera, gritar, gritos, callar, hablar, “calladito”, reserva, discreción, saber, no saber, preguntar, responder, mensaje, comunicación, interrogación, insultos, risas, llanto, alboroto, exclamaciones, etc. Todas estas expresiones se vinculan con lo sensorial sonoro y tienen una connotación clave si se las piensa en relación con el terrorismo de Estado, con el interés de forjar memoria sobre la dictadura desde la literatura y con la complicidad social que facilitó la violencia sistemática, sobre la cual la novela sugiere una denuncia, pero ya no desde los testimonios de víctimas directas, sino desde una perspectiva sobre el tema “artísticamente controlada” (Dalmaroni, 2004, p. 164).

Por lo tanto, se torna manifiesto que estas nuevas narrativas sobre la memoria y, particularmente, Dos veces junio, se proponen dar respuesta, entre otros, a los siguientes interrogantes: ¿cómo contar esa mentalidad?; ¿cómo narrar desde el prisma del verdugo?; ¿cómo hacerlo de manera tal que el texto demande un lector activo y no cierre las ambigüedades?; ¿cómo regular la adjetivación para que el texto no se transforme en moraleja? Dalmaroni (2004) cita ciertos comentarios de Martín Kohan que están en vínculo con esos interrogantes:

La novela nació del problema de cómo trabajar el tema de la dictadura militar eludiendo el testimonio realista, la visión de las víctimas, el toque reivindicativo (…) La idea es que fuera un narrador atrozmente amoral. Obviamente, eso admite una lectura moral posterior; pero esa carga yo quería generarla como reacción de lectura, nunca en la escritura (…) Toda la narración está a cargo de ese narrador neutro (p. 163).

Si bien Kohan manifiesta que “toda la narración está a cargo de ese narrador neutro”, no por eso la novela deja de aglutinar una polifonía de representaciones ideológicas entretejidas en el imaginario colectivo, que explicarían, de cierta manera, la aceptación, naturalización y justificación de la violencia estatal por parte del pueblo. Por lo tanto, que el narrador dominante sea el conscripto de identidad anónima no significa bajo ningún punto que la novela sea monofónica. Aquí, el que narra es representante de una mentalidad aterradora que nunca entra en conflicto consigo misma, ya que ese sujeto ha sido forjado para el silencio desde los distintos espacios de socialización, como se evidencia en diferentes microhistorias secundarias que permiten comprender el contexto cultural que lo rodea y que va construyendo su concepción del mundo y de las relaciones interpersonales.

Entonces, el ser forjado para el silencio implica, en Dos veces junio, que el narrador permanece receptivo ante los distintos discursos pedagógicos, más o menos directos, y ante los comportamientos que asedian desde distintos ámbitos: la familia, los superiores (representados por Mesiano), el ejército, los medios de comunicación, la opinión pública, etc. Estas fuentes contribuyen a la formación de una ideología específicamente militar, centrada en el orden, la obediencia incondicional, la sumisión ciega, la observación, organización y clasificación del mundo, la eficacia metódica y, fundamentalmente, el consentimiento inquebrantable —aun de las acciones más atroces—  a través del silencio.

Dentro de su ámbito más íntimo y primario, la voz enunciadora, recibe por parte de su padre distintos aleccionamientos vinculados a la política del silencio, que pueden resumirse en el siguiente lema: “no veas, no oigas, no hables”. Como se aprecia, los distintos consejos formativos hacia al hijo, antes de que éste “salga al mundo”, reaparecen como ecos en distintos momentos del relato y producen en el narrador el efecto pedagógico deseado. Estas lecciones, que fomentan los principios más valorados dentro del sistema militar en el tiempo en que se ubica la narración, se transmiten mediante distintos tipos discursivos: el refrán, el lema, la anécdota ilustrativa, el consejo, la advertencia, la moraleja.

Mi padre sacaba una moraleja de esta historia: en el servicio militar, conviene no saber nunca nada[3]. Me aconsejó que aprendiera esa lección elemental. “No hay que actuar como los judíos”, me dijo, “que siempre quieren hacer ver que saben todo(Kohan, 2002, Cap. 12, p.12).

Según se advierte, la primera oración incluso hace explícito el término “moraleja”. La misma promueve el fingimiento de no saber, una de las expresiones que ya han sido identificadas como recurrentes en el relato, vinculada con la imposibilidad de romper el silencio. La segunda y la tercera oración, que son prolongación de la moraleja, adoptan la forma de consejo altamente discriminatorio y siguen rondando la importancia de callar, de ser indiferente: aun viendo el error, no hay que corregir ni disentir.

Mi padre me dijo que los militares tenían, a su manera, algún sentido del humor. (…) La advertencia: “Al que se hace mucho la paja, le salen pelos en la palma de la mano”.

Nunca faltaba quien (…) no podía resistir la tentación de verificar el estado de la palma de su mano (…) A ése le tocaban todas las pullas y las carcajadas[4] (…)

Mi padre me encomió no incurrir (…) en el atisbo de mis palmas, mantener la vista al frente y las manos pegadas al cuerpo en posición de firme (…) (Kohan, 2002, Cap. 20, p. 15)

En la cita anterior, se mezclan la anécdota y la advertencia, pero la estupidez de la amenaza y la candidez de los soldados al mirarse la mano son formas retóricas hiperbólicas que producen el efecto de mostrar a los miembros del ejército, especialmente a los jóvenes recién iniciados, como idiotas, vaciados de cualquier capacidad de raciocinio. También se advierte el término carcajadas que, como sucede a lo largo de todo el relato, sólo aparece cuando se describen escenas de placer o alegría vinculadas a la crueldad, la burla, la dominación y el sometimiento. Sólo en estos momentos es legítima la risa, el disfrute, el quiebre del silencio: cuando se maltrata, se ridiculiza, se viola; pero también, cuando el torturado grita de dolor, cuando el llanto de un recién nacido irrumpe en los centros clandestinos o cuando se escucha su llanto al ser torturado.

Posteriormente, cuando el narrador ingresa en el sistema militar, quien adopta mayor poder aleccionador es el doctor Mesiano, ya que, luego del padre, esta figura masculina es uno de sus más grandes objetos de admiración, imitación y obsecuencia. Se trata del deseo de “ser como el superior” (Gramuglio, p. 12):

“Las partes y el todo”, decía siempre el doctor Mesiano (…)

Opinaba que los traslados constituían un aspecto fundamental en el funcionamiento del sistema, y ésa era la enseñanza que extraía de la historia de los indios quilmes, una historia que ahora repasaba porque era a Quilmes, justamente, adonde teníamos que ir (Kohan, 2002, Cap. 10, pp. 71-72).

Ese deseo de pertenecer al grupo poderoso parece ser el que arroja al narrador no sólo a estudiar Medicina y a imitar, en sus conductas sexuales, los métodos de dominación que aplican sus superiores a las víctimas, sino también a optar por el silencio en el momento de mayor tensión del relato: cuando una de las secuestradas logra comunicarse con él por debajo de una puerta y suplicarle ayuda para ella y su hijo nacido en cautiverio —ayuda que no lo obliga a comprometer su seguridad—, pero el conscripto evita comunicar ese mensaje a quien corresponde (el abogado de la víctima):

No le pregunté ni le pedí que hablara, pero ella habló, como si la puerta no existiera. Yo le dije que se callara, le ordené que se callara, pero no lo hizo. Me pidió que la ayudara. Yo le dije: “No ayudo a los extremistas” (Kohan, 2002, Cap. 21, p. 100).

Por otra parte, la cuestión del vaciamiento mental se vincula con el segundo eje estructurante del relato: el automatismo, tanto de la voz que brinda testimonio como de una gran parte de la sociedad representada. En distintos momentos de Dos veces junio, los sujetos revelan la falta casi total de voluntad, reflexión y conciencia en la toma de decisiones. Por ejemplo, la conducta de clasificar obsesivamente distintos elementos y situaciones, así como de aplicar un discurso, a veces, pseudocientífico, otras, táctico-militar, a circunstancias que no lo ameritan (durante las torturas, durante el sexo, en las jugadas futbolísticas, etc.) “funcionan como ejercicios de automatismo mental, como una suerte de ‘vaciamiento’ que indicarían la oclusión de cualquier posible juicio moral” (Gramuglio, p. 13).

Ya desde el primer párrafo de la novela, se observa que el narrador presenta comportamientos exagerados ante cuestiones nimias, como la falta de ortografía del cuaderno de notas perteneciente a uno de sus superiores, que él se apura en corregir compulsivamente, prestando más atención a la forma que al contenido del mensaje:

Había una sola frase escrita en esas dos páginas que quedaban a la vista. Decía: “¿A partir de qué edad se puede empesar a torturar a un niño?” (…) Pude agregar el trazo faltante a la letra ese (…) Desde siempre parecía haber sido una zeta, tal la gracia de la colita que yo adosé en la parte de abajo de la letra. Ahora la ese era una zeta, como corresponde. Pocas cosas me contrarían tanto como las faltas de ortografía (Kohan, 2002, Cap. 3, pp. 7-8).

Lo que se deja entrever con toda esta escena de la corrección ortográfica es la situación de automatismo del narrador. Así se alude a la incapacidad para actuar espontáneamente, incluso en los aspectos más básicos: los únicos que pueden dar órdenes y corregir conductas son los superiores y los subordinados sólo tienen la opción de acatarlas. Pero además, el vaciamiento mental radica en que el contenido del mensaje le resulta totalmente indiferente, en cambio, sólo nota el desajuste ortográfico, el equívoco superfluo dentro del sistema de la lengua, símbolo del orden y del engranaje militar que debe preservarse a cualquier costo.

Lo mismo se aprecia en el hecho de que las constantes evocaciones del protagonista, sumamente exactas, claras y minuciosas, rondan personas y temas de su interés (las palabras de Mesiano, de sus padres, el Mundial, detalles del interior del bar, su visita al prostíbulo, etc.) y, en cambio, las referidas al pedido de ayuda de la secuestrada no tienen apariciones relevantes —cuantitativamente— en su relato. En otras palabras: los temas relacionados a las torturas, secuestros y adopciones ilegales se eliden, se mencionan fugaz o indirectamente, por lo que tienen asignados un tiempo del relato más breve, en relación con otros sucesos narrativos vinculados a la clasificación, el método militar, las jugadas futbolísticas, el inventariado, entre otros.

En conclusión, esta forma singular de componer la narración revela el automatismo —en tanto desinterés y falta de reflexión sobre la violencia ejercida en otros—, la elipsis como figura retórica dominante en el texto —en concordancia con el motivo del silencio— y la intencionalidad del autor de que los lectores descifren ciertos símbolos, repongan huecos, ausencias, como una manera menos convencional de, paradójicamente, construir memoria. En este sentido, el empleo de un narrador de mentalidad amoral rompe con la figuración convencional de la memoria a través del prisma de la víctima, que tiende a clausurar la polisemia del texto, y, por el contrario, adjudica al lector la responsabilidad de reaccionar frente a la forma particular en que se narran los sucesos horrorosos. De esta manera, los testimonios realistas sobre la dictadura, que ya empezaban a saturar al público, se convierten en estas narrativas del nuevo milenio que desafían al lector y a la retórica verosímil, aunando: memoria, forma artísticamente controlada, tensión entre realidad y ficción, y metaliteratura.

Publicado el 6/10/2022


[1] Entre estas narrativas de género testimonial, encontramos casos paradigmáticos como Nunca más (1984) y las publicaciones de la revista H.I.J.O.S (Hijos por la Identidad y Justicia contra el Olvido y el Silencio). En cine, podemos mencionar el film Botín de guerra, de Eduardo Blastein (1999), el cual recoge únicamente testimonios de hijos de desaparecidos que logran un reencuentro con sus familias biológicas; en poesía y prosa lírica, al autor Juan Gelman, quien aborda recurrentemente la tematización de las atrocidades de la dictadura y la nostalgia del exilio, entre muchos otros.

[2]     El título de la novela refiere a que el relato transcurre en dos momentos principales de la historia argentina: en junio de 1978, durante el Mundial de Fútbol celebrado en la Argentina, cuando el seleccionado local es derrotado por el equipo italiano, y en junio de 1982, luego de la derrota argentina en la Guerra de Malvinas.

[3]     La cursiva es mía.

[4]     La cursiva es mía.

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