El fresno

Narrativa

Deben ser cerca de las siete de la tarde en este lado del campo, porque los rayos del sol alcanzan a iluminar solo un lado del fresno y logran que el propio entramado del tronco se genere sombras a sí mismo en el interior de los rombos amaderados, ajados por el tiempo. Los perros, echados, refunfuñan solo de vez en cuando, como si quisieran extirparse en cuotas el cansancio que les genera estar, a esta altura, acostumbrados a la textura de la tierra debajo de su cuerpo. Uno de ellos posa su hocico sobre la tierra del suelo. Con su resoplido, un poco de polvo se levanta, como si en sus fosas nasales ocurriera una combustión que deja, como consecuencia, una multiplicidad de partículas amarronadas que se esfuman al instante. Hacia ningún lado, excepto atrás, donde está la casa, se ve nada más que el infinito horizonte, que no parece ser más que una línea que circunda el gigante mar de campo a mi alrededor. Al mismo tiempo que una nube, chica, gris, ahora posicionada delante del sol, sin ninguna forma aparente, tapa la amarillenta esfera, el mismo perro levanta el hocico, después las orejas, y posa su vista en un punto que parece no estar más cerca que el infinito mismo, como escuchando un sonido que proviene de un imperceptible lugar, a lo lejos, más allá de los campos que nos separan de la línea horizontal que divide el cielo del verde mar.

Lo liso del metal que mis dedos acarician parece automatizarse con el pasar de los minutos, porque después de un tiempo dejo de sentirlo debajo del índice que palpa el frío del objeto. Nada ni nadie parece percibir mi presencia excepto tres teros que vuelan en círculo por sobre mi cabeza o, mejor dicho, por sobre un redondel imaginario que me tiene a mí por centro y se extiende algunos metros más allá, a los lados de mi cuerpo. Un rayo de sol inunda mis ojos cuando, sin percatarme, muevo el objeto en una posición tal que logra encandilarme. Como consecuencia, casi como para limpiar la memoria de lo que mi vista registra, alzo mis ojos hacia el frente, hacia el extenso verde, como quien se fuerza a sí mismo a fijar en sus recuerdos algo distinto de lo que sus sentidos perciben, o como quien desea impostarlos.

La imagen de la Negra parece acecharme desde algún lugar de mi memoria en el que han decantado aquellas mañanas en las que compartíamos el mate y en las que repetíamos, como un ritual, la danza de chupar la bombilla hasta vaciar de líquido el recipiente con yerba para luego continuar tomando la pava por la manija de madera, inclinar su pico hacia la ancha boca de la calabaza, y volver a llenar el mate para terminar entregándoselo al otro hasta que los brazos de ambos tuvieran que hacer cada vez menos fuerza para levantar una pava cada vez más vacía hasta terminar el rito; también el aroma mismo de la mañana, con el olor que desde el horno de barro desprendía la harina mientras se convertía en un pan que, de a tajadas, comíamos con pinceladas de mermelada casera adosadas a una de las caras de las rodajas, mientras los perros, ansiosos, merodeaban el círculo que conformábamos la Negra y yo, sentados sobre improvisados bancos de algarrobo que resisten hasta hoy. Desde algún lugar de la memoria, el vino, bailando por las cóncavas paredes de las copas, aparece ante mí, y el recuerdo de nuestros cuerpos en las noches de invierno, apretados como un único ser al lado del hogar, al calor del fuego, se incrusta en una delicada capa que se sitúa entre mis ojos y lo que mis ojos ven. Aparece, también, en mi retina, la rugosidad de sus manos, el grueso cuerpo de su voz, llegando desde lejos, desde el marco de la puerta en el que descansaba su brazo mientras me llamaba, posiblemente para reiniciar el ritual que habíamos comenzado por la mañana, pero ahora con el sol de la tarde, también el desteñido rojo de sus pantalones, el negro azabache de su pelo, la compañía de su sola presencia, aunque más no fuera al otro lado de la chacra…

El viento ahora no corre sobre mi piel ni sobre mí, pero tampoco corre sobre el pelaje de los perros ni sobre las hojas del fresno que, quieto, como detenido en el tiempo, con sus ramas estáticas y sus sámaras, amarillas, alargadas, esparcidas sobre el suelo, parece absorto observándome cómo acaricio cada vez con más firmeza el metálico cañón, ahora apoyado sobre mi sien.

Publicado el 6/10/2022

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