El “Martín Fierro” y la literatura por venir

A 150 años del Martín Fierro

En diciembre de 1872, en Buenos Aires, la Imprenta de La Pampa distribuyó un folleto modesto que contenía en su mayor parte un largo poema titulado El gaucho Martín Fierro: “Aquí me pongo a cantar”. De ese acontecimiento se cumplen, este año, un siglo y medio. José Hernández, su autor, lo había compuesto para continuar por otros medios —la poesía gauchesca— su cruzada periodística contra el sistema de levas forzosas que, según él, estaba diezmando las campañas pastoras —las estancias— de fuerza de trabajo: de gauchos. Vale decir, la publicación del poema estuvo vinculada en principio al interés de Hernández por intervenir en la coyuntura política inmediata: por intervenir, si se me permite el término, en la realidad.

El poema tuvo —se sabe— un éxito inaudito, en especial, pero no solo, entre las poblaciones rurales que, más que leerlo, lo escucharon con fruición y se lo apropiaron. Hernández, aguijoneado por esa popularidad, escribió la segunda parte, titulada La vuelta de Martín Fierro, que se dio a conocer en 1879. Se trataba nuevamente de un folleto, y no de un libro, pero este incorporaba no obstante ciertos lujos del que el primero carecía: por ejemplo, diez ilustraciones “dibujadas y calcadas en la piedra” por el artista Carlos Clerice. Esta segunda parte era además mucho más larga que la primera. Hernández se sentía más seguro como poeta.

Más de medio siglo después de aquellas primeras ediciones, en la década de 1940, en el arranque del cuento “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”, de Jorge Luis Borges, el narrador refiere un pasaje de la Biblia para declarar que el Martín Fierro –con ese nombre se conoce el todo que conforman las dos partes: la “Ida” y la Vuelta–– es “un libro insigne; es decir, un libro cuya materia puede ser todo para todos”. En efecto, el Martín Fierro había sido ya, acaso no todo para todos, pero sí mucho para varios. En la década de 1910, Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones lo habían leído como un poema épico fundador de nuestra nacionalidad y, en virtud de ese convencimiento, lo asemejaron a epopeyas como el Cantar de mío Cid o la Chanson de Roland. También había sido el nombre que eligieron en la década de 1920 los vanguardistas vernáculos —y entre ellos Oliverio Girondo— para la revista en la que difundían esa “nueva sensibilidad” y, antes, el que algunos anarquistas como Alberto Ghiraldo prefirieron para nombrar la suya. Los ejemplos se multiplican; entre ellos, uno importante es que cuatro años después de que Borges publicara su cuento en la revista Sur, Ezequiel Martínez Estrada, en los dos tomos de Muerte y trasfiguración de Martín Fierro, propuso que en el poema y en el poeta se cifraba la posibilidad de realizar nada menos que “un ensayo de interpretación de la vida argentina”.

Por lo demás, el hecho de que esa declaración de Borges figure en un cuento –en una ficción– da una pista para poder discernir una posible razón para seguir leyendo hoy el poema de Hernández: considerarlo como una fuente, tal vez inagotable, de literatura. El Martin Fierro, entonces, como una máquina de producir la literatura por venir.

Una de las ilustraciones incluídas en La vuelta de Martín Fierro. Autor: Carlos Clerice.

Se dice —no encontré en ningún lado alguna precisión— que al día siguiente de la muerte de José Hernández, ocurrida el 21 de octubre de 1886, cuando solo tenía 52 años, un diario de la ciudad de La Plata, o de Buenos Aires, en la zona consagrada a las necrológicas, habría titulado: “Ha muerto el senador Martín Fierro”. La bibliografía sobre Hernández también consigna en el mismo sentido, y con algo más de precisión, que El Diario informó: “La enfermedad que ha terminado con la existencia del querido Martín Fierro es la miocarditis; esto es, la inflamación de los músculos del corazón”. En esas afirmaciones —en esa confusión onomástica— se cifra sintéticamente un interrogante que, pese a todos los que se pronunciaron en su contra, no deja de ser atractivo: ¿cuánto hay de la vida de un autor en su literatura? Un interrogante que, en este caso particular, implica examinar en qué medida Martín Fierro —o Martín Fierro— es José Hernández. Incluso el mismo Hernández de algún modo propiciaba esa confusión, o se regodeaba en ella, cuando aseguraba que su poema era “un hijo que había dado nombre a su padre”.

En las primeras páginas de Muerte y trasfiguración de Martín Fierro, Martínez Estrada, al intentar esbozar una semblanza biográfica de Hernández, se encuentra con una dificultad: “Existe un incomprensible secreto en torno a la vida de este autor, de quien ignoramos muchísimo más que de cualquier personaje anodino de su tiempo”. Martínez Estrada conjetura que esto se debe en especial a la férrea voluntad de Hernández por “no dejar trascender noticias de su vida privada”. Estaríamos, entonces, ante un autor que buscó con vehemencia desaparecer biográficamente para su posteridad. En efecto, de esta vida se conoce casi únicamente su parte pública o más visible. Se sabe, por lo pronto, algo que aún asombra o desconcierta a muchos: que José Hernández no fue gaucho, como el protagonista de su poema, aunque desde su infancia sí estuvo en contacto más o menos estrecho con gauchos o con otras personas vinculadas a labores rurales, y entre ellos su padre. Algunos de sus biógrafos insisten así en ubicarlo en escenas que forman parte de la vida rural: “En ese medio se formó la rica sensibilidad de nuestro poeta, nutrida desde su puericia en la tradición y en la visión de la pampa”, escribe por ejemplo Ricardo Rojas. Pero además de esas incursiones en el mundo gaucho, Hernández fue también un hombre de ciudad, como casi todos los autores de poemas gauchescos (Bartolomé Hidalgo o Estanislao Del Campo). Fue político —y estuvo, sobre todo antes de publicar la primera parte del poema, del lado de los perdedores, como por ejemplo Ángel Vicente “El Chacho” Peñaloza, cuya biografía escribió, o Ricardo López Jordán—, fue militar, fue empleado de comercio, fue periodista y también se desempeñó en cargos estatales. Entre esos trabajos estuvo el de taquígrafo del Senado en Paraná y a esa ocupación agradecía todo lo que sabía sobre asuntos constitucionales.

La taquigrafía es un método de escritura que permite registrar a mucha velocidad lo que alguien dice. Un taquígrafo trasforma casi simultáneamente las palabras dichas en grafismos. Tengo la sensación, quizá equivocada, de que no ha sido suficientemente desechada la idea de que la labor de Hernández al escribir Martín Fierro se redujo a la de ser un mero taquígrafo del gaucho y que, por lo tanto, su poema sería algo así como un precursor velado de la literatura testimonial (esa literatura en la que no la taquigrafía, pero sí el grabador que registra voces de otros, ocupa un lugar central). Es cierto que la “pena” de Martín Fierro —la que este gaucho se pone a cantar al compás de la vihuela— no es en modo alguno una “pena estrordinaria”. El mismo poema, como también la bibliografía histórica sobre el gaucho, se encarga de informar que las “dichas desdichas” de Fierro son no solo las suyas sino las de “todos mis hermanos”. Lo extraordinario, en todo caso, es la manera en que este gaucho canta sobre esa pena: como ningún otro. Lo extraordinario es, entonces, la labor de Hernández como poeta: su destreza con las palabras, sus cualidades como artífice de esa voz, su pericia para fraguar un mundo que al lector le resulta vívido y verosímil y ante el que enseguida deja de importarle si se trata de uno verdadero (una copia fiel de alguna realidad exterior al texto).

Por eso, más allá de que Hernández, en los prólogos a la “Ida” y a la Vuelta, alardea de haber sabido copiar o imitar una realidad específica —la de esa “clase desheredada de nuestro país”: los gauchos—, lo que se debe enfatizar —lo que quiero enfatizar— es que el Martín Fierro es una admirable ficción, un artificio prodigioso. Alguna vez Ricardo Piglia aseveró que en la literatura argentina del XIX “la clase se cuenta a sí misma bajo la forma de la autobiografía y cuenta al otro con la ficción”. (Cuando se refiere al “otro” Piglia está hablando de gauchos, indios o inmigrantes). Es posible que en ese aforismo haya mucho de verdad; sin embargo, también debe decirse que en el Martín Fierro —un texto clave de la literatura argentina del siglo XIX— Hernández amalgama esas dos entonaciones de la escritura decimonónica y urde la autobiografía ficcional de un gaucho (es decir, la autobiografía de otro). En Martín Fierro, la voz autobiográfica no es la del autor sino, muy lejos de eso, la de un personaje que él creó: así, en el poema autobiografía y ficción se cruzan.

Además del título de ese diario platense, los biógrafos de Hernández no dejan de repetir lo que contó su hermano Rafael en el retrato que le consagra en su libro Pehuajó. Nomenclatura de sus calles: que sus últimas palabras fueron “Buenos Aires, Buenos Aires”. Fue también Rafael —se trataba, por cierto, de dos hermanos muy unidos— el que detalló en esas mismas páginas que, antes de esas últimas y enigmáticas palabras, José le habría dicho en “pleno goce de sus facultades”: “Hermano, esto está concluido”.

Lo que concluyó ese 21 de octubre de 1886 fue la vida de un cuerpo alto y voluminoso que según otro escritor del siglo XIX, Lucio V. Mansilla, amenazaba “o remontarse a las regiones etéreas o reventar como un torpedo paraguayo”. Pero lo que no había concluido de ningún modo ese día era la vida de ese hijo que había bautizado al padre. En efecto, el Martín Fierro siguió enérgicamente vivo entre la producción cultural argentina del siglo XX —en Borges, pero también en Copi, en Leónidas Lamborghini o en películas clave del cine argentino como la precursora y exitosísima Nobleza gaucha, de 1915, que cita varias sextinas del poema, o en otras dirigidas por Leopoldo Torre Nilsson o Pino Solanas— y lo sigue estando, con una intensidad notable, en el siglo XXI. De esa intensidad dan testimonio —y no son los únicos testigos— el cuento “El amor”, de Martín Kohan, experimentos poéticos como El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, de Pablo Katchadjian, o El guacho Martín Fierro, de Oscar Fariña, la novela Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara, o la película La Flor, de Mariano Llinás, en la que una mujer que pertenece al mundo del espionaje internacional dice en francés algunos célebres versos del poema.

En tiempos en los que, para bien y para mal, prolifera la escritura autobiográfica o autoficcional, leer y releer Martín Fierro —un poema cuyo autor, al menos según Martínez Estrada, se ocupó con tesón de no dejar rastros autobiográficos: “noticias de su vida privada”— pueda servir como acicate para que la literatura argentina se anime a postular otros “yo” —otras primeras personas del singular— que nada tengan que ver con los autores reales y sus alegrías o sus penas, ya sean estas extraordinarias u ordinarias. Celebrar los 150 años de la publicación de la primera parte del Martín Fierro acaso sea, o deba ser, entonces, menos que motivo para regodearse con el pasado, un estímulo para que la literatura argentina se permita sin timidez practicar la ficción, la imaginación, la invención de mundos: el artificio.

Publicado el 17/12/2022

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