Una de las tendencias más llamativas de la literatura argentina del nuevo siglo es la irrupción de un grupo de escritores cuya obra (o parte de ella) transita, bordea, habita o directamente se afinca en la zona terror. Lo que vuelve a esta tendencia un fenómeno es, entre otros factores, su novedad con respecto a la historia de la literatura argentina de los siglos precedentes y el lugar cada vez más destacado que buena parte de esas y esos escritores ocupan en la escena literaria local (e, incluso, la internacional).
Hablo de “zona” porque es la imagen que mejor me permite pensar la distribución y relación de esas/os escritores y su obra con el terror (además, claro, de las referencias culturales que naturalizan la convivencia de ambos conceptos) y porque, por otra parte, “zona” desdibuja la rigidez de los límites genéricos, aunque sin renunciar del todo a la demarcación territorial. Voy a dar unos pocos nombres a modo de ejemplo —de una lista mucho más amplia y seguramente incompleta— para tratar de explicarme. Si Mariana Enríquez o Luciano Lamberti parecen estar cómoda y orgullosamente asentados en el centro operativo de esta zona, otros, como Ricardo Romero o Diego Muzzio, entran y salen de allí con la eficaz elegancia de nativos viajeros o turistas recurrentes, mientras que escritoras como Samantha Schweblin o Dolores Reyes parecen más bien estar en la zona sin querer o sin atreverse a solicitar carta de ciudadanía, a diferencia quizá de otros, como Martín Sancia Kawamichi o Agustina Bazterrica, que se sienten más cómodos habitando espacios limítrofes en permanente disputa territorial con otras zonas de influencia. Más nombres podrían alargar la lista de ejemplos y de diversas formas de estar o de transitar por la zona terror: Mariano Quirós, Celso Lunghi, Juan José Burzi, José María Marcos, Nicolás Correa, Acheli Panza, Leonardo Oyola.
La lista podría continuar, pero prefiero cortar aquí con la tentación —siempre atractiva aunque peligrosa por su inexactitud— de la serie de metáforas zonales para, en su lugar, hacer un brevísimo recorrido, en modo de apunte, sobre cuatro cuestiones vinculadas con el terror que me parece necesario tener en cuenta —aun cuando quizá resulten obvias— para comenzar a pensar y debatir la especificidad —si es que existe— del terror argentino siglo XXI.
Un sentimiento
El terror es un género que suele definirse, antes que nada, por su efecto. Una obra es de terror cuando logra provocar un considerable grado de miedo en sus lectores. Más allá de que “eso no es todo”, y de que existe una “parafernalia” del terror que permite establecer y reconocer algunos rasgos relativamente estables que también definen el género, lo cierto es que esa relación primera con el efecto siempre emerge a la hora de considerar el terror. La palabra misma que da nombre al género propicia esta relación.
Esto explica, me parece, a su vez, el fluido contacto del terror con conceptos tales como lo siniestro, y derivas actuales del Umheimlich freudeano como “lo raro” (weird) y “lo espeluznante” (eerie), según las entiende Mark Fisher. A la hora de explicar sus conceptos, tanto Freud como Fisher no pueden prescindir de expresiones tales como “sentimiento”, “sensación”, “emoción”, que comparten, más allá del diverso grado de intensidad de cada una, la consideración del efecto que una obra (o incluso un paisaje o un objeto) son capaces de provocar en sus ocasionales destinatarios (Y aclaro que toda similitud con el modo en que E. Burke define lo sublime no es coincidencia).
Pero el terror no es cualquier forma de sentimiento; es una emoción extrema. Es su desmesura, su exceso lo que explica —entre otras cosas— la histórica relación del terror (como ingrediente destacado o como género) con la literatura popular, esto con la literatura (y también el cine y otros productos de la industria cultural) destinados al consumo del gran público, que –se supone- prefiere platos fuertes como el terror, que el paladar más sutil y refinado de los selectos degustadores de la alta literatura rechaza.
Esta relación histórica entre literatura popular masiva y terror (con todas las previsibles implicancias del caso) ya no es lo que era, ni aquí ni en otras partes del mundo. Los momentos de furia y sarcasmo antiacadémico que S. King dispara en dosis bien administradas a lo largo de Danza Macabra (1982) ya no parecen tener sustento en el presente, luego de una serie de reconocimientos a su obra –y también al género- por parte de los administradores de la buena literatura mundial que en su momento King supo despreciar.
La particularidad del caso argentino (que seguramente puede hacerse extensible a otros países del tercer mundo) es que lxs escritorxs del género –que siempre los hubo- en lugar de aparecer en las góndolas de los supermercados y de estar condenados al grato reconocimiento del mercado (como fue durante años el caso de King, Straub, Blatty y otros exponentes del terror) históricamente (salvo alguna que otra excepción) ocuparon un lugar marginal: sin reconocimiento y sin dinero, fuera del mundo de las letras y del mercado. La novedad del terror argentino actual es que varios de sus representantes más destacados han logrado invertir esa fórmula y disfrutan de ambas formas de consagración, aunque con los límites que el contexto argentino impone.
Una relación incestuosa
Otro rasgo distintivo del terror es el vínculo simbiótico, ambiguo e incestuoso que el género mantuvo desde su concepción con el gótico. En los tratados y estudios sobre el tema, el gótico (esto es, la novela gótica) aparece señalada siempre como la madre del terror en tanto género narrativo. Luego de ese momento inaugural en que el terror impregna y da su oscuro aliento vital a tramas intrincadas con heroínas desfallecientes, villanos lúbricos y diabólicos, castillos medievales, abadías con catacumbas y pasadizos secretos, fantasmas del pasado y paisajes sublimes, el género terror apuntalado por Poe, Hoffmann, Mary Shelley y cientos de escritores ya olvidados de la primera mitad del siglo XIX, encuentra sus propios caminos que lo conducen hasta el presente.
Sin embargo, el/ lo gótico, en literatura, no queda ahí, reducido a las populares novelas del siglo XVIII y alguna que otra secuela tardía, porque en su derrotero también llega hasta el presente. En su caso -como sucede en otros- los adjetivos ayudaron a conjurar el descanso definitivo del gótico en el gran cementerio de la historia de la literatura o, al menos, sirvieron como elegante inscripción de algunas lápidas. Tenemos el gótico victoriano, el gótico imperial, aunque quizá el ejemplo más conocido sea el “gótico sureño”: ese conjunto de Historias acechadas por los fantasmas de un pasado sepultado a medias en los escombros de la guerra de secesión, marcadas por la violencia racial, por la decadencia y las ruinas de una aristocracia inventada y, por eso mismo, añorada con fervor y disimulo. No atado necesariamente al terror de las novelas que dieron forma al género, y metamorfoseando los materiales de su parafernalia inicial, el gótico sigue reinventándose, ya sea como género o en las más plásticas y permeables arenas de lo modal.
Entonces, y de manera muy esquemática, podría decirse que, al momento de establecer diferencias, mientras que el terror (muy ligado, por otra parte, al cine, donde la clasificación por géneros es más fuerte y rígida que en la literatura) enfatiza la importancia del efecto, de la emoción extrema, dentro y fuera de los textos, el gótico, en cambio, a la hora de ser considerado genéricamente, se asienta en un conjunto de rasgos estructurales, lo cual le permite, llegado el caso, desplazar al componente terror de la escena central, para atender otros asuntos.
Sin embargo, a pesar de esta distinción hecha grosso modo, en la práctica gótico y terror suelen funcionar como gemelos, como términos intercambiables, lo cual es especialmente visible en la zona del terror argentino del siglo XXI. Así, la elección de uno u otro término en general parece responder menos a un criterio conceptual estricto que a otras razones más aleatorias. Por ejemplo, ya ha sido acuñado el sintagma “Gótico norteño” para designar y agrupar a un conjunto de relatos que transcurren en el NOA que, enmarcados en el contexto histórico y social de la región, aprovechan anécdotas y personajes de sus tradiciones populares. Si uno va a los textos (un ejemplo a mano es “El fantasma y la oscuridad”, de Leonardo Oyola) comprueba que la elección del término “gótico” en lugar de “terror” no se debe a la distinción que acabo de sintetizar, sino al prestigio y resonancia del ya consagrado sintagma “gótico sureño” con el que inmediatamente arma una serie. De hecho, para otras clasificaciones zonales también se ha apelado a los términos “terror” y “gótico” sin que existan diferencias sustanciales en el tipo de textos y películas que se intenta clasificar. Por eso, hay que atender a los adjetivos.
La tradición (inter)nacional
Todo género -como bien lo señala J. Derrida – se mueve entre la rigidez de la fórmula que lo define y la constante transgresión de sus límites, de sus normas. Esa es su ley.
Todo género también, a medida que se despliega en el tiempo, construye y es construido por una tradición que le da consistencia; una tradición a la que se mira y a la que se ignora por igual. Salvo pocas excepciones, toda tradición genérica se construye traspasando los límites que artificialmente impone la nacionalidad, punto habitual de anclaje -como bien sabemos- en la organización de disciplinas y de objetos de investigación. Teniendo en cuenta estas y otras cuestiones en torno al género, podríamos pensar la relación de los escritorxs argentinos actuales de la zona terror con la tradición como un versátil brebaje compuesto por parejas dosis cuya fórmula sintetizan dos textos clásicos nacionales sobre el tema: “El escritor argentino y la tradición”, de Borges y La tradición nacional, de Joaquín V. González. En sintonía con la hipótesis de Borges, la mayoría de estos escritores parecen definir su argentinidad en la manera desprejuiciada con la que echan mano del repertorio universal ignorando olímpicamente la mayoría de las veces toda posta local. S. King transplantado –sin intermediarios de la tradición literaria argentina- al conurbano bonaerense o a las sierras de Córdoba. Y, por otro lado, podemos verificar la apropiación –a lo Horacio Quiroga, digamos- de tradiciones y creencias populares argentinas junto con un marcado asentamiento regional. El terror argentino como una curiosa variante del regionalismo.
Y aquí podemos volver a lo dicho sobre la zona y sobre los adjetivos que acompañan y definen las diversas variantes del terror/gótico que, curiosamente, son, en su mayoría, gentilicios: gótico norteño, gótico mesopotámico, gótico pampeano, terror rural, terror urbano, etcétera, etcétera.
Terror y política
El terror –más que lo gótico, por una simple coincidencia terminológica- propicia el entrevero de muchos de estos relatos con el terror de la política, con mayúscula o minúscula. Ya sea como marca de una época o como concepto central de la reflexión acerca de ciertas formas de concebir la política, el terror ha sido un elemento clave en la mayoría de los textos que están en el origen de la literatura y la cultura nacional (Ojo: no pierdo de vista que lo gótico también forma parte –basta con leer a Marx- de toda una serie de textos que han pensado la política y la historia desde algunos componentes de su parafernalia).
Uno de los rasgos que distingue parte del corpus de la zona a la que me estoy refiriendo es este tipo cruce de terrores, generalmente como irrupción de los efectos del terror de estado en el interior de un relato inscripto en el formato de más o menos típico del terror sobrenatural o, también, inversamente (y ya estamos en los bordes externos de la zona) como el aprovechamiento de ciertas estrategias propias del género en el interior de relatos inscriptos en la tradición realista / testimonial.
Casi siempre, ese terror de la política refiere al aparato represivo de la última dictadura militar. El cruce es particularmente visible y obvio en Nuestra parte de noche, la exitosa novela de Mariana Enríquez, así como también en varios de sus cuentos más notables: “Cuando hablábamos con los muertos”, “El ahorcado”, “Tela de araña”, “La hostería”. Los ejemplos, en esta dirección, pueden encontrarse también en otros autores (Muzzio, Oyola). Aunque también hay excepciones, como ocurre en El conserje y la eternidad, donde R. Romero construye de un modo muy original la figura del vampiro, en el contexto -durante la primera parte de su novela- de los bombardeos a la plaza de mayo en junio de 1955.
No quiero extenderme en el análisis de esta recurrencia -ya se han ocupado del tema las personas con las que comparto esta mesa-. Solo me interesa destacar la existencia de una serie que -con diversas estrategias e inflexiones- insiste, por lo menos desde el romanticismo anti-rosista, y en otras estaciones de la historia patria, en este entrevero de terrores. Lo que habría que preguntarse es si lxs escritores de la zona terror siglo XXI atienden a esta tradición, trabajan sobre la serie o si se trata más bien –como sospecho- de una recurrencia autogenerada por el especial decurso de la historia política nacional.
Por otro lado, también habría que ver si esta presencia del terror de estado de la última dictadura es ya una cantera agotada, si el paso de los años y de los textos la está empujando definitivamente a la banquina de la historia o si, por el contrario, sus espectros siguen teniendo aún la fuerza suficiente como para reinventarse y volver a aterrar otras historias y -quizá- otros lectores.
Publicado el 6/10/2022
Es Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Se desempeña como docente de Literatura Argentina en la UBA y profesor invitado de Literatura Hispanoamericana en el programa en Buenos Aires de la Universidad de Georgia. Ha preparado ediciones de Facundo, Poesía gauchesca y Relatos populares argentinos.