1. Antes de vagabundear: “Roberto Arlt escribe sobre cine”
ORDENANZA.–Señor Arlt: una señorita en el teléfono pregunta por usted…
EL QUE SUSCRIBE. –¡Hola! ¿Quién?
LA DESCONOCIDA. –¿Con el señor…?
EL QUE SUSCRIBE. –El mismo…
LA DESCONOCIDA. –Vea, señor: soy alumna del Conservatorio Nacional de Música. Ud. disculpará que lo moleste por teléfono, ¿no?… Pero tengo que hacerle un pedido…
EL QUE SUSCRIBE. –Pida; no se quede corta por pedir…
LA DESCONOCIDA. –Yo sigo el curso de declamación (…) Y el profesor nos ha encargado que hagamos una composición describiendo a alguna persona que conozcamos… y yo quisiera pedirle a Ud., que todos los días hace una nota, que me escribiera una composición bien romántica sobre Ramón Novarro (…)
EL QUE SUSCRIBE. –Y, dígame, señorita, ¿no le sería lo mismo sobre Emil Jannings?
Roberto Arlt, “Mamá, yo quiero ser artista”, El Mundo (16 de julio de 1930).[1]
Cuando las películas –esos productos considerados pasatistas y evasivos, ligados imaginariamente al Hollywood “dorado”– alcanzan entre nosotros su momento de circulación dominante, el atormentado escritor Roberto Arlt, que no cifra muchas esperanzas en la reseña de cine (la crítica negativa no lo satisface: “inútil es señalarle a un jorobado su corcova si no la podemos remediar”), se dispone con todo a inaugurar un intervalo, a la espera de que llegue “la hora de vagabundear”.[2] Es difícil admitir que sus escritos puedan pasar por reseñas cinematográficas y no por ligeras variantes de sus aguafuertes.[3] Pese a la riqueza de las observaciones que colecta –capaces por sí solas de dar forma a una suerte de sociología de entrecasa–, también resulta contencioso imaginar todos sus asuntos como parte del discurso que suele caracterizar a una figura intelectual.
Pero en la medida en que estos textos intervenidos por el cine y por su imaginario, perfilan una visión de época (bien que modelada por la ficción), muchos de sus tramos se aproximan a un tipo de lectura muy coyuntural, así como a los reclamos propios de toda fracción intelectual. Sus notas sobre cine logran en efecto interferir esa zona cambiante de la idiosincrasia que suele frecuentar el intelecto, y ofrecen al respecto una sabrosa e indirecta cosmovisión de las preocupaciones urgentes que, en relación con las costumbres y los comportamientos sociales, atenazan con vigor al hombre de las ideas. Cómodamente apoltronado en su butaca, Arlt asalta la sección cinematográfica del El Mundo, en manos de un periodista como Néstor, elemental y chabacano, algunas de cuyas obsesiones cinematográficas parecen serle arrebatadas por el escritor.
La devastadora ascendencia cultural de la metrópoli sobre la sociedad porteña, que los norteamericanos saben ejercer eficazmente con el cine, es un nudo que concentra como ningún otro la mayoría de sus consideraciones impares. La liturgia estelar y sus figuras reverenciales –verdaderos emblemas de una penetración de vastas proporciones sociales, según Jorge B. Rivera–,[4] aparece como uno de los aspectos más enfatizados por la mirada arltiana. Como Borges con las “espaldas cenitales de Greta Garbo”,[5] o Ibarra con la “boca batracia” del soso Chevalier,[6] Arlt caerá literalmente deslumbrado ante algunos exponentes por supuesto más sofisticados: ésos a propósito de quienes ni la media sensibilidad del argentino medio alcanza a manifestar su comprensión:[7] Emil Jannings, Marlene Dietrich y las sutilezas poéticas de Chaplin.
Ramón Novarro, Rodolfo Valentino (la recitadora Berta Singerman), son en cambio los íconos que impactan en el sentir corriente y alimentan con su encanto bizarro la imaginación fotogénica de aquél que un buen día declara que no trabajará nunca más, y “que se irá a Norte América a ganar quinientos dólares mensuales”.[8] En este filón temático que irá a desatar las potencialidades literarias, ocurre que por fin nos es dado apreciar el genuino sabor del escritor: las observaciones que suscita activan el cruce que aguardábamos con el sustrato ficcional de su universo literario:
–No hay academia en ninguna parte del mundo que pueda preparar a alguien para ser artista cinematográfico. Se nace artista cinematográfico, como se nace poeta, novelista o malandrino.[9]
Estas palabras, que Arlt pone en la boca del jefe de la página de cine (el luego temido censor Miguel Paulino Tato, que firmaba su sección con el seudónimo de Néstor), introducen un tópico de verdad fructífero, que migra de una nota a otra hasta empalmar con uno de sus temas más dilectos: el de las conjuraciones secretas de sus novelas. En este caso, las sociedades-academias cinematográficas, “trampas para estafar a ingenuas y cándidos”:[10]
¿Quiere usted enriquecerse sin trabajar, aunque no sepa leer ni escribir? Organice una “academia” cinematográfica, ponga avisos en los diarios, y a la semana tendrá cuenta corriente en más de un Banco: tal será la cantidad de chifladas y chiflados que irán de buen modo a entregarle el dinero.[11]
“El cuento de la película”, una nota que con toda justicia merecería integrarse a la edición de las Aguafuertes porteñas (o, en su defecto, a una buena página del Tratado de delincuencia), apunta de lleno al negocio de los filmes, y describe las actividades de un inescrupuloso personaje, un tal Mosiú Yoryet, que busca encandilar con él a las inmaculadas señoritas de los barrios y a sus obesas progenitoras con ruleros. Esta típica criatura de sus aguafuertes propone al escritor formar una sociedad cinematográfica que jamás va a llegar a tal, filmar una película que no va a filmarse nunca, escribir un guión que va a ser absolutamente innecesario. Ficción pura, a la (norte)americana:
Se trata de explotar su popularidad. ¿Quién se va a negar a entrar en el negocio de filmar una película firmada por usted? (…) Organizamos una sociedad cinematográfica. Sellos, circulares y todo. (…) Yo tengo escritorio. Usted no pone nada más que el nombre. No pierde absolutamente nada. La filmación de la película no se hará nunca.[12]
Sólo la adherencia iconográfica que los suplementos de los diarios y las revistas especializadas aseguraron con sus coberturas fotográficas desde las corresponsalías extranjeras, explican la pregnancia de la escena presentada; así como el brusco contraste con la realidad local, los ajustes correctivos (casting y utilería barata), sagazmente introducidos por la invención arltiana:
(…) hoy día funcionan varias academias para fotogénicos. Los gastos para instalarlas son escasos. Se necesita un elenco de “profesores” carasduras, un megáfono que sale barato haciéndolo fabricar de hojalata por un restañador, un aparato fotográfico descompuesto, varias bambalinas, y unas viseras de hule verde y los correspondientes arcos voltaicos en el “estudio”.[13]
El “verso” corriente para atrapar incautos, vuelve a remitir sin descanso al polo imantado de la metrópoli:
–Nosotros necesitamos un tipo como usted para la película que actualmente preparamos. Contamos, afortunadamente, con algún tiempo todavía, porque no nos ha llegado una máquina especial desde Norte América. En cuanto llegue, la película sale a la calle.[14]
En prédica que parece extraer del “Buzón cinematográfico” de Néstor (omnipresente en estos años en la página de cine), arremete contra las academias y sus “métodos” non sanctos:
Ignoro si las madres ingenuas y confiadas que dejan ir a sus hijas allí, se enteran de que a éstas, progresivamente, se les enseña a perder sus escrúpulos y a dejarse, en nombre de la cinematografía, abrazar de mil distintas maneras y a exponerse en “desnudos artísticos” al examen de unos perfectos sinvergüenzas que para convencerlas, les dicen:
–Lo mismo se hace en “Jolibud”.[15]
El reverso de este negocio irresistible se observa con el tiempo en los decepcionados aspirantes estafados. Aunque no sólo en ellos. También en tipos menos cándidos como el mismo Arlt, que, arrebujado en su cómoda butaca, y fascinado como muchos por la actriz de Fatalidad (“me incluyo entre los hinchas de Marlene Dietrich. Es maravillosa”),[16] formula observaciones que señalan la distancia que va de su glamour a la platea, de la finesse artificiosa del director Sternberg, al reducto de la sala descendido a conventillo. En la explícita sanción hacia la “fauna de los cines” que acude allí a tomar sus “picnics y [sus] comilonas” –y hermana “el arte de Edison a las habilidades de Brillat Savarin”, y convierte las películas parlantes en “odorantes”, y opaca la sincronización sonora “con el ruido de sus mandíbulas”–,[17] la sutileza de su pluma parece señalar la diferencia contrastante entre un cine popular y otro masivo. O en términos menos académicos: no todas las películas de Hollywood admiten ser asimiladas por el metabolismo vernáculo de una gruesa digestión.
2. Nicolás Olivari, el crítico poeta
Estábamos en el vestíbulo de un cinematógrafo. Las puertas acolchadas, iban tragando a la multitud, ávida del espectáculo transparente, del espectáculo que cuatro hombres vestidos de “over all” habían traído en algunas latas redondas, parecidas a ésas en donde se guarda el dulce de guayaba. Probablemente igual melaza contemplativa hay en la película, blanca y sin planos, achatada en una sábana lejana, en donde viven todas las pasiones humanas y ante la cual una multitud que chupa caramelos, olvida la mensurable mediocridad de todos sus días. (…)
En este amor cinematográfico de tan hondas raíces eléctricas, hay una vibración de poesía superior.
Nicolás Olivari, “El enamorado de la estrella”, La mosca verde (1933).[18]
Pulsando prácticamente la misma cuerda que su colega de El Mundo, el poeta argentino Nicolás Olivari (también él dedicado al periodismo en Crítica y en Noticias Gráficas), asume a su turnolas formas cautivantes de la industria cultural estadounidense. Se sabe, desde luego, en su butaca frente a productos degradados, que operan en un nivel estético distinto del de, digamos, el arte de vanguardia que desde Martín Fierro viene de tentar: pese a esto, la fascinación que experimenta su sensibilidad de artista, alienta con respecto a ellos su intuición de crítico, pero sobre todo su instinto de poeta:
[Joan Crawford] tiene esmeriladas las mejillas, con una crema salutífera, que es su veneno de los Borgia. Languidece, declinada sobre su inestabilidad física, esos sus tacones de ocho centímetros, aplastada por un trópico de pieles o escalofriada en el cubo de amianto de los “sets” en donde los modistos la visten y desvisten setenta veces por día, para que lance al mundo una moda que, por lo demás, sólo le quedará bien a ella.[19]
Igual que el “gran” arte, este nuevo lenguaje tecnológico –de “hondas raíces eléctricas”–, esconde, con todo, “una vibración de poesía superior”, muy compatible con el lirismo del poeta. La pantalla, y especialmente la norteamericana (aún con la inverosímil pareja que componen Gary Cooper y Marlene Dietrich en el África),[20] resulta para Olivari nada menos que una musa:
Esto no es cierto, naturalmente, ¡pero sería tan lindo si lo fuera!
(El cinematógrafo nos permite estas aventuras mentales. Confiemos en la aventura a costa de nuestro estómago, realidad que nos trae a la tierra a la salida de los cines, descendidos a pico desde el séptimo cielo del celuloide heroico y mentiroso).[21]
El cine, ese “onanismo internacional”, pasa ante el poeta como un arte que, en su ignorancia del idioma, le depara desde su butaca noche a noche emociones trogloditas: gestos primarios, limpios, “puro reflejo espiritual”, levemente empañados por “un inglés amplificado que bien parece un refunfuño de caverna”. De allí que “creer con los ojos” y “corporizar con solidaridad emocional lo que las blancas figuras hacen y deshacen”,[22] aparezcan como las claves de lectura que mejor definan su aproximación a las películas: una fórmula que audazmente intertextúa la ontología de la pantalla y la sensibilidad poética; sutil aleación ultraica entre un componente concreto y otro abstracto. Oliver, escribe con un giro bien borgeano, “es suficiente y certero como un diccionario”;[23] y sobre la platinada heroína de las películas de gangster:
Cuando se ve a Jean Harlow, entran ganas de exclamar en voz alta, en la comprimida atmósfera de los cinematógrafos, “Animula, vagula, blandula”, sin saber por qué…
Es que su cabellera de platino empuja al desvarío, al ensueño, al disparate…
Eso es ella, plata sobre un metal de carne (…)[24]
A propósito de la también niquelada heroína de Metrópolis (“mujer de duraluminio” y por ende buena conductora de la electricidad), el espectador poeta busca coagular una criatura oceánica, “poemática y vibrátil”:
Mujer pez, metida en un acuario, perezosa y torpe, clavando a través del grueso vidrio sus ojos redondos, bajo el acento circunflejo de las cejas que son sus agallas (…) [;] sus besos deben ser ágiles y húmedos, y también viscosos como una caricia de lamprea.
Alma de gelatina, con extraña retractilidad en las pupilas metálicas, los grandes directores tudescos, para que en el rol fuera airosa, la maceraron con una infusión de celuloide.[25]
El primer plano y el plano de detalle (dos insumos tecnológicos que llevan hasta el límite la fragmentación del espacio y la ubicuidad del espectador, esencias del cine) le proporcionan al poeta un acercamiento casi físico (que apenas deja pasar aire de por medio): uno que él transfunde de inmediato a la emoción de su retórica. En una singular tarea de traducción casi ultraísta, transpone lo observado en un artificio tecnológico (lo que viene por la banda de sonido; lo que llega desde el reducto visual), a otro ardid, es cierto, pero humano. Conduce Olivari esos convocantes fetiches –inalcanzables objetos de deseo– a sus acotados dominios de lirismo. Se trata de la misma distancia que va desde el porteño de los cines de arrabal a la “cabellera de luna helada de Jean Harlow”.[26]
La mirada del poeta, se diría, corresponde punto por punto a un close-up. De allí que todo lo cifrado en sus reseñas mantenga la textura de un acercamiento “táctil”; la precisa composición de unos encuadres que nunca se aventuran mucho más allá de un plano medio. Así, Valentino tiene “ojos de carnero degollado”; Joan Crawford, mirada “manicurada” de vaca. Greta Garbo luce “gruesas piernas de amazona” y en otro plano de detalle, “muslos de anguila”; desde que no visita los institutos de belleza, la olvidada Lilian Gish padece, recogida por un primerísimo primer plano, “las costras lamentables del cold-cream”. Los “fuertes labios de osezno joven” del galán Clark Gable, por su lado, son capaces de “congregar junto a su flanco un revuelo internacional de faldas…”.[27]
Como se ve, ojos, muslos y mejillas, la tez y la mínima expresión de las estrellas –cejas, labios, piernas y pupilas–, se trabajan hasta transponerlos en puras emociones de poesía. A su manera, entonces, el poeta es también alguien que “proyecta”. La operación es doble y supone una restitución potenciada: gracias a las reducidas tomas técnicas y a la generosa dimensión de la pantalla, Olivari consigue entonces achicar las leguas que median entre Hollywood y la capital porteña. Pero a cambio vuelve a interponer el filtro de su musa, para “proyectar” hacia esa dimensión poética lo que ya era de por sí una proyección: “hasta su sombra [la de Jean Harlow] irán todos los pantalones Oxford que estiran las piernas en los vestíbulos de los hoteles de Hollywood y en los bordes de las piletas de natación de Palm Beach”.[28]
Como escribe María Gabriela Mizraje, en la tensión entablada entre la nueva forma de expresión y la tradicional de la literatura (entre la pantalla y el libro), el triunfo que ambiciona Olivari es, sin duda, para la poesía.[29] Pero allí cuando abre el plano e instala sus encuadres en un generoso long shot, entonces la mirada del cronista se vuelve inmediatamente sociológica; como la de Arlt, sensible a su contorno. Esta otra maniobra receptiva enfrenta entonces lo universal hollywoodense con lo local porteño, la imagen internacional de la metrópoli en la caída coyuntura de las salas barriales. Sólo entonces el “larguirucho Cooper” puede intuir desde lejos los almacenes nuestros: la famosa escena del cabaret en Marruecos se ambienta (se traduce: como en las versiones para otros países) en la trastienda penumbrosa de un local porteño:
Es inútil. Por más que se lo reprochen sus finas amistades de Hollywood, Gary Cooper solamente está bien, es decir, lo que se dice bien, con las patas extendidas en un banquito, un mechón de pelo en la frente y los puchos de setecientos Camel a su lado, en la trastienda de un almacén. (…)
En un almacén, Gary Cooper sería feliz. Miraría pasar a la gente que, afanosa, a riesgo de romperse un hueso, trepa en los ómnibus en movimiento y se cuelga de los tranvías. Encendiendo su décimo cigarrillo rubio, el larguirucho estiraría aún más sus largas patas y, encogiéndose de hombros, murmuraría paradisíacamente: ¿Para qué?[30]
La distancia que el primer plano había contribuido a conjurar vuelve a instalarse. El nuevo “encuadre” resultante facilita, como se ve, una lectura en clave existencial, cercana a la advertencia del intelectual que detecta hábitos de sociabilidad y perfila cristalizadas idiosincrasias. Laurel y Hardy, escribe, han sabido caerle en gracia a Buenos Aires: ¡y es que se parecen tanto a la ciudad y sus habitantes! ¡Quién iba a decirlo!: el cine americano “nos habla”, “nos filma”:
(…) tienen algo de la parada por la cual los porteños nos jugamos enteros. Su ropa está mal, sus pantalones van en decadencia de flecos y de barro, sus botines no tienen nombre, pero llevan siempre cuello y corbata y galera (…) Al revés de los avestruces, (…) esconden el cuerpo y enseñan la cabeza. De cintura arriba son ciudadanos apacibles, con un poco de renta, medio burgueses y medio vagos. De cintura para abajo están en la miseria. Un poco así somos todos en Buenos Aires, mágica ciudad de la improvisación. Por eso lo queremos tanto a Laurel y perdonamos la enciclopédica suficiencia del gordo.[31]
Tienen nuestro cariño porque no tienen suerte, continúa diciéndonos. Y como, según Roberto Arlt, “aquí se nace vago”,[32] nada mejor que ellos dos para graficar los logros que el hombre argentino de la capital exhibe como sus trofeos indisputables: “realizan el milagro formidable, tan caro a nuestro espíritu porteño, de vivir sin trabajar…”.[33]
Así, el impacto del imaginario social hollywoodense –todo lo atenuado por la poesía que se prefiera– jamás llega a desmentirse en los objetos que examina Olivari desde su cómoda butaca, en mercados cinematográficos como los de Buenos Aires, ideológicamente muy comprometidos por California y sus envíos. La descarga pública de esta lúcida conciencia, llevada a cabo al modo de un legislador intelectual, vuelve a expresarse en el intervalo infranqueable, tendido entre el mundo excepcional de la película y el modesto universo anodino de sus consumidores. Jamás el cine llega a colmatar las ansias de este último; y Olivari –aunque poeta– lo sabe:
Jean Harlow, sin saberlo, llena de amargura la boca del silencioso espectador en los cines de arrabal. Porque el silencioso espectador piensa que mientras el mundo es como es, no se podrá ser nunca, normalmente, esposo de Jean Harlow. Y entonces sueña en un mundo anárquico y maravilloso, destrozado y convulso, en donde las mujeres como Jean Harlow serán colectivizadas. Mientras tanto va al prostíbulo…[34]
El cronista peruano Xavier Abril, otro enloquecido de Hollywood, lo acompaña solícitamente en su reclamo: “Chaplin debería manufacturarse. Y así como se compra una villa o un automóvil, se debería comprar Chaplin”.[35]
Publicado el 6/10/2022
[1] En Roberto Arlt, Notas sobre el cinematógrafo (Simurg, Buenos Aires, 1997, pp. 56-57). Prólogo de Jorge B. Rivera. Edición de Gastón Sebastián Gallo.
[2] “Roberto Arlt escribe sobre cine”, El Mundo (27 de agosto de 1936), en Roberto Arlt (ed. cit., pp. 19 y 20, respectivamente).
[3] Algunos de ellos aparecen incluso en la columna “Aguafuertes porteñas”. Véase Roberto Arlt (ed. cit.): entre otras, la que se titula “Reina por nueve días, con Nova Pilbean y Cedric Hardwicke”, El Mundo (7 se septiembre de 1936, pp. 30-33).
[4] “Prólogo” a Roberto Arlt (ed. cit., p. 12).
[5] Jorge Luis Borges, “Films”, Sur n° 3 (invierno de 1931).
[6] Néstor Ibarra, “Los grandes directores: Ernest Lubitsch”, Revista Multicolor de los Sábados n° 1 (12 de agosto de 1933, p. 4).
[7] Sobre esto, cfr. Jorge Luis Borges, “Nuestras imposibilidades”, Sur n° 4 (primavera de 1931). Arlt observa que Rodolfo Valentino “iba destinado a la falta de sensibilidad de millones y millones de espectadoras de todos los continentes, que nada sabían de belleza y que estaban atosigadas por la fealdad cotidiana de cuatro muros. Y cumplió su fin”. Cfr. “Recordando el Eclesiastés”, El Mundo (11 de febrero de 1940), en Roberto Arlt (ed. cit., p. 121).
[8] “¿Soy fotogénico?”, El Mundo (7 de agosto de 1928), en Roberto Arlt (ed. cit., p. 42).
[9] “Las ‘Academias Cinematográficas’”, El Mundo (30 de junio de 1931), en Roberto Arlt (ed. cit., p. 72).
[10] Idem (p. 73).
[11] Idem (p. 68).
[12] “El cuento de la película”, El Mundo (22 de noviembre de 1930), en Roberto Arlt(ed. cit., pp. 65-66).
[13] “¿Soy fotogénico?” (cit.), en Roberto Arlt (ed. cit., p. 43).
[14] “El cuento de la película” (cit.), en Roberto Arlt (ed. cit., p. 72).
[15] “Las ‘Academias Cinematográficas’” (cit.), en Roberto Arlt (ed. cit., p. 70).
[16] “Calamidades del cine”, El Mundo (2 de agosto de 1933), en Roberto Arlt (ed. cit., p. 103).
[17] Idem (pp. 103-104, todas las citas).
[18] En Nicolás Olivari, El hombre de la baraja y la puñalada y otros escritos sobre cine (Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2000, pp. 163 y 168). Edición de María Gabriela Mizraje.
[19] “Retrato de Joan Crawford al Van Dongen”, en Nicolás Olivari(ed. cit., p. 57).
[20] “Porque su voz es opaca y su inglés remeda una lejana música de banjos, merece un elogio. Pero más lo merece porque en Marruecos abandona al hombre por el que suspiran todas las mujeres, al hombre que tiene veinticinco trajes y regala brazaletes de rubíes, para seguir, hecha una bestia de carga, al hombre piojoso, sucio y desgarbado que no tiene un cobre y sí la posibilidad de reventar en el desierto con un balazo en el pecho”. Cfr. “Elogio de Marlene Dietrich”, en Nicolás Olivari (ed. cit., p. 85).
[21] “Elogio de Marlene Dietrich”, en Nicolás Olivari(ed. cit., p. 86).
[22] Todas las citas en “El hombre de la baraja y la puñalada [William Powell]”, en Nicolás Olivari(ed. cit., pp. 54-55).
[23] “Elogio del Flaco y vilipendio del Gordo”, en Nicolás Olivari (ed. cit., p. 61).
[24] “La rubia de platino [Jean Harlow]”, en Nicolás Olivari (ed. cit., p. 117).
[25] Todas las citas en “La estrella de níquel [Brigitte Helm]”, en Nicolás Olivari (ed. cit., pp. 94 y 95, todas las citas).
[26] “La rubia de platino [Jean Harlow]”, en Nicolás Olivari(ed. cit., p. 119).
[27] “El Valentino troglodita [Clark Gable]”, “Retrato de Joan Crawford al Van Dongen”, “Voz de Greta Garbo”, “Carta de amor a Lillian Gish”, en Nicolás Olivari (ed. cit., pp. 98, 59, 65, 67, 78, 99, respectivamente).
[28] “La rubia de platino [Jean Harlow]”, en Nicolás Olivari (ed. cit., p. 118).
[29] “Estudio preliminar” a Nicolás Olivari (ed. cit., pp. 27-28).
[30] “El larguirucho Cooper”, en Nicolás Olivari (ed. cit., pp. 103-104).
[31] “Elogio del Flaco y vilipendio del Gordo”, en Nicolás Olivari(ed. cit., p. 63).
[32] “¿Soy fotogénico?” (cit.), en Roberto Arlt(ed. cit., p. 38).
[33] “Elogio del Flaco y vilipendio del Gordo”, en Nicolás Olivari (ed. cit., p. 63).
[34] “La rubia platino [Jean Harlow]”, en Nicolás Olivari(ed. cit., p. 119).
[35] Xavier Abril, “Radiografía de Chaplin”, en Jason Borge, Avances de Hollywood. Crítica cinematográfica en Latinoamérica, 1915-1945 (Beatriz Viterbo, Rosario, 2005, p. 176).
Martín Batalla es Profesor en Letras y Magister en literatura argentina por la Universidad Nacional de Rosario. Docente e investigador, enseña semiótica, literatura e historia del cine en el Instituto Superior de Formación Docente N.° 122 “Pte. Arturo Illia”, en la Escuela de Artes Visuales “Emilio Pettoruti” y en el Conservatorio de Música “Juan Carlos Paz”. Ha escrito y publicado, en colaboración con Judith Brunstein, ‘La escritura incesante. Historia, ciencia, literatura: el caso ejemplar de Galileo’ (Buenos Aires, Biblios, 2003). Sus ensayos han sido premiados en más de una ocasión por el Fondo Nacional de las Artes, institución de la que además ha sido becario. Su tesis doctoral para la Universidad de Buenos Aires se ocupa de la emergencia y consolidación de la crítica de cine del período sonoro, con sede en los grandes diarios argentinos.