Cocción y rituales de la carne en algunos textos del siglo XIX

La comida nacional

Allí duerme un pasado, como en las acciones cotidianas del andar,

el comer, o el acostarse, donde duermen antiguas revoluciones

La invención de lo cotidiano

MICHEL DE CERTAU

Itinerario 1: La materia: carne, carnear, carnear(te): el campo semántico. La vaca y su asedio. Ovejas y caballos, actores olvidados.

En el artículo “The Art and Horror the Argentine Asado”- El arte y el horror del asado argentino, la escritora Mariana Enríquez comienza una suerte de ensayo descriptivo de usos y costumbres de la que define en su frase inicial como la “comida nacional argentina”. Publicado en inglés durante 2017 para una comunidad y en un medio internacional, este texto se puede recuperar fácilmente en su versión digital traducida. Con la brevedad de la crónica periodística, en estas nueve páginas A4 no faltan comentarios mordaces sobre un estrepitoso fracaso nacional en un evento internacional para asadores o la guerra de Malvinas. Descripciones detalladas y precisas con un registro antropológico nombran los cortes más frecuentes de la carne, los lugares comunes que se comparten, así como lo entrañable de mitos, costumbres y ceremonias en el imaginario argentino. Acotaciones humorísticas ensayan un recorrido que va desde lo lingüístico hasta los menúes gastronómicos que hoy seducen al viajero en los más selectos restaurantes porteños. Enríquez repasa y combina la escritura de la crónica de un episodio siniestro ocurrido durante el menemismo, el recuerdo literario de “El matadero” y un debate crítico sobre los usos de los centros de detención y un uso festivo con asado. Quisiera comenzar esta ponencia dialogando a partir del párrafo inicial de Mariana Enríquez:

La comida nacional argentina es el asado. No me extenderé sobre su misterio y sus metáforas, porque eso suele ser un mero adorno, a veces exagerado, otras veces mero embuste. Realmente, es una costumbre simple. La carne se cocina a la parrilla, o al disco, o incluso clavada en lanzas de metal si el asado es al aire libre. En Argentina nos comemos la vaca entera.

Propongo entonces una lectura que deconstruya, si todavía este verbo inquieta como lo hacía hace treinta años atrás, que nos permita abordar en algunos textos de la cultura escrita del siglo XIX argentina ciertas tensiones en tres itinerarios que son mera disposición ajustable al formato de una ponencia pero que en lo fascinante del tema se bifurcan en abordajes, superando la frontera de lo que tradicionalmente llamamos textos literarios: el campo semántico, la tensión entre la cocina barroca y la comida de los pobres, el abordaje en el género epistolar, en relatos de viajeros, en manuales y  artículos costumbristas publicados en la prensa. Sin duda el ensayo de Enríquez da continuidad a mitos de origen como la abundancia añorada de un pasado que en realidad simplifican con una proyección anacrónica de tiempos posteriores. No hacen justicia a ese mismo pasado.

 En torno a la carne se han organizado modelos de comportamiento, sociabilidad y civilidad. En las últimas décadas en el campo de la historia de las ideas, la historia social y desde aquello que Michel de Certau, denominó las “artes de hacer”, la “cocina” —significante de un espacio físico que reúne prácticas, sentidos, y significaciones complejas— ha cobrado relevancia como campo de estudio, pero al mismo tiempo como sentidos y matrices que se alojan y pueden ser leídos desde la literatura. Un modo de hacer historia —sofisticado, rico y diverso— que atraviesa campos disciplinarios y conforma su discurso, recortando categorías y nociones elaboradas. Investigaciones en el campo de la nueva historia social entrelazan sin dudas referencias antropológicas (tecnologías de la alimentación, historia de sus utensilios), sociales (“Memoria culinaria”, cartografía culinaria, cadenas de memoria, herencias colectivas) y literarias como denomina Norbert Elias a las biografías de mujeres “sin historia”; asimismo, en el campo editorial asistimos a la reedición de géneros que a finales del siglo XIX alcanzaron circulación popular como los manuales de urbanidad y distintos recetarios de cocina. Las herramientas del historiador provendrán de campos dispares como la antropología, pero también se recurre a los postulados de la crítica feminista[1], de las formas de la alimentación, a las historias del saber culinario, tanto como a las formas y a los géneros discursivos bajtinianos.

En la literatura argentina desde el momento mismo de su constitución cultural, la carne ha ocupado la centralidad de un imaginario en el que se conjugan violencias propias de la cultura ganadera hegemónica, ciertas sociabilidades (en particular, el banquete) y prácticas que involucran la centralidad de la sangre y su derramamiento así como la antropofagia (“la inquietante expresión carnearte o comerte crudo”) conforman un mosaico de interés para explorar con herramientas culturales, psicológicas y propias de la crítica literaria que se nutre de estos saberes; así como  en las versiones literarias de la novela contemporánea, el hambre y las distorsiones alimentarias conforman un espacio “tabú, “monstruoso” que es necesario analizar con una mirada crítica que lo relacione con las series del pasado.

¿Pero de qué carne hablamos cuando decimos “carne”?

Mariana Enríquez lo resume con una hipérbole: nos comemos la vaca entera. Es imposible no tener en cuenta que “carne” remite en el discurso religioso al nombre de la experiencia cristiana que hasta el siglo XVIII vinculaba las relaciones entre el cuerpo y el deseo, “la sexualidad atrapada en la subjetividad” aunque también -y lo exploramos en este sentido- es el nombre del animal muerto que se come: carne de vaca, de pollo, de pescado. Roland Barthes en “El bistec patriótico” (Mitologías [1957] 2008) o Eric Hobsbawm en su capítulo “El mito del cowboy en la sociedad norteamericana” (2003) dan cuenta en Francia y los Estados Unidos, respectivamente de las relaciones entre el bistec, el steak y el asado como sinónimo cultural de carne vacuna. Esa equivalencia no era inmediata a comienzos del siglo XIX, en donde la carne de oveja, el carnero, representaba un acceso cotidiano como alimento incluso como retribución o salario. Al menos así lo registran los contratos con los “zanjeadores” irlandeses, es decir, quienes cavaban zanjas-cercos para el ganado y quienes asimismo en 1845 tendieron los primeros alambrados de alambre de púas en las estancias bonaerenses (Sbarra,1973: 20). Un alimento que también se consumía y se consume aún en Europa, la carne de caballo-la carne de yegua, en el Río de la Plata quedó relegado y denostado como herencia indígena. Eco de una desvalorización que perdura en el Martín Fierro.

A lo largo de los tres siglos que van desde la llegada de los españoles y la cultura europea hasta el inicio de los procesos de independencia durante todo el siglo XIX americano, se heredaron, tradujeron y modificaron los usos de la carne vacuna aunque la significación de excelencia —blanda, sabrosa y nutritiva, por carácter transitivo abundante y de costo accesible— adquiere la dimensión actual luego de aplicar tecnologías: introducción de varias razas y mejoramiento genético. Vacas y toros no son un significante homogéneo y estable en el tiempo. La palabra vaquerías que pervive en la topografía de la región central del país, da cuenta de la práctica de “cazar”[2] libremente entre las manadas de ganado cimarrón, pero ya en 1750 estas prácticas solo pervivían como experiencias del pasado y aún en sus etapas iniciales, el objeto primordial era la obtención del cuero. La carne en cambio se abandonaba una vez despostado el animal entero sin dañar el cuero, verdadera mercancía del comercio que se menciona en las cartas de los hermanos Robertson. Solo algunos cortes como el matambre de fácil y rápida cocción se consumen entre gauchos arrieros. La carne blanda fruto del mejoramiento de las razas, con su “cruza”, no es un alimento natural, acto espontáneo o casual de la naturaleza; es el resultado de una intervención humana para agregar valor económico.

Itinerario 2. Entre la cocina barroca y la cocina del pobre

El segundo itinerario que propusimos nos permite abordar una tensión entre la cocina barroca y la cocina del pobre. Mónica Lavín analiza la cocina colonial novohispana, en el caso mexicano destacando “donde el mestizaje se practicaba cotidianamente era en el fogón “(Lavín,16). Una nueva cocina entre cuyos alimentos centrales se contaban maíz, papa, zapallo, porotos, pimientos, maní, quinoa, flores y frutos…sobre todo la mezcla de enorme cantidad de ingredientes en un proceso costoso de reunión y de cocción, que requería disponibilidad de tiempo, instrumentos, e insumos. Una cocina barroca, sinónimo de creativa, en la combinación de las herencias indígenas y europeas, aunque no en los fogones arrieros o en las estacas rurales, sino en la vida urbana ya sea palaciega o conventual. El fuego es fuego de horno, forno, horno de panear, núcleo de la cocina. Amasar es una práctica que refiere al mundo femenino “(…) en lugar del anafre de barro a ras del suelo se construyeron hornos de leña que favorecían la repostería… después de la Conquista, la cocina mestiza deja el suelo y permite ligeras alturas” (Lavin,27).

El “fervor dulcero del barroco”, una urgencia que sin dudas nace con la necesidad de la pintura y su uso de las claras de huevos para realzar dorados y esmaltes: las yemas restantes se usarían para repostería. La introducción de la caña de azúcar como bien sofisticado y de distinción también da cuenta del papel social de las monjas, su contacto e intercambio con la corte y la sociabilidad colonial. Sociabilidad que las familias porteñas todavía practican en 1850 cuando envían a los Mansilla obsequios como atención por la llegada del niño Lucio. En la célebre causerie “Los siete platos de arroz con leche”, el propio Mansilla reconoce que se trata de “tipos de otro tiempo”, de costumbres y de sociabilidad arraigadas con la visita posterior que anticipan: ”(…)no tardando en llegar las fuentes de dulces, cremas y pasteles con el mensaje criollo tan consabido (…) que cómo está su merced; que se alegra mucho de la llegada del niño y que aquí le manda esto por ser hecho por ella”.[3]

El banquete barroco tiene dos signos: dulce, repostería, de ingredientes complejos; o salado, con almuerzos servidos en mesas esplendorosas, vajilla y mantelería delicada, es siempre bien de intercambio, signo de distinción social y lugar de creatividad para las mujeres confinadas en el mundo conventual. Ese rol no descarta la venta a otras familias o para suplicar un mecenazgo. Al contrario, ese saber femenino contribuye al sostenimiento y al prestigio del propio convento. Una memoria colectiva entre mujeres que ejecutan la tarea real de cocinar como las esclavas; otras que la escriben o inventan las recetas; y quienes como las ecónomas reúnen y preservan los recetarios para ser legados puertas adentro. Escritura como el recetario de Sor Juana Inés de la Cruz para el convento de San Jerónimo en México prueba hasta qué punto existía consciencia de su valor. Las recetas reunidas en Cocina ecléctica (1890) por Juana Manuela Gorriti representan ya secularizadas, las mismas prácticas.

El mundo rural ganadero intercalaba los procesos de cría de animales y los de su comercialización. Este circuito productivo implicaba el traslado de mulas, caballos, ovejas y vacas para su uso como transporte del ejército, de mercancías, o de abastecimiento en las ciudades. En el mundo de la arriería, el mundo de los tiempos lentos, es decir, del transporte a tracción de sangre, el gaucho se convierte en el nómade por antonomasia, unida su suerte a la de su caballo. Su comida está en las antípodas de una cocina urbana, femenina, que bate, mezcla y amasa, que escribe formando cadenas de memoria. Cocinar durante el arreo o los viajes constituía una más de las dificultades por las que se debía atravesar. Para los reseros no solo existían numerosos peligros inherentes al camino, al trabajo, sino al propio sostenimiento del cuerpo: obtener cantidad suficiente de ramas secas para prender fuego, dificultades para mantenerlo (vientos, lluvia o granizo), peligrosidad al ser detectado a la distancia, atracción de felinos salvajes o provocar una estampida entre el propio arreo. A diferencia de ese asado presente que describe “El arte y el horror del asado argentino”, constituye una excepción “en la comida del pobre”. La cocina del pobre, la llamada cocina criolla, con la transculturación que la palabra designa, seguía ligada a “parar la olla”, es decir, a la olla de hierro de tres patas a la que alude la expresión aún vigente entre nosotros con los mismos matices. Las fotografías del Ejército en Marcha al Sur, tomadas por el fotógrafo de la expedición Antonio Pozzo en 1879 muestran a las “fortineras”, esposas e hijas de los soldados a los que acompañaban, usándolas para la comida cotidiana[4]. La carne vacuna se consumía con mucha grasa costillar, tiras, “costeletas”, vacío y matambre, pero siempre tratada con sal. El matambre, la carne más fina que rodea uno de los estómagos de la vaca era la más apreciada: se despostaba rápidamente sin dañar el cuero. Solía consumirse sobre un asador o directamente entre las brasas —lo que quiere decir la palabra churrasco— ya que asar entre las brasas concentra el jugo de la carne. No era un “banquete” en villas o ciudades. Por su parte, el consumo del asado con cuero, connotado como banquete excepcional, recompensaba una jornada de yerra-marcado de animales, entre otros trabajos.

Pero, ¿qué es un asado?

La carne “suasada” es una voz quichua que significa conservada y marinada en sal: charque. Si volvemos a Mariana Enríquez, las lanzas clavadas en la tierra a las que asociamos de inmediato a una forma propia del asado al “aire libre” proviene de otra voz quichua: la sastaca deformación de la voz zajtay, cuya significación es triturar. En este caso un preparado de carne molida, “suasada”, es decir, marinada en sal —charque— varios días. El sacerdote jesuita Florián Paucke, quizás el autor del relato etnográfico más complejo que se produjo a mediados del siglo XVIII, conocido como “Hacia allá y para acá” (1748), recuerda su viaje entre la ciudad de Córdoba y la de Santa Fe de manera detallada a partir del alimento necesario.

“Lo mejor, lo más útil fue una bolsa de “zatasca” que no es otra cosa que un carnero gordo, asado en el horno de panear, que se mete entero sin descuartizar, al horno bien caliente y se asa bien, después se separa la carne de todos los huesos. La carne asada y desecada se machaca dentro de un mortero, hasta quedar en fibras finitas pequeñas entonces se mezcla ajo cortado finito, cebolla, pasas grandes y chicas de uva y de higo, pimiento, sal y jengibre y se guarda hasta el tiempo del viaje. Los españoles llevan este  alimento en una larga bolsita atrás, en el recado sobre el caballo, cuando deben perseguir con prisa a los ladrones salvajes y yo también tuve conmigo semejante alimento.,///,No puede haber un almuerzo más ligero que éste…En cuanto uno llega al lugar donde quiera permanecer a la hora del mediodía, se precisa solo el agua y un pequeño “castrol”-cazuela-,esta masa echada al agua ha menester un cuarto de hora y se tiene preparada una buena sopa y comida. Por la mayor parte yo no tuve en mi viaje, otro alimento que éste, el cual siempre me pareció apetitoso”. (Grimaut, Azor, pág. 40-41) (El subrayado es nuestro).

Tres siglos desde la llegada de los españoles y la proliferación del ganado cimarrón, de las prácticas de vaquerías, sin embargo, el “asar” carne en estaca al aire libre no es un dato del consumo cotidiano, salvo que se remita a las cocinas urbanas establecidas. La carne conservada con sal —bien escaso— es la forma de consumo popular. Un banquete paradójico del lado del hambre y no de una supuesta abundancia. La cultura ganadera de la primera mitad del siglo XIX es un circuito que privilegia el comercio del cuero por sobre el de la carne. Sin tecnología del frío para su conservación, salvo la carne que pudiera consumirse y charquearse, el resto del animal era abandonado sin miramientos, queja reiterada en numerosos viajeros ingleses e incluso en los relatos del naturalista español Félix de Azara por el “escandaloso desperdicio”.

Sin embargo, aún en nuestra sensibilidad, el episodio del Viejo Vizcacha (paradigma inverso a las virtudes del gaucho bueno), al escupir un asado despierta condenas por “sacrílego”. El ejército y no solo los arrieros como forma del nomadismo propio del siglo XIX, debía superar el desafío de largas travesías, la ausencia de agua, o el procurar no solo alimentos nutritivos y variados, sino la posibilidad de darle cocción a los mismos. Obtener fuego era una función ligada a la subsistencia. Aquello que Mijail Bajtin en Rabelais llamó los actos del drama del cuerpo:

El comer, el beber, las necesidades naturales (y otras excreciones: transpiración, humor nasal, etc.),en todos estos acontecimientos del drama corporal, el principio y el fin de la vida están indisolublemente imbricados.(…)con necesidad, urgencia, placer y angustia.

Itinerario 3. El festín siniestro

¿Cuándo se inicia el banquete del asado?

¿Acaso en el momento mismo de comer la carne servida ya en un plato o contemplándola dispuesta aún sobre la parrilla? Ni lo uno ni lo otro: comienza cuando sin ver, nos llega el olor a carne y cerrando los ojos pensamos “¿Quién está haciendo un asado?”

En 1978 Dominique Laporte, crítico francés contemporáneo del estructuralismo, atiende a que sobre todo es el olor a carne cocida el que provoca atracción o repugna, si se lo considera fétido. Es en realidad el mismo sentido del olfato el que seduce o repugna a lo largo del proceso de privilegio que eleva a la vista por sobre los restantes sentidos y caracteriza a la modernidad. En un libro singular dentro de la filosofía de la década del 70, Historia de la mierda, Laporte insiste en el desprecio que Condillac manifestaba por el olor y la medida inversa que representaba respecto a la civilización. El historiador Alain Corbin denomina al control o eliminación del olor proceso de desodorización, alcanzando un punto de quiebre durante el entubamiento cloacal de las ciudades a fines del siglo XIX.

El olfato y el gusto serán los sentidos con los que Esteban Echeverría ensayará en un texto que Juan María Gutiérrez incluye en 1874 en sus Obras Completas y que da a conocer por primera vez entre otros papeles inéditos: “El matadero” y la Apología del matambre con el subtítulo cuadro de costumbres argentinas.

La antigua retórica define a la apología como una alabanza o defensa encendida y ésta comienza justamente por atribuir un valor original a la gastronomía porteña con respecto a la extranjera conocida en Buenos Aires, la que se detalla minuciosamente con términos culinarios en sus propias lenguas:

“Griten en buena hora cuanto quieran los taciturnos ingleses, roast beef, plum pudding; chillen los italianos, maccaroni y váyanse quedando tan delgados como una I o la aguja de una torre gótica. Voceen los franceses omelette souflée, omelette au sucre, omelette au diable; digan los españoles con sorna chorizos, olla podrida y más `podrida y rancia que su ilustración secular. Griten en buen hora todos juntos, apretándonos los flancos soltaremos zumbando el palabrón, matambre y taparemos de cabo a rabo su descomedida boca”.

Echeverría destaca la vehemencia con que se pronuncia el “palabrón”; y el juego verbal que supone al descomponer la palabra en sus significados originales: mata hambre. El texto incluso incursiona en una pretendida explicación científica sobre la composición química de la carne: el osmazomo (olor de caldo), aquel olor y jugo exquisito de sabor delicado. Definir los matices de ese olor despierta en el narrador un recuerdo de infancia. Una “anecdotilla”, como define el autor a un relato autobiográfico, relativizado con un diminutivo dentro del cuadro de costumbres pero que, sin embargo, lo conduce a una de las pocas escenas de la literatura argentina decimonónica con fuertes tintes eróticos. Un erotismo que no está vinculado a la violencia política como La Refalosa. El protagonista inicia el relato en primera persona: “era yo niño mimado”. Junto a su madre y “varias amigas suyas” realiza a pie un promenade: un paseo al campo con otros niños: “corrí, salté y brinqué”. No hay presencia masculina alguna aunque al mediodía al llegar a una quinta, en la mesa tendida “descollaba un hermosísimo matambre”. El niño lo devora con los ojos “haciéndome el Zorrocloco”[5] y no se aleja de la mesa femenina, a pesar de los reclamos de su madre para que se retire a la mesa con los otros niños. La vivacidad del dialogo del niño con su madre, así como con una mujer a la que llama su ángel, su linda protectora, y que se dispone a satisfacer sus reclamos. El erotismo y el deseo alimenticio dan cuenta de una lógica paralela entre uno y otro:

…mi linda protectora con hechicera amabilidad me preguntó:” ¿Quieres Pepito, gordo o flaco? “Yo quiero contesté en voz alta, gordo, flaco y pegado” y gordo, flaco y pegado repitió con gran ruido y risotadas toda la femenina concurrencia, y diome un beso tan fuerte y cariñoso aquella preciosa criatura, que sus labios me hicieron un moretón en la mejilla y dejaron rastros indelebles en mi memoria (42) [S.N.]

En 1851, Domingo Faustino Sarmiento se incorpora al Ejército del general Urquiza con el rango de Teniente Coronel, cumpliendo funciones propagandísticas y en la redacción y edición de los Boletines oficiales. Ese mismo año, alejado de la vida militar y enemistado con Urquiza, edita la primera parte de su propia memoria política: Campaña en el Ejército Grande Aliado de Sud América. Cartas, informes, observaciones, textos diversos y previos. Con su insight característico Sarmiento se interroga acerca de las tropas de Rosas. Aunque la cita es extensa, vale la pena repasarla y apreciar la sutileza que encierra, quizás a la altura de una página brillante del mismo Facundo, un texto escrito apenas un lustro antes:

(…) fisonomías graves, como árabes y como antiguos soldados; caras llenas de cicatrices y de arrugas. Un rasgo común a todos, casi sin excepción, eran las caras de oficiales y soldados. Diría al verlos, que había nevado sobre las cabezas y las barbas de todos ellos. La mayor parte de los soldados que sitiaban hasta hace poco antes a Montevideo, habían salido de Buenos Aires en 1837 y desde entonces ninguno, había obtenido ascenso o recompensa alguna. ¡Qué misterios de la naturaleza humana! ¡Qué terribles lecciones para los pueblos! He aquí los restos de diez mil seres humanos que han permanecido casi diez años en la brecha, combatiendo y cayendo uno a uno, todos los días, ¿por qué causa?, ¿sostenidos por qué sentimientos? Los ascensos son un estímulo para sostener la voluntad del militar pero aquí no hay ascensos, a pesar de que todos podemos ver esos cuerpos de tropa sin jefes y aún, sin oficiales. Por todas partes había claros que llenar y no se llenaban. Y los mil postergados, nunca trataron de sublevarse. Nunca murmuraron. Estos soldados y oficiales, durante diez años carecieron del abrigo de un techo y nunca murmuraron. Comieron sólo carne asada en escaso fuego y nunca murmuraron. La pasión del amor, poderosa e indomable en el hombre como en el bruto, la que perpetúa la sociedad, estuvo comprimida diez años y nunca murmuraron. La pasión de adquirir, como la de elevarse, no fue satisfecha en soldados ni oficiales subalternos por el saqueo, ni entretenida por un salario que llenase las más reducidas necesidades y nunca murmuraron. Los afectos familiares fueron extinguidos por la ausencia interminable. Los goces de las ciudades casi olvidados; todos los instintos humanos atormentados y nunca murmuraron. Matar y morir: he aquí la única facultad despierta en esta inmensa familia de bayonetas y de regimientos y sus miembros, separados por causas que ignoraban, del hombre que los tenía condenados a este oficio mortífero y a esta abnegación sin premio, sin elevación, sin término, tenían por él, por Rosas, una afección profunda, una veneración que disimulaban apenas. ¿Qué era Rosas para estos hombres?… (pág. 56-57).

Precisamente en el contexto de la observación del ejército enemigo cobra importancia la referencia al asado. El tono retórico frente al misterio de la naturaleza humana se presenta en una enumeración de lo que carecieron durante diez años estos soldados: la pasión del amor, la pasión de adquirir, los afectos familiares y los goces de las ciudades suprimidos y reemplazados por la facultad de matar y morir. Una letanía efectiva se repite para crear un in crescendo: sin embargo nunca murmuraron, nunca murmuraron. En ese discurso la mención del único alimento, carne asada cocida con escaso fuego, genera el dramatismo del hambre y no de la abundancia accesible.

Para concluir, revisamos textos cuyos receptores constituían comunidades de lectores cultos: las cartas de los hermanos John Parish Robertson y su hermano William. Publicadas en inglés en un periódico de Londres, relatan sus aventuras en Sud América. Estos comerciantes que recorren el litoral desde Asunción hasta Buenos Aires en las primeras décadas del siglo XIX se convierten en testigos de acontecimientos militares así como propios de la vida cotidiana y el comercio de cueros. Las cartas se publican como el relato del padre Paucke, mucho tiempo después de realizados los viajes en un contexto en el que la escritura del viaje y la segmentación propia de su publicación periódica permite no solo el recuerdo, el acto de rememoración, sino la reflexión antropológica sobre costumbres, el detalle pintoresco, la vivacidad lingüística, la cita de autoridad con que se manifiesta la cultura literaria.

En la Carta LVI firmada por Williams se describe en 1819 la llegada a la ciudad de Corrientes del general Andrés Artigas, Andresito. Andrés Guacurarí, hijo adoptivo de José Gervasio Artigas, toma la ciudad desatándose el terror por lo que se suponía su barbarie. La carta para fortalecer su veracidad transcribe el relato autobiográfico de un miembro de una familia inglesa residente y cuyo padre ocupaba un lugar expectable entre los comerciantes locales y que tuvo trato directo con el indio General. La señorita Postlethwaite junto a su hermana publica también pasados los años Extractos de mis recuerdos sobre Corrientes,memorias a las que Robertson acudirá para fortalecer sus puntos de vista y de las que tomamos esta cita:

“La provincia [Corrientes] volvió a caer otra vez en la anarquía y los víveres se hicieron tan escasos, que en más de una ocasión, personas que pasaban a caballo por los cuarteles, eran obligadas a desmontar y les tomaban el caballo para sacrificarlo y dar de comer a la tropa. El mismo Campbell nos dijo cierta vez que durante cuatro días sus hombres no habían tenido otro alimento que una galleta diaria…! Andrés [Guacurarí] decía siempre que él no daba un centavo por el hombre que no fuese capaz de ayunar tres o cuatro días sin inconveniente. Pero cuando tenían de qué alimentarse, la cantidad que consumían iba más allá de todo cuanto pudiera creerse. Mr Tuckerman contó una vez que cuatro de esos hombres habían matado una vaquilla en su chacra y no se movieron de allí hasta que le dieron fin. Asaban carne, la comían, se echaban a dormir y volvían a poner carne en el asador hasta que lo terminaron todo” … (113-114)           

Como en el texto de Sarmiento, el banquete de la carne asada constituía una situación culinaria excepcional. El festín de la carne, como exceso solo era posible en la deserción o en circunstancias en las que se detenía la marcha de los gauchos arrieros o de los ejércitos. Los viajeros, por su parte, cazaban durante el trayecto y comían carne de animales pequeños y pájaros en aquellas ocasiones en que era propicia la experiencia. Los mismos Robertson relatan un asado de carne vacuna como situación de festejo, luego de un suceso de navegación excepcional.

El recorrido entre las tensiones planteadas: el campo semántico de la palabra carne, la tensión entre la cocina barroca y la cocina del pobre, textos que, como las cartas de los Hermanos Robertson, los informes militares de Sarmiento o la Apología del matambre de Echeverría son apenas un esbozo de un tema cuyas prolongaciones literarias actuales abarcan el matadero y el frigorífico (Fernanda García Lao), el circuito siniestro de las matanzas industrializadas, las experiencias de las carnicerías monstruosas (Copi) o una rebelión inconcebible de las vacas ante su destino (Ana Paula Maia). Comer resulta un drama del cuerpo, una necesidad imperiosa e insoslayable que implica respuestas y valoraciones culturales en torno al alimento que se consume. Eje central de una industria y de la política argentina, la carne vacuna sigue en la actualidad impactando en el imaginario social con que nos representamos en el campo de la literatura, así como en el orden de la agricultura lo hicieron en sus representaciones plásticas y poéticas el simbolismo del trigo y el maíz, pero no la soja. La carne vacuna asada, resultante de un proceso histórico, de una memoria culinaria no siempre ajustada a sus actores y valores cuyas huellas perduran, traza un camino ambivalente de interrogantes y respuestas que los textos encierran para ser leídos entre el arte y el horror.

Publicado el 6/10/2022


[1] Gac Artigas, Priscilla “La cocina: de espacio cerrado de servidumbre a abierto espacio de creación”

en Revista DESTIEMPOS, marzo –abril 2009, año 4 nº18 (:512-522)”Al reivindicar la cocina tanto el espacio físico como el acto en sí de cocinar, comienza en las escritoras un viaje de autodescubrimiento y apropiación.(…)Los escritores (del siglo XX) han vuelto a la cocina no como mujeres sometidas a los caprichos de un hombre o de la sociedad, sino como dueñas de su vida y su destino(515)”

[2] Cazar o robar es una disyuntiva que marca la ambivalencia lingüística del conflicto que encierra. La práctica de las vaquerías o “caza” del ganado cimarrón, es decir sin dueño, perdura como conflictiva entre los habitantes del mundo rural hasta mediados del siglo XIX. Muchos historiadores sostienen que el término cazar que implica un seguimiento del animal, no era necesario ya que las enormes manadas de millares de animales invernaban, se resguardaban durante el invierno, siempre en los mismos sitios naturales –las denominaciones como “Rincón” lo atestiguan-. La utilización de las marcas de hierro tampoco impedían la mezcla del ganado. Con respecto al uso que hacían los indígenas, la idea de “delito” y “castigo”, las reiteradas “quejas” de los estancieros dan cuenta de un proceso que va desde la tolerancia admitida hasta la aplicación de normas punitivas en el sentido moderno. (Caimari, 2012)

[3] Mansilla, Lucio [1889] (2001) Los siete platos de arroz con leche,  editorial EGEA, Colección dirigida por Ricardo Piglia, Clarín, La Biblioteca Argentina, serie Clásicos nº 16, Barcelona 

[4] OCKIER, María Cristina (2020) Fortineras, mujeres en las fronteras. Ejércitos, guerras y género en el siglo XIX. Imago Mundi, Buenos Aires. Ockier detalla en información anexa, el cuadro de composición de 1516 familias y las respectivas raciones diarias que se enviaban a los fortines bonaerenses en 1863.    

[5] Zorrocloco: adjetivo en desuso que según el Diccionario Histórico de la RAE expresa a un hombre tardo en acciones y que parece bobo pero que no descuida su utilidad y provecho. En su segunda acepción, se dice de gesto exagerado y fingido de afecto que pareciera ser el sentido en el texto. Sin embargo hasta 1830 era un término de uso corriente en las islas Canarias en las que sor (no zorro) significa nacimiento. El padre se acostaba en el mismo lecho que la madre y conservaban la costumbre de comer y beber lo mismo durante el puerperio. (Tesoro de los diccionarios históricos de la Lengua Española).

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