Contar es muy, muy dificultoso. No por los años que pasaron. Sino por la astucia que tienen ciertas cosas pasadas, de balancearse, de cambiarse de lugares. ¿Lo que dije fue exacto? Fue. ¿Pero lo habría sido? Ahora, pienso que no. Son tantas horas de personas, tantas cosas en tanto tiempo, todo menudo recruzado.[1]
El sertón es del tamaño del mundo.[2]
JOÃO GUIMARÃES ROSA
1. Liminar. Mundo Sertón
Hablar de Gran Sertón: Veredas de João Guimarães Rosa es hablar de una de las novelas más importantes que se produjeron en tierra latinoamericana. Publicada en 1956 y traducida por primera vez al español once años después, inauguró y asentó un fértil terreno de debate desde el que Brasil se repensó durante décadas, al mismo tiempo que iluminó los desgarradores procesos de cambio de una Latinoamérica profunda y diversa en la que se entreteje una multiplicidad de voces y de cosmovisiones. Gran Sertón: Veredas es, como dicen Gonzalo Aguilar y Florencia Garramuño, “un clásico instantáneo y al mismo tiempo indefinible”.[3]
Guimarães Rosa, médico y diplomático, considerado el mejor escritor brasileño de la segunda mitad del siglo XX, ahondó en una novela que bien podría integrar la nómina de las obras más inteligentes de nuestro territorio: escribió, a la luz de lo que Ángel Rama llama un proceso transculturador, seiscientas páginas de un monólogo que, como el agua de las veredas sertaneras, se filtra, se ramifica y nunca es el mismo.[4]
Riobaldo, yagunzo retirado,[5] cuenta sus andanzas a un interlocutor que nunca leemos, pero que identificamos por las marcas que imprime en el discurso del emisor: un médico letrado que, atento, escucha las enrevesadas experiencias de su amigo. Los lectores, al igual que el interlocutor al que el protagonista apela, nos vemos inmersos dentro del habla misma del sertanero, llevados de la mano de una musicalidad acompasada por las palabras.
El sertón que Riobaldo habita es un territorio vegetado, sumamente extenso, escenario en el que se desenvuelve la vida de quienes reciben, con el recelo del que se enfrenta a algo desconocido, una modernización que intenta imponerse en Latinoamérica.
En contraste con el sertón seco e infértil de Euclides da Cunha ubicado en el norte del estado de Bahia, el sertón de Guimarães Rosa se extiende desde el norte de los estados de Minas Gerais al este de Goiás y al sur de Bahia y contiene en sí mismo una gran diversidad de climas, vegetación y habitantes. A diferencia del bahiano, el sertón minero combina la caatinga rala y la sequía agobiante de algunas zonas desérticas con los pastos abundantes y la frescura de las veredas o esteros y riachos en los que crece una gran diversidad de flora y fauna.[6]
La clave se encuentra en que Brasil no solo es un territorio particularmente prolongado, sino también un espacio en el que confluye una inmensa cantidad de culturas tan diversas como, en muchos casos, opuestas. Lo mismo que señala Ángel Rama sobre América Latina, podría aplicarse a un Brasil en pleno proceso de construcción de una identidad nacional, capaz de aglutinar los diferentes brasiles que conviven en él:
La unidad de América Latina […] está fundada en persuasivas razones y cuenta a su favor con reales y poderosas fuerzas unificadoras. La mayoría de ellas radican en el pasado, […] van desde una historia común a una común lengua y a similares modelos de comportamiento. Las otras son contemporáneas […]: responden a las pulsiones económicas y políticas universales […]. Por debajo de esa unidad […] se despliega una interior diversidad que es definición más precisa del continente.[7]
A mediados del siglo XX, cuando Guimarães Rosa publica Gran Sertón Veredas, su Minas Gerais es testigo de la construcción de lo que será la nueva capital de un Brasil moderno: la ciudad de Brasilia. La mirada de Riobaldo se conjuga con la mirada de aquellos sertaneros de principios del siglo pasado que dudan, constantemente, acerca de la fuerza arrolladora de la modernización. El mapa de Brasil es, dice Rama, un mosaico de países independientes. Por lo tanto, el proceso de una (aparente) unificación que trae aparejada la llegada de la idea modernizadora, se lee en Guimarães Rosa de una forma tan dolorosa como problemática.
El desafío, entonces, que atraviesa a los escritores transculturadores es encontrar el tan añorado balance entre dos polos que lucen opuestos: la modernización, por un lado, con sus componentes universales y con una economía que mira hacia el norte, y la vida regional, por el otro, con sus propias reglas, y enmarcada en un territorio en el que las fronteras internas son menos caprichos cartográficos que unidades que delimitan lo nuestro de lo ajeno, incluso cuando lo nuestro y lo ajeno cohabitan dentro de la misma nación.
Guimarães, a través de una prosa que incluye arcaísmos, lenguaje sertanero y neologismos —todo lo cual ha generado la redacción de un diccionario con más de 8.000 palabras creadas por el autor—, ha dado lugar a dos posturas —aún hoy en disputa— con respecto a su prosa: la primera, representada por Emir Rodríguez Monegal, que revaloriza la innovación sintáctica y léxica de un Guimarães al que se lo compara con Joyce; y la segunda, encabezada por Ángel Rama, que observa los aspectos que llevan a Guimarães a superar, ampliamente, la visión etnográfica del regionalismo para trascender hacia lo que el cubano Fernando Ortiz propuso en 1940: escritores de transculturación. Esto último significa, en palabras de Ortiz, un proceso transitivo de asimilación de una cultura a otra, “la pérdida o desarraigo de una cultura precedente, lo que pudiera decirse una parcial desculturación”; pero, además, agrega Ortiz, “la creación de nuevos fenómenos culturales”.
Hablar, entonces, de Gran Sertón: Veredas es hablar de una obra intensamente compleja en la que se conjugan tanto cuestiones universales —como la noción del bien o del mal, la existencia de Dios y el pacto con el Diablo, en un guiño al mito fáustico; la idea de amistad y su correspondiente contraposición con el amor, el honor y, también, el belicismo—; como temáticas regionales: la particular vida de los sertaneros; la naturaleza de Minas Gerais; la intensa llegada de los procesos modernizadores de la mano de una política que apuntaba a un Brasil ideal y, por último, las cautivantes aventuras de un yagunzo retirado de la pelea. Leer Gran Sertón: Veredas es leer una de las obras cumbre de la literatura latinoamericana.
2. Traducir el Sertón; traducir el mundo
La obra que Guimarães publicó en 1956 ha sido traducida, no sin dificultad, a diferentes idiomas. Entre ellos, al inglés: en 1963, al alemán: en 1964, al francés: en 1965 y al italiano: en 1970. Fue recién en 1967, de la mano del poeta español Ángel Crespo, que la novela conoció su versión en castellano. Una traducción que, juzgada por Guimarães, supera a la portuguesa, y que persigue el objetivo de realzar los aspectos vanguardistas del escritor brasileño.
El lenguaje de Guimarães Rosa no se ajusta, ni mucho menos, a las normas usuales de la lengua portuguesa, ni siquiera a las del portugués, matizado en muchos aspectos, que se escribe en el Brasil con la consideración de lengua culta o literaria. En primer lugar, su puntuación —reflejo de su cadencia— se atempera al tono coloquial o conversacional. De ahí los numerosos incisos, las reiteraciones, incluso los pleonasmos tan abundantes en este libro. […] Hemos procurado mantener en la traducción castellana las aliteraciones y demás recursos utilizados por el autor para conseguir ese tono. Por ello, y en la medida de lo posible, hemos conservado su misma puntuación.[8]
El objetivo planteado por Crespo —esto es: el de puntualizar en la innovación léxica que propone Guimarães— será criticado con el paso de los años por quienes acusaron al traductor de relegar a un segundo plano la figura regionalista y política de la obra. Pero, aun así, de la introducción que el español añade a su traducción se desprende una serie de argumentos tan interesantes como sólidos. Aclarando que su empresa está expuesta a errores, Crespo argumenta que su proyecto de traducción trató “de aplicar al castellano el mismo instrumental que Guimarães Rosa ha aplicado al portugués y procurar efectos semejantes a los por él conseguidos”.[9] De esta manera, la primera traducción al castellano se jacta de igualar —o, en lo posible, intentar lograrlo— la puntuación que el brasileño imprimió a sus páginas, con la dificultad que ello presupone.
Otro de los puntos interesantes que se reflejan en la propuesta que el poeta emprende es el de lo que podríamos llamar musicalidad por encima de la significación. Esto es, valorar el sonido que hacen las palabras por sobre el significado que éstas cargan: enfatizar el acento en el significante y no (tanto) en el significado. De esta manera, Crespo incorpora a su traducción la invención de palabras que no existen en el español para lograr, fonéticamente, un sonido parecido a la del término en portugués:
El lenguaje de Riobaldo, narrador de sus propias aventuras, posee un fondo de términos, de expresiones —y hasta de sintaxis— propio del interior del Estado de Minas Gerais. […] Lo más característico de su manera de hablar es el empleo impropio de ciertas palabras que, sin embargo, subsana el contexto de la frase. Hubiera sido gratuito por nuestra parte substituir dichos términos por los correctos en nuestra lengua. Por otro lado, son muchos los nombres de animales, vegetales, alimentos y objetos de diferente índole que no tienen correspondencia exacta en nuestro idioma […] En lugar de ofrecer una traducción siempre dudosa […], los hemos mantenido, pero ofreciendo su transcripción fonética. […] El haber realizado una transcripción fonética de estos vocablos […] obedece a una adecuación al tono oral.[10]
Esta particular apuesta solo puede ser emprendida por un traductor que, también poeta, es consciente de que, en muchos casos, vale más la melodía en su aspecto sonoro que el significado de los términos. Porque, como dice Crespo, Gran Sertón: Veredas funciona “más para ser oída que para leída o, si se quiere, para leída en voz alta”.[11]
El mismo concepto manejan Florencia Garramuño y Gonzalo Aguilar, escritores y traductores que, en 2009, fueron convocados por la editorial argentina Adriana Hidalgo para traducir, nuevamente, la obra de Guimarães al castellano:
Este léxico monstruoso y bellísimo en el que cada palabra brilla con luz de piedra preciosa da una buena idea de las dificultades que enfrentan los traductores que se acercan a la obra de Rosa, dificultades que se agudizan si se piensa ya no solo en las cuestiones lexicales sino también en las torsiones sintácticas, en los abundantes particularismos y en cierto barroquismo y hermetismo al que es afecto el autor, pero que sin embargo retienen en su versión original en portugués la cercanía a un habla popular regional muy característica del norte de Minas Gerais.[12]
Luce interesante repensar este tópico, el de la lengua, que convierte a la traducción en una tarea tan compleja. Según Rama, el idioma “apareció como un reducto defensivo y como una prueba de independencia” en los escritores transculturadores dentro de los que agrupa a Rosa.[13] La forma de hablar de las comunidades regionales no es solo un punto desde el cual situarse al narrar, sino que conforma una cosmovisión que nuclea los pensamientos y el sistema de ideas desde el que se comprende el mundo. Lo que en otros escritores es una intercalación entre el lenguaje nativo y la voz de un narrador culto, en Gran Sertón: Veredas todo se aglutina en la voz de Riobaldo quien, en un monólogo extenso, narra sus historias con giros lingüísticos propios de un personaje que recrea el habla característica de una antigua Minas Gerais.
De esta manera, la voz regional se apodera del relato y se vuelve el tamiz a través del cual comprendemos, nosotros también, los lectores, el mundo. Aquí reside una de las grandes diferencias entre las concepciones desde las que se entendió la novela de Guimarães: mientras que Monegal sólo veía en su prosa una influencia de James Joyce, Rama develaba la construcción de un yo narrador que combinaba fuentes orales de la narración popular, operación que se convierte, a través de la pluma del escritor, en una mediación entre el interior-regional y el exterior-universal.
La única manera que el nombre de América Latina no sea invocado en vano, es cuando la acumulación cultural interna es capaz de proveer no sólo de “materia prima”, sino de una cosmovisión, una lengua, una técnica para producir las obras literarias.[14]
Podríamos argüir, entonces, que Guimarães Rosa no pertenece al grupo de aquellos escritores que invocan el nombre de Latinoamérica —o, en este caso, del Brasil— en vano. Muy por el contrario, el autor va a buscar su Minas Gerais a lo más profundo para regresarlo, a través de la escritura, a lo universal de lo literario. Y para esta empresa no emplea la lengua regionalista como un mero instrumento de comunicación, sino que la convierte en vehículo culturalista para entender y hablar del mundo. Dice Mario Rodríguez: “Para ellos (los transculturadores) escribir significaba hacer lo que sus antecesores regionalistas no hicieron: hacer aparecer en lo literario, ahora sí, ‘por primera vez’, las regiones interiores”.[15]
Rama, en Transculturación narrativa en América Latina, sostiene que la lengua, en realidad, posee una fuerte carga instrumental. “En esa nueva coyuntura internacional la lengua había vuelto a ser instrumento de la independencia”.[16] La idea de lengua como arma no solo funcionó para los colonizadores, sino también para un pueblo que, ya consolidado en tierras americanas, libraba su batalla frente a una modernización indomable. Recuperar los giros lingüísticos propios de un Minas Gerais olvidada es, también, una forma de resistir ante la universalidad de un portugués exigido desde la lógica del ser nacional.
Esta denuncia profundamente política se entrelaza, al mismo tiempo, con el placer estético de la palabra, y con un dominio rosiano del portugués poco reconocido en las afueras del Brasil. Alfredo Bosi, crítico brasileño y autor de Historia concisa da literatura brasileira, escribió:
E, em consonância com todo o pensamento de hoje, que é um pensar a natureza e as funções da linguagem, começou-se a ver que a grande novidade do romance vinha de uma alteração profunda no modo de enfrentar a palavra. Para Guimarães Rosa, como para os mestres da prosa moderna (um Joyce, um Borges, um Gadda), a palavra é sempre um feixe de significações: mas ela o é em um grau eminente de intensidade se comparada aos códigos convencionais de prosa. Além de referente semântico, o signo estético é portador de sons e de formas que desvendam, fenomenicamente, as relações íntimas entre o significante e o significado.[17]
(Y, en línea con todo el pensamiento de hoy, que consiste en pensar la naturaleza y las funciones del lenguaje, se comenzó a ver que las grandes novedades de la novela provenían de una profunda alteración en el modo de afrontar la palabra. Para Guimarães Rosa, como para los maestros de la prosa moderna (un Joyce, un Borges, un Gadda), la palabra es siempre un haz de significados: pero lo es en un grado de intensidad eminente si se compara con los códigos convencionales de la prosa. Además de ser un referente semántico, el signo estético es portador de sonidos y de formas que desvelan, fenoménicamente, las relaciones íntimas entre el significante y el significado).
Como consecuencia, Aguilar y Garramuño se proponen, en su traducción, “acercar lo máximo posible el castellano a la rítmica narrativa del Gran Sertón: Veredas”[18], rítmica en la que confluyen, según Bosi, las cadências populares e medievais, y para esto hacen uso de la abultada bibliografía que ha sido escrita en los últimos años. Los traductores, a diferencia de Crespo, no recaen en la falsa disyuntiva de traducir un Guimarães de vanguardia por sobre un Guimarães regionalista, sino que, por el contrario, incluyen ambas posturas y logran convergerlas en una impecable traducción renovada.
3. Escribir desde la saudade[19]
Como hemos señalado, en la obra del brasileño se conjugan dos aspectos que, a primera vista, pueden lucir contradictorios: lo regional, presente en la trama de la novela, en las aventuras que Riobaldo, desorganizadamente, cuenta a su amigo; y lo vanguardista, entramado en el tono y en la forma narrativa desde la que el autor escribe la novela. Estos dos polos, aparentemente antagónicos, son plausibles de ser analizados como dos caras de una misma moneda que no sólo están presentes en la novela de Rosa, sino que son intrínsecos a la historia de la construcción de un Brasil moderno.
Lo regional de las aventuras en los campos inhabitados de Minas Gerais y lo vanguardista de la ruptura de los parámetros de la lengua portuguesa son el claro reflejo de una sociedad en la que la lucha por mantener la cultura propia—con lo complejo que es delimitarla— se entrecruza con la violenta necesidad de construir lo nacional. Esta disyuntiva no sólo se localiza en Gran Sertón: Veredas, obra que desnuda y encarna lo ambivalente de estas nociones tan opuestas y en disputa, sino que, según Rama, caracteriza la literatura de Latinoamérica en general:
Dicho de otro modo, en la originalidad de la literatura latinoamericana está presente, a modo de guía, su movedizo y novelero afán internacionalista, el cual enmascara otra más vigorosa y persistente fuente nutricia: la peculiaridad cultural desarrollada en lo interior.[20]
No podríamos, impunemente, calificar a Guimarães Rosa de perseguir un “novelero afán internacionalista”, pero sí comprender cómo se anudan las influencias de las literaturas —y los modos de escribir— internacionales, con lo más hondo de un sertón minero nacional y propio. En este sentido, el crítico uruguayo amplía:
Esa originalidad sólo podía alcanzarse […] mediante la representatividad de la región en la cual surgía, pues ésta se percibía como notoriamente distinta de las sociedades progenitoras, por diferencia de medio físico, por composición étnica heterogénea y también por diferente grado de desarrollo respecto a lo que se visualizaba como único modelo de progreso: el europeo.[21]
De esta manera, y ante la inminente necesidad de aglutinar y encauzar las enormes diversidades brasileñas en pos de construir lo nacional, Guimarães responde con una detallada descripción de la flora y fauna local, con la exacta localización y nominalización de las veredas sertaneras y con la perspicaz narración de las historias mineras, entre otros recursos. Todo esto, llevado a cabo con las herramientas de una corriente vanguardista de la que se ha servido para rescatar la cultura del interior, ponerla en palabras y traducirla a una obra reconocida internacionalmente. Es en este punto donde se desnuda la lógica de la transculturación: con una pluma letrada e intervenida por el movimiento de vanguardia, Guimarães Rosa rescata un Minas Gerais arrasado por la misma modernización, que le permite una obra de alcances cosmopolitas. Es decir, en otras palabras: se es universal sin dejar de ser regional.
Hay que aguantarse; así es el sertón. Algunos quieren que no lo sea: que el sertón está cercado de mesetas de afuera hacia adentro, dicen, al final del rumbo, en tierras altas, más allá del Urucuia. Bobadas. Para los de Corinto y de Curvelo, entonces, ¿lo de acá no es sertón? ¡Qué tontería! Lugar sertón se ensancha: es donde los pastos no tienen límite: donde se puede correr diez, quince leguas, sin toparse con ninguna casa, y donde el criminal vive su Jesucristo, alejado de la vara de la autoridad. […] Pero, hoy, que a su orilla da de todo: hacendones de haciendas, pasturas de pastos de buen rendimiento, sembradíos; cultivos que van de selva a selva, maderas gordas, hasta vírgenes hay allá. Los campos corren alrededor. Esos campos son sin tamaño. Ya sabe, cada uno aprueba lo que quiere: sobre gustos, no hay nada escrito. El sertón está por todas partes.[22]
La lógica de la independencia que movía a los pueblos latinoamericanos a cortar los lazos con una Europa colonizadora ahora se transforma y se vuelve herramienta para resistir contra la fuerza indomable de la modernización. Si bien, como señala Rama, la literatura es “el instrumento apropiado para fraguar la nacionalidad”, también lo es para resquebrajarla, o al menos para desnudar la diversidad de componentes que la construyen, y arrastrarla hacia el terreno de la duda. Florencia Garramuño, en Modernidades primitivas: tango, samba y nación, sostiene:
Si bien hace ya bastante tiempo que la idea de una cultura como un todo homogéneo cuyo opuesto sería la anarquía ha sido puesta en cuestión, la idea de que la cultura es un campo de negociaciones no siempre ha llevado a un estudio de las diferencias que esa cultura articula. Incluso, muchas veces, el estudio de esas negociaciones que la construyen analiza cómo ese conflicto se resuelve, cómo el conflicto, para penetrar en la cultura, deja, de alguna manera, de ser tal. Contra el estudio de la unidad expresiva de una cultura, que tiende precisamente a obturar y a sosegar los conflictos que la construyen, me parece importante intentar otro tipo de estudio: uno que busque en la cultura los conflictos que la constituyen, que intente describir la articulación de esos conflictos, no su sutura.[23]
En este sentido, no podríamos negar que la novela rosiana ahonda, hasta el cansancio, en las particularidades de un proceso de modernización que se fragua a la luz de la duda ante lo nuevo, en primera instancia, y a la luz de la pérdida de un pasado minero que ha quedado atrás, en segundo orden.
El tiempo pasó y las costumbres cambiaron. Casi que, de legítimo leal, poco sobra, casi no sobra nada. Los bandos buenos de valientes se repartieron su fin; mucho que fue yagunzo, por ahí anda penando, mendigando. Hasta los vaqueros dudan en venir al comercio vestidos de ropa toda de cuero, les parece que el traje de chaqueta es feo y pajuerano. Y hasta el ganado en el pastizal va menguando menos bravo, más educado: cruzado con cebú, se reúne con el resto de corralero y de criollo. Siempre, en los campos, se está a la pobreza, a la tristeza. Una tristeza que hasta alegra. Pero, entonces, para una zafra razonable de bizarrerías, le aconsejo al señor enfrentar viaje más dilatado.[24]
Según Luis Harss, Guimarães le habría dicho que escribía “por nostalgia de la buena tierra”. Es, tal vez, esa saudade la que le permite, al autor, rememorar un sertón ya inexistente, y a nosotros, los lectores, ser testigos de un doloroso mecanismo de construcción del Brasil moderno. Esta consolidación, de todas maneras, terminará por otorgarle un espacio a la mirada de las regiones interiores del Brasil —por ejemplo, la de Guimarães— en un proceso de reinserción que bien ha descrito Rama:
Dentro de la estructura general de la sociedad latinoamericana, el regionalismo acentuaba las particularidades culturales que se habían forjado en áreas internas, contribuyendo a definir su perfil diferente y a la vez reinsertarlo en el seno de la cultura nacional que cada vez más respondía a normas urbanas. Por eso se inclinaba a conservar aquellos elementos del pasado que habían contribuido al proceso de singularización cultural de la nación y procuraba transmitir al futuro de la conformación adquirida, para resistir las innovaciones foráneas.[25]
Resulta interesante analizar detenidamente este proceso de cristalización de lo nacional brasileño, que a su vez comparte características con otros pueblos latinoamericanos. En virtud de una modernización ya asentada en Brasil, es posible preguntarnos: ¿cuáles han sido los destinos de esta literatura transculturadora? Es decir, ¿han surtido efecto sus intenciones fuertemente políticas? Aquellos elementos del pasado señalados por Rama, ¿fueron transmitidos al futuro para resistir las innovaciones foráneas? João Guimarães Rosa es, sin lugar a dudas, el mejor escritor de la segunda mitad del siglo XX en Brasil. Su opera prima integra el canon de los clásicos latinoamericanos ineludibles para quien desee acercarse a esa literatura. Pero, ante estas afirmaciones, resurgen las preguntas que aquí enunciamos como futuras hipótesis de trabajo): ¿qué espacios ocupan hoy las misiones de rescate que Guimarães emprendió a mitad del siglo pasado? ¿Cuánto se ha convertido en un autor leído solo con fines académicos, como quien recorre un museo, y cuánto de su obra integra el día a día de la cultura literaria y política brasileña?
Como una posible respuesta a estas interrogantes, Alberto Moreiras afirma que “celebrar la recuperación y revitalización de las culturas regionales en lo literario puede terminar siendo una celebración de la desaparición de ellas más allá de la literatura y la modernización”.[26] El colombiano Mario Rodríguez señala, por su parte, que los transculturadores, en realidad, buscan encontrar una tercera orilla entre la vida y la muerte de sus regiones.[27] La clave, entonces, se encuentra en decir lo que ya no se escucha, en inmortalizar lo que luchó por no desaparecer:
Decir, por lo tanto, que lo regional en las obras de los “transculturadores” es una “aparición”, un fantasma, significa decir que no aparece como algo vivo, pero tampoco como algo simplemente muerto, sino, más bien, como algo que se sitúa entre la vida y la muerte. Algo que navega entre esas dos orillas, sin encontrar la tercera. De la “aparición”, el “espectro” o fantasma no se puede decir si es o no es, si está presente o no. Si la obra de los “transculturadores” fue hasta ahora celebrada por haber hecho universal lo regional, y en el caso de Guimarães, por haber hecho aparecer el “sertón en todas partes”, hoy parece necesario atender a lo que no tiene cabida en sus obras sino como voz del “más allá”. Hacer escuchar esa voz, el llamado de una provincia que no llega a estar plenamente presente, es hoy una de las mayores virtudes de la obra de Guimarães y de los otros “transculturadores”. Enseñarnos que, como dice el autor minero, “la obra puede valer por lo que en ella no debió caber”.[28]
Una obra transculturadora, tal como la clasifica Rama, responde, en realidad, a la regla de la oscilación que la nuclea. Camina entre dos orillas: la del enclave regional, en lo profundo del territorio, con su voz, su cosmovisión y sus historias; y la de lo universal, en este caso vanguardista, con una forma innovadora y un desafío sintáctico admirable. Podríamos decir, entonces, que Guimarães Rosa, al igual que el personaje de su cuento, encuentra la tercera orilla del río.
4. Mundo Sertón: repliegue, revaloración y absorción
Ángel Rama, en relación con los diferentes procesos que se desarrollaron en las sociedades latinoamericanas sorprendidas por la modernización, subraya tres momentos clave.
El primero de ellos se destaca, según el autor, por un repliegue defensivo. En Gran Sertón: Veredas hallamos múltiples índices de las primeras actitudes de un Riobaldo que, en realidad, da voz a los habitantes de todo el sertón de Minas Gerais descontentos con la invasión urbana: “Ah, los tiempos del yagunzo debían acabarse: la ciudad acaba con el sertón. ¿Acaba?”.[29] La duda que el narrador de la obra de Rosa plantea, encarnada en la pregunta retórica al final de su enunciado (¿Acaba?), abre una hendija de duda ante la sensación negativa que la modernización genera. Esta duda, que oscila entre la aversión y el encanto ante lo nuevo, penetra en el discurso de Riobaldo al igual que en los pueblos del más hondo interior brasileño.
En segundo orden, el crítico uruguayo detalla:
Un segundo momento, en la medida en que el repliegue no soluciona ningún problema, es el examen crítico de sus valores, la selección de algunos de sus componentes, la estimación de la fuerza que los distingue o de la viabilidad que revelen en el nuevo tiempo.[30]
La noción de progreso que la modernización trae aparejada seduce, por momentos, a Riobaldo. Luego del rechazo instantáneo ante lo urbano y de la sensación de pérdida de identidad, la intriga acerca de los aspectos positivos de aquella fuerza desconocida acecha a un narrador que, sin rodeos, lo vuelca en su discurso:
Don Assis Wababa mucho se complacía, aquella noche, con lo que el Vupes le había contado: que en poco tiempo las vías del tren se armaban para llegar hasta allá, el Corralito, entonces, estaba destinado a ser lugar comercial de todo valor. Don Assis Wababa se hinchaba concordando, trajo una damajuana de vino. Me recuerdo: entré en lo que imaginé —en la ilusioncita de que para mí también así estaba todo resuelto, el progreso moderno: y que yo me representaba allí rico, establecido. Hasta vi cómo sería lindo, si llegara a ser verdad”.[31]
Por momentos, pareciera que lo que las vías del tren —símbolo de la modernización por excelencia— traían era más que la pérdida de lo propio: aparecía la posibilidad de un avance económico y de un orden hasta entonces desconocido. Este desarrollo, en todo momento, está intrínsecamente relacionado con la política, y fundamentalmente con aquellos punteros que aspiran a ocupar una banca de un Congreso que empieza a tener relevancia en la organización del Estado. Zé Bebelo, yagunzo letrado al que Riobaldo impartió clases, busca alcanzar un puesto. Este personaje condensa otra de las caras de la nueva fuerza modernizadora que llega al interior de Brasil: la de la política partidaria y, con ella, los claroscuros que la actividad supone. Ante esto, Riobaldo también duda, y su sensación oscila entre la admiración hacia un hombre inteligente y “el asco” hacia la política que, en sus palabras, siempre concluye en lo mismo:
Cuando hablaba, con el fuego que salía de sí, Zé Bebelo tenía que detenerse, iba hasta el balcón o la ventana, pitaba su pito, daba las buenas órdenes. Entonces, más renovado, volvía cerca de mí, reponía: —“Ah, que sí voy, don Baldo, voy. Sólo yo soy quien es capaz de hacer y acontecer. ¡Siendo porque fui yo solo que nací para tanto!” Diciendo que, después, estable que aboliera el yaguncismo, y fuera diputado, entonces el Norte reluciría perfecto, y haría puentes, cimentaría fábricas, remediaría la salud de todos, sacando la pobreza y estrenando mil escuelas. Comenzaba por ahí, duraba un tiempo, creciendo en la voz de su fraseo, lo muy instruido en el diario. Me iba asqueando. Porque concluía siempre lo mismo.[32]
Probablemente, el descontento con la política que Zé Bebelo encarna para Riobaldo se deba a la desconfianza frente a los modos que ésta propone de organizar una sociedad: la presencia de un Estado que regule las formas de relacionarse entre los habitantes es extraño en una zona en la que el honor es la regla que prima, y las buenas y malas costumbres se aprenden, se heredan y se corrigen. Pero, sobre todo, porque resulta inverosímil pensar en un Estado que aglutine la inmensa cantidad de capas y de matices que componen esa ansiada sociedad nacional, o porque es claro que, para conseguir esta última, deberá correr sangre.
Los yagunzos, en principio, se convierten en el blanco de un Estado que anhela una paz social fundada sobre una aparente igualdad: estos grupos de bandoleros a sueldo, que recorrían libremente los sertones, que guiaban sus recorridos alrededor de las veredas y que se mataban entre sí, eran lo opuesto al orden y progreso con el que, en la etapa moderna, Brasil se embandera:
Más allá del Río Pacú, en el municipio de Brasilia, habían volteado una banda de yagunzos —la que tenía al bandido Hermógenes a la cabeza— y la habían derrotado total. Más de diez muertos, más de diez sujetos presos; lo único infelizmente, fue que aquel Hermógenes había conseguido escapar. ¡Pero no podía ir muy lejos! A lo que Zé Bebelo elogió la ley, dio vivas al gobierno, para un futuro cercano prometió mucha cosa republicana. Después, agregó que yo dijera un discurso también. Y tuve que hacerlo. —“Tú tienes que citar más en mi nombre, lo que por recato no dije. Y hablar muy nacional…” —se me sopló. Cumplí. Que un hombre así debía ser diputado —dije, recalqué. Terminé y él me abrazó. Al pueblo creo que le gustó.[33]
En un último orden, y en función de la reacción de los pueblos, Rama destaca un tercer momento: éste se caracteriza por la absorción del impacto modernizador y, luego de un autoexamen evaluativo, la selección de sus componentes válidos: “se asiste a un redescubrimiento de rasgos que, aunque pertenecientes al acervo tradicional, no estaban vistos o no habían sido utilizados en forma sistemática, y cuyas posibilidades expresivas se evidencian en la perspectiva modernizadora”.[34]
Si alguno antes por mala suerte se encontraba con enemigos, que se escurriera como pudiese o dependiese de su facón: lo que no se podía era disparar armas. Siendo que se podía, pero sólo después del Hermógenes que era quien era el jefe: él daba el primer tiro.[35]
Con la llegada de Brasilia, la capital pensada y construida a mitad del siglo XX, y con el arribo de aquellas normas que nuclean lo que significa ser nacional y habitar un país con Estado, terminan por perderse aquellas costumbres en las que prima el honor y el acuerdo de palabra. Pero, de todas maneras, al igual que en toda la obra transculturadora, esa saudade se entremezcla con la sensación de duda ante los aspectos que podrían evaluarse como positivos del impacto modernizador, incluso en la voz de Riobaldo, un yagunzo ya retirado de sus andanzas. La salud, por ejemplo, con su sistema tan sólido como efectivo, de la mano de la ciencia y la medicina, genera una valoración positiva en el narrador, aunque no escapa de toda duda:
Como pasó con una joven, en Barreiro Novo, que desistió un día de comer y que sólo bebía cada día tres gotas de agua de una pila bendita, y que a su alrededor comenzaron los milagros. Pero el delegado regional llegó, trajo a los soldados y determinó el desalojo del pueblo, transfirieron a la joven para el hospicio de locos, en la capital y dicen que allá fue sometida a comer, por un armado de sonda. ¿Tenían derecho? ¿Estaba bien? En cierto modo, creo que fue bueno. Aquello no era lo que en mi creencia yo apreciaba.[36]
Conocida es la teorización foucaultiana acerca del hospital como uno de los instrumentos de control de un Estado moderno, y de la influencia de la ciencia en este sentido. Pero, también, luce interesante colocar bajo la lupa la dicotomía religión-ciencia, o religión-salud, que termina por concebirse como religión-Estado. Riobaldo, profundamente creyente, comienza a considerar, al menos desde la duda, los nuevos métodos aplicados por la capital y el Estado modernizador ante las creencias —distintas a las suyas— que corren por el sertón. Esta configuración, que obedece a aquel proyecto de un Brasil de progreso que caracteriza esta etapa histórica, terminará por desmoronarse a fines del siglo XX y en el corriente XXI, cuando las iglesias evangélicas terminen por cooptar las zonas más pobres de Brasil e influyan en las decisiones políticas, sociales y económicas de un Estado arrodillado ante el poder evangélico que crece cada día.
Sandra Vasconcelos, citando a la historiadora Ángela Castro Gomes, argumenta que existía, en el Brasil de entonces, “la creencia generalizada en un futuro glorioso, en el cual desarrollo económico y democratización política podrían e irían a convivir”.[37] El paso del tiempo reordenó las variables, y hoy, el sertón del que Riobaldo hablaba en Gran Sertón: Veredas ha sido convertido en el área metropolitana de un Brasil inmerso en la modernidad del siglo XXI.
5. Mundo Brasil, mundo Sertón
Brasil, más que otros países sudamericanos, ha sufrido, en carne propia, lo que en el presente texto denominamos la arrolladora fuerza de la modernización. Previo a la llegada de los conquistadores, en las tierras que hoy pertenecen al gigante sudamericano, no se hallaron grandes civilizaciones organizadas, como sí ha acontecido en los actuales territorios de México o Perú, con los aztecas e incas, por ejemplo. Dispersos en terrenos cercanos al Amazonas por los que no tenían que luchar, los primeros pobladores no encontraron en las batallas internas el motor de la tecnificación. Cuando los portugueses arribaron a estas tierras, los nativos recién se encontraban manipulando el metal.
El mecanismo de conquista también influyó fuertemente en la esencia del Brasil moderno: sumado al hecho de las grandes distancias que separan a las comunidades, fue recién en 1888, de la mano de la Ley Áurea, que se abolió la esclavitud de forma oficial, aunque siguió practicándose, de otras maneras, hasta no hace mucho tiempo atrás. Por su parte, la monarquía recién comenzó a disolverse a fines del siglo XIX, cuando la Proclamación de la República de Brasil derrumbó el reinado de Pedro II, en 1889.
En cuanto a los niveles de analfabetismo, Brasil no se ha caracterizado, desde un inicio, por apuntar a consolidar la lectoescritura en sus habitantes. En 1960, en Argentina había un 8,6 % de analfabetos, mientras que en Uruguay, un 9,70 %. En esa misma década, en Brasil, el 39 % de los habitantes no sabían leer ni escribir.[38]
Estos datos no buscan reflejar diferencias que coloquen una sociedad por encima de otra, sino dilucidar por qué los procesos modernizadores fueron tan dolorosos en una comunidad con realidades tan diferentes a las nuestras. En un contexto marcado por la aparición tardía de un estado-nación, el norte de Minas Gerais que Ribaldo recuerda sufrió en carne propia la intempestiva llegada de esa fuerza indomable que implicaba una nueva sociedad confundida con el Estado, enmarcada en el ordem e progreso.
Gran Sertón: Veredas no solo es una obra deslumbrante con tintes vanguardistas que bien podrían ser comparados con recursos de Joyce, como asegura Rodríguez Monegal,[39] sino también un interesante documento del desgarro de esas sociedades del interior brasileño profundo, ante la llegada de la modernización. Leer a Guimarães Rosa es leer a un escritor moderno, pero también a uno que lleva en la sangre su sertón minero, sertón que, como él asegura, está en todas partes. Porque el sertón es el mundo.
Publicado el 17/12/2022
[1] GUIMARÃES ROSA, João. Gran Sertón: Veredas. Traducido por Gonzalo AGUILAR y Florencia GARRAMUÑO. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011, p. 180.
[2] Ídem, p. 81.
[3] AGUILAR, Gonzalo y Florencia GARRAMUÑO. Introducción. En: GUIMARÃES ROSA, João, Gran Sertón: Veredas. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011, p. 7.
[4] El término “veredas” responde al significado brasileño de la palabra, que es la que Guimarães Rosa aborda en su novela: se refiere a cauces de agua que bien podrían ser arroyos o ríos que atraviesan el sertón de Mina Gerais.
[5] El significado de “yagunzo” bien podría responder a las múltiples variantes históricas que la palabra ha acuñado. En este caso, se refiere a un bandolero, una especie de luchador a sueldo, que interviene en disputas políticas, familiares o de bandos. Los yagunzos transitaban por los sertones en grupo, y combatían contra otros grupos de yagunzos.
[6] AGUILAR, Gonzalo y Florencia GARRAMUÑO. Introducción. En: GUIMARÃES ROSA, João, Gran Sertón: Veredas. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011, p. 8.
[7] RAMA, Ángel. Transculturación narrativa en América Latina. Buenos Aires: Ediciones El Andariego, 2008, p. 67.
[8] CRESPO, Ángel. Nota del traductor. En: GUIMARÃES ROSA, João, Gran Sertón: Veredas. Caracas: El perro y la rana, 2008, p. 8.
[9] Íbidem.
[10] Ídem, p. 9.
[11] Íbidem.
[12] AGUILAR, Gonzalo y Florencia GARRAMUÑO. Introducción. En: GUIMARÃES ROSA, João, Gran Sertón: Veredas. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011, p. 12.
[13] RAMA, Ángel. Transculturación narrativa en América Latina. Buenos Aires: Ediciones El Andariego, 2008, p. 47.
[14] Ídem, p. 25. Comillas propias.
[15] RODRÍGUEZ, Mario. “El yagunzo en el doctor: Guimarães rosa y la “aparición” de lo regional en la transculturación narrativa” en Literatura: teoría, historia, crítica. Véase en: https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=503750726005. Consultado el 09/12/2022. Pág. 146.
[16] RAMA, Ángel. Transculturación narrativa en América Latina. Buenos Aires: Ediciones El Andariego, 2008, p. 19.
[17] BOSI, Alfredo. Historia concisa da literatura brasileira. São Paulo: Editora Cultrix, 2015, p. 342. Traducción al español propia.
[18] GUIMARÃES ROSA, João. Gran Sertón: Veredas. Traducido por Gonzalo AGUILAR y Florencia GARRAMUÑO. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011, p. 13.
[19] El término saudade, ya incorporado al español, alude al vocablo portugués que refiere a un sentimiento afectivo, muy cercano a la melancolía, la nostalgia y la añoranza, estimulado por una distancia espaciotemporal hacia algo amado y, posiblemente, perdido.
[20] RAMA, Ángel. Transculturación narrativa en América Latina. Buenos Aires: Ediciones El Andariego, 2008, p. 17.
[21] Ídem, p. 18.
[22] GUIMARÃES ROSA, João. Gran Sertón: Veredas. Traducido por Gonzalo AGUILAR y Florencia GARRAMUÑO. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011, p. 23.
[23] GARRAMUÑO, Florencia. Modernidades primitivas: tango, samba y nación. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 27.
[24] GUIMARÃES ROSA, João. Gran Sertón: Veredas. Traducido por Gonzalo AGUILAR y Florencia GARRAMUÑO. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011, p. 39.
[25] RAMA, Ángel. Transculturación narrativa en América Latina. Buenos Aires: Ediciones El Andariego, 2008, p. 32.
[26] MOREIRAS, Alberto. The End of Magical Realism: José María Arguedas Passionate Signifier. En: The exhaustion of difference: the politics of Latin American cultural studies. Carolina del Norte: Durham University Press, 2001, p. 192. Traducido por Mario Rodríguez.
[27] El término “tercera orilla” hace referencia a un cuento de João Guimarães Rosa llamado “La tercera orilla del río”. En el relato, un padre se escapa de su rutina y, con una canoa, va a vivir a la mitad del río de su pueblo. Ni en una orilla ni en la otra: en la mitad. De ahí el uso de la frase “tercera orilla” como una posibilidad entre dos extremos.
[28] RODRÍGUEZ, Mario. “El yagunzo en el doctor: Guimarães Rosa y la ‘aparición’ de lo regional en la transculturación narrativa” en Literatura: teoría, historia, crítica. Véase en: https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=503750726005. Consultado el 09/12/2022, pp. 152-153.
[29] GUIMARÃES ROSA, João. Gran Sertón: Veredas. Traducido por Gonzalo AGUILAR y Florencia GARRAMUÑO. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011, p. 165.
[30] RAMA, Ángel. Transculturación narrativa en América Latina. Buenos Aires: Ediciones El Andariego, 2008, p. 36.
[31] GUIMARÃES ROSA, João. Gran Sertón: Veredas. Traducido por Gonzalo AGUILAR y Florencia GARRAMUÑO. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011, p. 127.
[32] Ídem, p. 153.
[33] GUIMARÃES ROSA, João. Gran Sertón: Veredas. Traducido por Gonzalo AGUILAR y Florencia GARRAMUÑO. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011, p. 135.
[34] RAMA, Ángel. Transculturación narrativa en América Latina. Buenos Aires: Ediciones El Andariego, 2008, p. 37.
[35] GUIMARÃES ROSA, João. Gran Sertón: Veredas. Traducido por Gonzalo AGUILAR y Florencia GARRAMUÑO. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011, pp. 194-195.
[36] GUIMARÃES ROSA, João. Gran Sertón: Veredas. Traducido por Gonzalo AGUILAR y Florencia GARRAMUÑO. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011, pp. 68-69.
[37] VASCONCELOS, Sandra. Caminhos do sertão, impasses da modaernidade. En: O eixo e a roda. Belo Horizonte: v. 12, 2006, p. 115.
[38] PADUA, Jorge. El analfabetismo en América Latina. México: El Colegio de México, 1979, p. 37.
[39] La obra aborda una inmensa cantidad de temáticas universales. Por ejemplo, la noción de vender el alma al diablo, que podemos encontrar en la página 49 de la presente edición: “Pero hay un sin embargo: pregunto: ¿el señor cree, halla algún hilito de verdad en ese parloteo, de que con el demonio se puede hacer un pacto? No, ¿nocierto? Sé que no. Hablaba de habas. Pero una confirmación no viene mal. Vender su propia alma… ¡pero qué invento más falso! ¿Y el alma, qué es? El alma tiene que ser cosa interna superior, mucho más de dentro, y es sólo, de lo que se piensa: ¡ah, alma absoluta! Decisión de vender alma es una osadía vana, fantaseado del momento, no tiene obediencia legal. ¿Puedo vender buenas tierras, de ahí de entre las Cuatro Veredas, que son de un señor Almirante que reside en la capital federal? ¡Claro que no puedo! […] Ajá. Pues. Si es que hay alma —y hay— es de Dios establecida, que nique la persona quiera o no quiera. No se vende. ¿No le parece? Decláreme con franqueza, le pido. Ah, Y le agradezco. Se ve que el señor sabe mucho, firme de ideas, además de tener carta de doctor. Le agradezco, por tanto. Su compañía me da altos placeres”, entre otras.
Soy, por el momento, (casi) profesor en Literatura. Las alocadas circunstancias me han premiado con el privilegio de ser uno de los editores de la revista, junto a Fausto y Joel, dos grandes amigos.
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