La relación entre los binomios historia y ficción, literatura y representación, creación y compromiso, ha sido siempre una relación problemática y discutida.
Cuando las condiciones de represión cultural que llegan a su punto máximo con la dictadura militar de 1976, las posibilidades de expresión se vieron restringidas, los narradores se valieron de algunas inflexiones ligadas a los relatos históricos, solo que las hicieron funcionar como una estrategia para insinuar y para aludir, y no para darle transparencia al orden de la representación, ya que la transparencia era precisamente lo que las condiciones represivas venían a condicionar.[1]
En 1975 Haroldo Conti publica Mascaró, el cazador americano. Un año antes de la toma del poder en manos de la última dictadura militar pero en un estado de violencia y censura ya consolidado.
La publicación de Mascaró es de Casa de las Américas, en Cuba, motivo que se suma a la evaluación realizada por la asesoría literaria del Departamento de coordinación de antecedentes de la SIDE, cuya apreciación dicta: “propicia la difusión de ideologías, doctrinas o sistemas políticos, económicos o sociales marxistas tendientes a derogar los principios sustentados en nuestra Constitución Nacional” [2] y resulta en la censura y prohibición.
En el caso de Mascaró, las estrategias para insinuar y eludir a las que se refiere Kohan, si bien no son suficientes para eludir no solo la censura de la obra sino también la desaparición de su autor, alcanzan el grado máximo de simbolismo y contenido poético.
Un grupo de personajes, vagabundos y buscavidas, recorren pequeños pueblos perdidos de la llanura y van sembrando a su paso los aires de la revolución, de la única revolución posible, la del Arte.
Desde Arenales, el pueblo donde la historia tiene sus inicios, Orestes emprende su viaje. Embarcado en el Mañana, una nave dirigida por el Capitán Dominguez, y rumbo a Palmares, conoce a quienes van a ser sus compañeros de aventura: el Príncipe Patagón y el misterioso Mascaró.
Ya en Palmares, los lectores asistimos a las primeras negociaciones que darán lugar a la constitución del Circo del Arca: la compra de la deteriorada carpa de los hermanos Scarpa y la incorporación al grupo de Carpoforo, el forzudo del circo; el enano Perinola y Budineto, un león venido a menos al que apenas le queda energía para sostenerse.
El fin de la primera parte se concreta con la creación del Circo del Arca y su elenco estable, al que se le suma la señora Maruca, una viuda, dueña de la pensión donde el grupo se hospeda, que deviene luego en adivina y bailarina exótica.
Y así comienza la búsqueda, la necesidad manifiesta de los personajes de encontrar el Camino (un camino con mayúsculas, como lo menciona el Príncipe) y la certeza de que el arte, “esa forma blanda y jubilosa de pisar tierra”[3], es la única forma posible.
Las sucesivas aventuras, los efectos que el circo produce a su paso en los pueblos que recorre, la respuesta de los habitantes, la persecución de “los rurales” y el deterioro en el que van cayendo producto de la censura y, hacia el final, la tortura, son apenas las pistas, los indicios que acomodan la lectura y la dirigen hacia algunas líneas de representación; pero son, justamente, las veladuras, los ocultamientos, las construcciones ficcionales y poéticas, las que hacen de esta obra de Haroldo una verdadera obra revolucionaria.
La construcción de una realidad que no se pude constatar y que va encontrando su sentido a medida que se aleja de lo posible (aunque paradójicamente lo represente y lo anuncie) es el punto en el que se sustenta la novela.
Las subjetividades de cada uno de los personajes se van afianzando y consolidando en la historia a medida que se distancian de lo que fueron, de su yo real, para transformarse en construcciones que desde la ruptura y, por qué no, desde el absurdo, resignifican las posibilidades de interpretación.
“Oreste sigue inmóvil en la puerta de la barraca. Nota el cuerpo liviano, los pies le bailan dentro de los zapatos, se siente ya ido, lo ahueca la nostalgia. Todavía es un hombre de tristezas”[4]. Todavía… luego vendrá la transformación, el circo, la revelación de otra forma de entender, el viaje, la tortura y el reconocimiento del verdadero camino.
El príncipe Patagón, al que en otra vida llamaban Requena, dice de él mismo “me cuesta recordarme así”. Ya no es lo que era, y en su capa y su discurso se van afianzando lo extravagante. “Versista, recitador, mago adivino certificado, algebrista y, en otro tiempo, ministro” [5]
Y en esa transformación, de los cuerpos y de las palabras, aparece el extrañamiento. El alejamiento de una posibilidad del realismo que muestra la realidad desde la negación de lo posible.
Son personajes-metáforas, símbolos de una poética. Sonia, antes la señora Maruca, carga con un cuerpo que aumenta día a día de manera inexplicable, pero “mientras más gorda, más hermosa y más liviana”.[6] Basilio Argimón, el hombre pájaro; el Maestro Cernuda, quien sufría cotidianamente la tristeza de su pequeño pueblo pero se hace revolucionario cuando entiende que “por la máquina del arte (el hombre) se sobrepasa, se superpone, se sobrevive”. [7]
Y toda la galería de personajes recorre el mismo camino: la soledad, la tristeza, la alegría del arte y la vuelta a la realidad, pero con la conciencia que el arte aporta, con la mirada transformada y diferente. El mundo no es el mismo después del Circo del Arca, no lo son cada uno de los individuos, pero tampoco lo es el colectivo, representado en la obra de Conti por la figura de Máscaró.
Mascaró, el caballero jinete que aparece y desaparece, que es Mascaró y Joselito Bembé, “alias rajabalas”, el Cazador americano, el que “habla poco, pero de alguna manera comanda”. [8]
Mascaró es lo colectivo, es la representación de todos los personajes en uno y es, también, el símbolo de la ruptura y la separación, cuando las fuerzas represivas, “los rurales”, hacen que el circo desaparezca y cada uno de los personajes vuelva a su individualidad, pero ya no como antes, con otras visiones y misiones.
El distanciamiento de lo inmediato y de la búsqueda de verdad es lo que nos permite el encuentro con ella. No es la identificación directa con esos personajes lo que despierta la idea revolucionaria y de resistencia, sino la capacidad con la que Conti los aleja de una realidad posible y empírica.
Los personajes de Haroldo se van purificando en su transformación, se van volviendo seres transparentes, puros y colmados de ternura. El arte los transforma y los vuelve indispensables: “volvé pronto, para que podamos seguir viviendo y amando”[9] dice Haroldo en el final de su prólogo refiéndose a Mascaró.
Porque en definitiva, y como afirma Valdés Gutierrez “Mascaró es una obra militantemente imaginativa y soñadoramente realista”; una obra “Celesta y compuesta”. [10]
Publicado el 6/10/2022
[1] Kohan, Martín (2000) Historia y Literatura: la verdad de la narración en Historia Crítica de la literatura argentina dirigida por Noe Jitrik, Tomo 11 Bs. As, Emecé editores.
[2] SIDE: 83.864/75 Legajo Nº 2516
[3] Conti, Haroldo (2015) [1975] Mascaró, el cazador americano, Buenos Aires, Emecé (p.99)
[4] Conti, Haroldo (2015) [1975] Mascaró, el cazador americano, Buenos Aires, Emece (p.38)
[5] Conti, Haroldo (2015) [1975] Mascaró, el cazador americano, Buenos Aires, Emce (p.65)
[6] Conti, Haroldo (2015) [1975] Mascaró, el cazador americano, Buenos Aires, Emece (p.289)
[7] Conti, Haroldo (2015) [1975] Mascaró, el cazador americano, Buenos Aires, Emece (p.288)
[8] Conti, Haroldo (2015) [1975] Mascaró, el cazador americano, Buenos Aires, Emece (p.315)
[9] Conti, Haroldo (2015) [1975] Prólogo a Mascaró, el cazador americano, Buenos Aires, Emece
[10] Valdés Gutierrez, Gilberto (1978) Casa de las américas Nº 107 La Habana.
Magíster en la Enseñanza de la Lengua y la Literatura. Directora del Instituto Comercial Rancagua. Profesora en el ISFDyT N.º 122 de Pergamino.