Hace una semana fui a tomarme una muestra de sangre. La endocrinóloga debe revisar mis niveles de testosterona y de estradiol para ver cómo va el cambio. Al llegar al laboratorio, la mujer que me atendió en el box de pagos me solicitó mi carnet de identidad. Miró mi nombre. Luego vio mis ojos maquillados. El resto de mi rostro estaba cubierto por una mascarilla. Antes de levantarme de la silla le pregunté si en esta clínica existía el uso del nombre social. Me dijo que iría a preguntar. Se demoró menos de un minuto, cuando la vi salir de una puerta para pararse a mi lado. Casi susurrando me dijo: se necesita una serie de documentos para hacer el cambio, pero no se preocupe, no la van a llamar por el altoparlante, yo le indicaré adónde ir. Fue un hermoso gesto. Ella entendió que el carnet de identidad no porta, necesariamente, mi proceso de vida. Ahí solo se constata un hecho que nunca había sido cuestionado.
***
Desde hace unos meses he dejado de llamarme a mí misma con el nombre que me pusieron mis padres. Y, desde hace un tiempo, he dejado el pronombre masculino para hablar de ella. Yo soy ella. Cuando declaré mi identidad trans a mis amigxs y cercanxs no sabía muy bien cómo era el camino a seguir. Transicionar de un género a otro no es sencillo y tampoco es lineal. No hay algo que venga primero. No hay pasos a seguir. Te los vas inventando en la medida que vas dándole un sentido. Yo no sabía nada del asunto. No sabía, ni siquiera, que ésta era una opción de vida para mi vida. Fue como la invitación a un juego nuevo: dentro de este espacio tendría otro nombre y me convertiría en otro personaje distinto al de la rutina establecida hasta ahora. Me invité a jugar a mí misma. Y una vez creadas las reglas del juego —que nunca terminan de construirse—, fui invitando a lxs demás a jugar conmigo. Todos moviéndonos de lugar para encontrar un puesto. Aún no estoy segura de haber encontrado el mío. El camino se irá armando con el tiempo. Como el sentido. Espero.
Tengo muy en claro que no existe una sola manera de transicionar. Eso lo aprendí leyendo y conversando con quienes sabían del asunto. No es obligatoria la hormonización, la cirugía, el maquillaje, el vestido. Todas son opciones válidas. Pero sí creo que el nombre es uno de los pasos más decisivos en una persona trans. Y, aunque no lo parezca, es lo más visible, es lo que da cuenta del quiebre identitario construido hasta ese momento. Nombrarse a unx mismx es un acto de creación propio. Eliges tu lugar en el mundo.
***
Hay una escena de mi infancia que nunca he podido olvidar. Lo que recuerdo, en realidad, es la grabación de esa escena. Década de los noventa. Mi abuelo paterno tenía una cámara filmadora en tiempos en los que pocos accedían a una. Era un bien común para toda la familia. Así dejábamos huellas de nuestros viajes y, al final de las vacaciones, en reuniones masivas, entre empanadas, Coca Cola y una oración por los alimentos, veíamos esas películas sin argumentos.
La escena que recuerdo no la he podido olvidar por vergüenza. Cuando la vi, ese mismo año en que la grabaron, le supliqué a mi papá que la borrara. Y le insistí: cuando la veamos con los abuelos y los tíos adelanta esa parte, por favor. Hoy espero que, una vez más, mi papá no me haya escuchado y no la haya borrado. Botón rec: estamos en la casa de mis abuelos maternos, en Rancagua. De fondo está el parrón. Suena el filtro de la piscina. El olor de la albahaca da vueltas. Es un aroma muy presente en estos veranos. Aparece en primer plano una amiga mía. Yo debo tener unos seis o siete años y ella unos nueve. Jaqueline es su nombre. Es muy linda. De rostro pecoso y alargado. Ella le dice a mi papá que estamos jugando. Y le explica que ella se llama así, su hermana asá y Felipe, sigue, y me apunta, se llama Carolina. Y se ríe, nerviosa. Como una niña que ha hecho una travesura. O quizás se burla de mí, porque mi cuerpo no coincide con ese nombre. Una identidad torcida. No sé qué piensa mi padre en este momento. Él sigue grabando.
La gente hace caso omiso a lo que le dicen. Escuchan sin oír: son palabras que se presentan sin contenido alguno. ¿Sabía algo que no quería saber? En el juego yo era Carolina y el resto del mundo, en esos minutos de fantasía, daba lo mismo. Me refiero al mundo fuera del juego, porque en el otro, donde la frontera de los límites cae sin parar, toda maquinación es posible. Es curioso que ahora ese recuerdo salga a flote sin vergüenza. Es, más bien, una señal de ruta. O así, al menos, lo quiero pensar.
***
Mi familia es Testigo de Jehová. Esa religión exige presencia en toda esfera de la vida. La identidad de todxs se atrofia de creencia divina. Por lo tanto, mis padres decidieron buscar mi nombre en la Biblia: Felipe. Un apóstol de Jesús. Un personaje medio desconocido. La verdad es que ni siquiera recuerdo alguna anécdota de él. Pero a ellxs les pareció bonito. A mí también me parecía un bello nombre. Quizás pensaron que tomando una palabra de un libro sagrado podrían protegerme del diablo. Pero fallaron. Las palabras no son de fiar. O la magia de las palabras recae en otra creencia, lejos de Dios, al menos. Son más humanas. Por eso fallan.
***
Ahora estoy en un momento de quiebre. Hace unos meses cambié el nombre de mi perfil de Uber. Me estaba pasando, sobre todo en las noches, en las que salgo muy arreglada, que llego al auto y el chofer me dice: ¿lo pidió Felipe? Y yo le respondía: “sí, yo soy”. “Yo era”, empecé a decir. Y me reía. Los choferes también. No se preocupe, me dijo el último, pero ande con cuidado. Nunca me habían dicho que fuera con cuidado. Me dio un poco de miedo su consejo. Es curioso, pensé esa noche: me refiero a mí misma en un verbo conjugado en pasado. ¿Cómo puede ser posible que en mi cuerpo se anude un verbo pretérito y otro en presente? Yo era y yo soy. Pero sigo siendo la misma de siempre. Me atraviesa la frase de Marguerite Duras de manera perfecta: mi (antiguo) nombre pronunciado ya no me nombra. Ya no estoy ahí.
***
¿Quién no les ha preguntado alguna vez a sus padres cómo se habrían llamado si hubiese nacido del sexo opuesto? Donde escribo “opuesto” debería poner “otro”: la categoría antónima entre hombre y mujer me cuadra cada vez menos.
El proceso de transición me ha dejado ver que no hay una vereda frente a otra. Solo hay borde, cinta de moëbius: estamos cruzando todo el tiempo hacia un lado al que no llegamos nunca. Creo que no hay un lugar al que llegar. Transitamos. Sin parar.
Mi madre me dijo que ella me habría nombrado Valeria. Hermoso nombre. La Vale. Pensé en algún momento nombrarme así, pero no quise darle el gusto. Es que la relación con mis padres se rompió cuando decidí contarles lo que pensaba: no creo en Dios, ni pertenezco a sus categorías sexuales normativas. Pecado mortal. No lo dije con esas palabras. La confesión fue más visceral y con llanto. Pero ahí terminó por romperse lo que venía quebrándose desde hacía tanto tiempo. A veces es bueno dejar que eso caiga y que se trice todo. Eso. Que eso caiga.
De eso hace ya más de diez años. Recuerdo que mi papá me gritó que yo le daba asco. Fue a través de una llamada telefónica. Nos separaban más de dos mil kilómetros. Hoy esa distancia es aún mayor, a pesar de vivir en la misma ciudad. Yo creo que mis papás sabían lo que sabían, pero preferían una vida sin accidentes. Como si eso fuera posible. Todo termina filtrándose. Al día siguiente mi papá me llamó para pedirme perdón. Sus dos acciones se me enquistaron en el cuerpo. Fue un desgarro que terminó afirmándome. Hoy soy todo lo que mi padre detesta. Yo creo que lo perdoné. Espero que él pueda hacerlo consigo mismo, algún día.
***
En la oficina en la que trabajo les conté a mis amigxs más cercanos sobre mi proceso de hormonización y que prontamente me cambiaría el nombre. En una fiesta, después de varias copas de vino, lo anuncié de manera casi oficial. No estaba borracha. Creo. No estoy segura. A partir de ese momento, muy lentamente, ellxs empezaron a llamarme por mi nuevo nombre. No es que a veces se equivoquen, es que el proceso es lento. No hay error, es tiempo. Pero el resto de la oficina aún seguía diciéndome Felipe. Tenía que hacer algo al respecto.
Hace un par de semanas envié un correo masivo. Les conté sobre mi proceso, sobre las transformaciones, sobre cómo me sentía yo y sobre lo que estoy intentando dar cuenta aquí en este texto: el lugar que quiero ocupar en el mundo parece que no es el que estaba dado por mi antiguo yo. Y ahora pienso que me di tantas vueltas para llegar a decir lo que realmente quería decir: que tengo un nuevo nombre. Muchas personas me abrazaron. Algunas lloraron. Otras hablaron de mi valentía. Ese día, al irme de la oficina, la gente se despidió de mí con mi nuevo nombre. Y fue curioso, porque ahí sentí que este juego era en serio.
***
Hoy, a mis 36 años, he decidido modificar la historia que iniciaron mis padres. Mi proceso comenzó primero con una palabra genérica: soy trans. No fue fácil la confesión. Nunca son sencillas las confesiones. Una vez hablado, decidí que las palabras se encarnaran en el cuerpo: visitar a la endocrinóloga, medir mis niveles hormonales, aplicar estradiol en las mañanas, inhibir la testosterona con una inyección, cambiar el clóset. Luego el cuerpo le exigió de vuelta a las palabras algo más, porque así va el juego del lenguaje: se van trenzando las letras a la piel. La exigencia: un nombre para modificar mi lugar en el mundo.
En ese momento entendí que lo que estaba cambiando era el cuerpo social. No basta con la intervención estética, hacía falta la palabra para posicionarme en un lugar en el mundo. Difícil asunto autonombrarse. Igual que mis padres, tenía que ponerme en la búsqueda de una palabra nueva para afirmar lo que yo quería ser. La comunidad trans habla de nombre muerto al referirse a ese con el que te llamaron al nacer. Cambiar, borrar, enterrar, modificar. Aún me cuesta pensarlo. No sé muy bien cómo entender ese gesto. Son todos verbos muy distintos y no sé con cuál quedarme. Pero creo que en todos hay algo de duelo. Se pierde algo para ganar otra cosa. ¿Qué es lo que se pierde? Me gusta pensarlo como Paul Preciado: más que la identificación con el otro género, la transición es un proceso de constantes desidentificaciones. Es decir, he decidido lanzarme a la peor pesadilla del neurótico: la ambigüedad. Soy la neurosis del otrx, que no sabe cómo llamarte, dónde ponerte, qué baño indicarte, si te revisa en la entrada de la fiesta el guardia hombre o la guardia mujer.
El nombre de una persona viene, incluso, muchas veces, antes de que haya salido del vientre materno. Se habla de ti antes de ti. Me pregunto si habrá existido en la historia alguna persona que no haya tenido nombre. Si pasó, no podemos hablar de ella. No existe. Y en una transición, lo que queremos es existir, existir de otra manera.
***
Varias veces me han preguntado por qué escogí este nuevo nombre: Felicia. La palabra y su simbolismo. Una parte de mi nuevo nombre es un restante del antiguo. Feli. Así, solo es necesario cambiar el artículo al diminutivo ya existente: La Feli. Y “licia” me gusta pensarlo como un pedacito del personaje de Lewis Carroll. Alicia, en un mundo fantástico, lleno de locura, magia y horrores, es también una pregunta por la identidad. Su cuerpo cambia de tamaño tomando brebajes, al igual que lo hago con el mío a través de hormonas. En uno de los capítulos del libro, el personaje de la Oruga Azul le pregunta: ¿Quién eres tú? Tremenda interrogante. ¿Alguien puede realmente responderla? Alicia no lo sabe muy bien. Y dice:
Apenas sé, señora, lo que soy en este momento… Sí sé quién era al levantarme esta mañana, pero creo que he cambiado varias veces desde entonces.
Temo que no puedo aclarar nada conmigo misma, señora, porque yo no soy yo misma, ya lo ve.
Si alguien cree saber quién es a cada rato es solo porque no se ha detenido en la pregunta. Al momento de hacérsela, estoy segura de que cualquiera caería en un abismo sin sentido. No somos lo que éramos antes, pero aun así somos lxs mismxs de siempre. Pensar que somos una diferencia que se repite día a día es complejo. Por eso, cuando te preguntan “¿quién eres?” la respuesta suele ser un nombre. Es que pareciera ser que el nombre es una ilusión, una palabra que enmascara ese conocimiento siempre latente de lo que (no) sabemos de nosotrxs mismxs.
Y, a propósito de anuncios al mundo, aún no le digo a mis padres que me llamo Felicia. Pero no sé por qué sospecho que ellxs ya lo deben saber.
Nací en Punta Arenas en 1986 (Chile). El 2007 me vine a vivir a Santiago. Estudié la Licenciatura en Teoría e Historia del Arte (Universidad de Chile) y luego tomé una especialización en Arte Terapia. Desde hace varios años sigo atrapada en la capital. Soy bastante fanática de la literatura y el cine de terror. Ahora estoy retomando un Magister en Filosofía para investigar sobre el concepto de identidad.