A finales de 1943, mi abuelo luchó por expulsar a las SS de su Nápoles natal. Fue un combate espontáneo: ellos no eran más que unos campesinos feroces, armados con escopetas y rastrillos, y enfrente tenían al Tercer Reich. Entre los nazis, además, se contaban varios traidores napolitanos —un amigo de la infancia, algún pariente remoto, caras vagamente reconocibles entre la polvareda y la sangre—. Quizás por eso, él nunca alardeó de esa victoria. Como única medalla obtuvo una bala alojada en el cerebelo, que lo dejó tartamudo de por vida. Después huyó: saltó a un barco sin nombre, navegó hacia un país sin pasado.
Nunca lo oí quejarse, sin embargo. Fue un hombre dulce y generoso, que en Buenos Aires fu-fu-fundó un impe-perio, como solía ufanarse —para después aclarar que el imperio éramos nosotros, sus nueve nietos—. Se consumió la sangre en un despacho oloriento a tinta y a tabaco, en el viejo Correo Central. Sus colegas lo adoraban. Cuando se jubiló le ofrecieron un bono —que mi abuelo se negó a aceptar— por haber reducido drásticamente el número de cartas extraviadas. Un mensaje que no llega, solía decir, ta-ta-ta-también es un mensaje. A su jefe le gustaba tanto la frase que mandó a grabarla en una placa de estaño. Me acuerdo de que la destaparon, entre aplausos y chiflidos, durante su cena de despedida. Esa noche fue la única vez que lo vi borracho. Con uno de mis hermanos aprovechamos para preguntarle sobre su juventud en Italia. Fue entonces cuando nos contó sobre la guerra y conocimos el origen de su tartamudez —hasta el momento se negaba a hablar de su pasado, con la excusa de que la vida era muy corta para lamentarse—. Por supuesto, queríamos saber más: si había matado a alguien, si sus padres vivían cuando huyó, si tuvo remordimientos por abandonar su tierra. Pero mi abuelo apuró su copa de un trago y nos pidió que lo lleváramos a casa. No quería arruinar medio siglo de prestigio con una noche de patetismo, dijo.
A todos nos costó verlo morir a cuentagotas. Se fue poniendo flaco, tembloroso, asustadizo. Un día tuvo un ACV. En la clínica de primera categoría donde lo internamos lo vi tan mal, tan pálido y tan blando, que di por hecho que se moría. Me equivoqué. La cirujana no sólo consiguió disolver el coágulo, sino que depositó en la palma de mi mano, oxidada y limpia, una pequeña pieza de metal. No me pude contener —ahora pienso que debería haber esperado a que él estuviera lúcido— y, ni bien se despertó, le enseñé la reliquia.
A los ochenta años, mi abuelo había terminado de expulsar al enemigo, no ya de su Nápoles natal, sino de su propio cuerpo.
Pero entonces hizo algo que me descolocó. Con una brutalidad animal, me arrebató la bala de las manos, se la arrojó a la boca y la tragó dolorosamente. Después, sin decir palabra, entrecerró los ojos y supe que, en ese momento, el enemigo era yo. En ese momento, en esa habitación saturada por el pitido del monitor cardíaco que marcaba el paso de otro tiempo, supe que era yo quien, sin quererlo, había invadido su territorio. Aquel anciano que me miraba con una severidad escalofriante no era mi abuelo, tampoco el empleado solícito o el esposo adorable, ni siquiera el temerario soldado italiano que debió haber sido en su juventud. En ese momento era otro hombre, uno que yo no tenía derecho a conocer.
Publicado el 31/1/2023
Marcos Lizenberg nació en la Ciudad de Buenos Aires en 1989. Estudió Cine y Letras. Publicó reseñas y artículos críticos en diversos medios. Actualmente prepara su primera colección de cuentos. El autor, un periodista porteño, desandó los pasos de su abuelo: le tocó emigrar a Europa en el siglo XXI. Y ese movimiento esquizofrénico lo forzó a repensar el binomio identidad-país.