La casa nueva

Cuento

Llegamos a la casa nueva con la falsa e incómoda certeza de que íbamos a estar mejor, aunque nada debería habernos hecho pensar en eso, ya que era más pequeña y más antigua, pero igual le decíamos nueva, como si el solo hecho de decirlo la hiciera mejorar. Lo bueno era el barrio: silencioso y tranquilo. Veníamos del centro de la ciudad, en donde los ruidos de colectivos y autos empezaban cerca de las cinco de la mañana y no se detenían hasta pasadas las diez de la noche. Está bien que uno se acostumbra o dice que se acostumbra, pero al final termina cansado y más aún cuando se tienen dos niños, uno de seis y otro de ocho, y hay que andar con cuidado para cruzar la calle, cuidado con cerrar bien la puerta, cuidado con dejar objetos valiosos en el auto. De la casa nueva nos gustaba, además del barrio, el patio: grande, de cemento para que los chicos pudieran correr y gastar energía. A Dolores nunca le gustó que se anduvieran ensuciando con tierra, con ese ímpetu que siempre los lleva a excavar túneles para los autos o pozos para esconder tesoros.

El acceso a la casa era directamente desde la calle a través de un jardincito en donde había dos pinos viejos y mochos que daban linda sombra, y ahí no más, una verja de madera pintada de blanco, tan baja que levantando la pierna se podía pasar al porche chiquito. Me gustaba la distancia de la calle.

La casa de al lado era igual a la nuestra y podíamos verla bien porque solo la dividía una medianera de no más de un metro. Desde el porche de la casa nueva se podía ver la entrada con una verjita igual a la nuestra, el pasillo lateral y el patio trasero. Parecía deshabitada. Recuerdo que me llamó la atención cómo ninguno de los dueños de las casas del barrio había decidido subir la medianera o, aunque sea, poner una de esas medias sombras que son indiscretas pero dan un poco más de intimidad. Era como si todos los habitantes se tuvieran confianza. Quizás había alguna especie de acuerdo o disposición municipal para no elevar las medianeras con la intención de que no se perdiera la identidad del barrio. 

A las casas no se les había hecho ninguna clase de modificación y habían ido adquiriendo ese tono triste o descolorido de las cosas olvidadas. 

El frente de la casa nueva se conectaba con el patio trasero a través de un pasillo lateral. Al tomar ese pasillo había una puerta a la izquierda que llevaba a la cocina.

Íbamos a tener que cambiar la mesa del comedor que nos habían regalado los padres de Dolores por una más pequeña y también comprar una cama cucheta para los chicos. De esas con barandas, porque no estaban acostumbrados y se podrían caer. Dolores decía que mejor, que menos para limpiar, aunque yo escuché eso como una resignación. Lo mejor era el porche, para sentarse a tomar unos mates a la sombra de los pinos cuando atardecía.

¿Ya dije que el barrio era tranquilo? Casi que uno se cuidaba de no hacer ruidos bruscos, como arrastrar una silla o llamar con un grito a los chicos. Por eso me incomodó un poco escuchar las risas en el patio de atrás y el golpe de la pelota en la pared medianera mientras tomábamos unos mates en el porche. Pensé que algún vecino podría quejarse. Pero bueno, son niños después de todo.

No se veía un alma en la calle. Me di cuenta de que los jardines estaban todos muy bien cuidados, salvo el nuestro, que merecía unas flores. En primavera nos tomaríamos ese trabajo. Hablamos con Dolores sobre los pinos mochos. Recordé que de chico tenía frente a mi casa unos pinos muy altos. Dos, también. ¡Cómo se doblaban cuando había tormenta! Por eso los habrían cortado. Quedaban lindos igual y era lindo el perfume. Cuando llegamos, los chicos juntaron en una bolsa varias piñas y se pusieron a jugar a la guerra en el patio. Son inquietos los varones, dice Dolores siempre, y tiene razón. Tuvimos que retarlos para que junten el lío que habían hecho.

Dolores estaba entretenida leyendo una novela. No quise molestarla, así que mientras cebaba mates me puse a observar las casas del barrio. Las tejas que habían sido rojas, ahora estaban oscuras por el moho. Las puertas y ventanas parecían ser las originales, y ahí sí que debía haber mantenimiento, si no, no hay abertura que aguante la lluvia y el sol. Hacía mucho que no llovía. La tierra seca y el viento se encargaban de que el polvo se posara sobre los muebles que Dolores se ocupaba de mantener limpios. La calle estaba pavimentada y no parecían circular muchos autos, pero el polvo se mete aunque la casa esté sellada, decía Dolores siempre.

Dio vuelta una página de la novela y agarró un mate que le di. 

—Señor, ¿nos alcanza la pelota?

La vocecita aguda de mi hijo menor sonó muy fuerte en el silencio de la tarde. Estuve a punto de llamarle la atención, pero cuando giré vi que en el patio de la casa de al lado un hombre anciano de aspecto descuidado se agachaba con esfuerzo para recoger la pelota. Luego, con la pelota en ambas manos y un movimiento forzado, se la alcanzó a mis hijos. 

—Gracias y disculpe— le dije levantando una mano, gesto que también era un saludo.

—Son chicos, está bien que jueguen— dijo sonriendo.

—Sí, aunque estos son medio inquietos.

—¡Quién pudiera tener esa edad! Le van a venir bien los niños al barrio. Casi todos somos viejos jubilados. Bueno, ustedes son jóvenes todavía.

Su voz era un susurro y se notaba que tenía que esforzarse para hablar. Imaginé que vivía solo, y acaso por eso su aspecto se notaba tan abandonado. Saludó y se metió otra vez en su casa.

Me quedé pensando en que con el tiempo los viejitos del barrio se irían muriendo y esas casas quedarían para sus hijos o nietos y que las pintarían y levantarían medianeras altas y limpiarían las tejas y cambiarían las puertas y ventanas y colocarían rejas altas. Hasta entonces, el barrio era lo que era.

Dolores terminó la novela y dijo que no le había gustado el final. Es lo que pasa con las novelas, le dije yo, que prefiero leer cuentos. Estaba refrescando, así que nos metimos en la casa. Los chicos ya estaban mirando unos dibujitos. Me causó gracia ver cómo el televisor les quedaba tan cerca. Sentados en el sillón, casi hubieran podido tocarlo con los pies si se esforzaban. Y sí, la casa era muy chica. Pero el barrio era tranquilo.

Cenamos algo y nos fuimos a dormir. Creo que no escuché ningún auto y solo se oían los ruidos de la noche. Serían las tres de la mañana cuando me sobresalté y prendí el velador. Vi que Dolores le había arrojado una almohada a la cortina.

—¡Un grillo! —dijo furiosa.

—Bueno, ya está. Vamos a dormir— le dije yo, que hacía mucho tiempo que no dormía de forma tan profunda.

—¿No lo escuchabas? —me cuestionó, enojada.

Yo negué con la cabeza y quise seguir durmiendo. Entonces, también lo escuché. El ritmo monótono y penetrante del grillo. Era el sonido más torturante que había escuchado en mi vida. Me levanté y busqué el insecticida. Inmóvil, como agazapado, esperé que comenzara otra vez. Y lo hizo. Creí escucharlo en la ventana, que rocié con el veneno. Dolores, ya ofuscada, se fue a dormir a la pieza de los chicos. Sentí la puerta de la habitación que se cerraba. Tres veces le rocié veneno en la zona en donde estaba seguro que se había escondido, pero tuve que ir a dormir al sillón. Así y todo no me dejó descansar, y por la mañana me di cuenta de que Dolores y los chicos también habían dormido mal. ¿Será posible que un grillo nos haya arruinado así?, dije más para mí que para los tres pares de ojos que me miraban desde la mesa.

El día empezó fresco y nublado, pero al mediodía salió el sol. Dolores y los chicos se fueron a dormir la siesta. Yo levanté la mesa y junté la basura en una bolsa que saqué al canasto. Cuando salí por la puerta lateral, vi al anciano que había alcanzado la pelota. Nos saludamos y fui a tirar la basura. De una de las casas de enfrente salió una mujer joven, con el cabello rubio y lacio. Me miró de forma leve y me saludó con una inclinación de cabeza. Yo levanté una mano. Dio media vuelta y entró. Cuando regresaba a la casa con la idea de acostarme yo también, el viejito me habló.

—¿Difícil noche con los grillos?

Pensé que lo que había escuchado era una alucinación debido a mi cansancio y estado de somnolencia. Que en realidad había dicho “Difícil noche con los gritos”, por los chicos, que antes de caer rendidos por el sueño habían jugado a correrse y hacerse cosquillas. Se ve que notó mi desconcierto porque reformuló la pregunta.

—Los grillos, digo, ¿no lo dejaron descansar?

—La verdad que no. Nunca me había imaginado que ese sonido podía ser tan molesto.

—Es el barrio. Casi no hay ruidos acá, entonces se nota más. Pero quédese tranquilo, ya se acostumbrará.

—No creo que eso pase, esta noche no se me va a escapar— dije mientras me sentaba en la pequeña medianera.

—No gaste energías en intentar matarlos. Yo me acostumbré.

—¿Es así todo el año?

—¿Todo el año? ¡Claro que no! Es más que nada cuando se va el verano y viene el otoño.

El anciano estaba sentado en una reposera y esta vez pude observarlo bien. Tendría por lo menos ochenta años. Llevaba una especie de boina un poco gastada y su piel era muy blanca y casi transparente. Usaba unos anteojos de marco ancho que se acomodaba a cada rato. Decidí presentarme y conocer más a mi vecino. Me dijo que su nombre era Pedro y que su esposa estaba internada en el hospital. No me dio más explicaciones, aunque por su tono percibí que podía ser algo grave. 

—No la puedo ir a ver porque le hace mal. No habla porque está intubada la pobrecita, pero el otro día yo estaba a su lado dándole la mano y cuando me vio me di cuenta de que se puso nerviosa. Por la respiración, ¿vio? La noté sobresaltada. Ella siempre que se pone nerviosa respira fuerte. Entonces no volví a ir y acá la espero. Tarde o temprano sé que va a venir.

Sentí ternura por la historia de Pedro. No quise preguntarle si tenía hijos, pero en los pocos días que llevábamos en la casa nueva no habíamos visto a nadie venir a visitarlo. Le dije que, si necesitaba algo, no dudara en llamarnos.

—Gracias y vaya a descansar, que a la noche están los grillos.

Y sonrió. Yo lo saludé y me fui a dormir la siesta. Dolores y los chicos ya dormían, los tres en la cama grande. Me fui a la otra pieza, y cuando crucé el pasillito, vi en el comedor un grillo negro y enorme que de pronto saltó y se metió debajo de la heladera. Rocié el resto del veneno que quedaba y me acosté. 

Me despertaron dos horas después los pelotazos en la pared del patio. Los chicos ya habían juntado energía y jugaban. Mejor, así se dormían temprano a la noche. Dolores leía una nueva novela en el sillón. Preparé unos mates y nos fuimos a sentar en el porche. Pedro ya no estaba en su reposera. No quise contarle a Dolores nada del encuentro con el vecino.

Seguía sin llover, pero era otra tarde agradable. Durante la siesta habían pasado los basureros. En el canasto de la vecina tampoco había nada. De pronto, un silencio prolongado en el patio de cemento llamó mi atención. Me levanté y fui a revisar qué estaban haciendo los chicos, y lo que alcancé a ver fue al mayor saltar el tapial del fondo. Les grité, pero ya era tarde. Corrí, salté el tapial y los traje de los pelos. Creo que nunca me había enojado tanto. Se les había ido la pelota y el más chico quiso ir a buscarla, pero no podía subir para volver, entonces el hermano lo quiso ayudar y quedó también del otro lado. Sabían que era la zona prohibida, por eso los puse en penitencia: no habría dibujitos hasta el día siguiente. Eso les dolía. Lo único que faltaba era que les pasara una desgracia estando en el barrio nuevo. Encima que estábamos sin auto.

Cuando me senté a seguir con los mates, Dolores me miró.

—Me imagino que les sacaste las zapatillas. Con el polvillo y tierra que hay del otro lado, van a ensuciar todo.

Le dije que sí y me cebé un mate. ¿Tan interesante era la novela que leía? Yo siempre amé el silencio y ella leer, por eso nos gustaba el barrio, pero a veces me daban ganas de conversar. En ese momento el silencio era intenso. Todo tan quieto. Cerré los ojos por unos segundos y no sé si me dormí, pero cuando los abrí escuché unas voces en la casa de Pedro. Era en el patio. Sentados en sus reposeras estaban él y, al lado, una mujer mayor. Me acerqué. El viejito sonreía feliz.

—¿Qué le dije? ¿Vio que ella iba a venir? Era cuestión de tiempo no más.

—Me alegro, señora. Pedro ya la estaba extrañando mucho— me atreví a bromear. Fue un error.

La mujer bajó la mirada y se puso a llorar. Le temblaban las manos. 

—Está triste por nuestros hijos. Vinieron a dejarla y tuvieron que irse, pero prometieron que el domingo van a volver, ¿no es así, mi amor?

Pedro me hizo un gesto y entendí que tenía que retirarme. Saludé y regresé al porche.

Los pinos se movían por el viento que se estaba levantando. Me quedé pensando en que Pedro y su esposa tenían hijos. Faltaban dos días para el domingo. Dolores me dijo que la novela era mala y que la iba a abandonar. Yo le volví a decir que había que leer cuentos, que no necesitaban rellenos ni fragmentos muertos. Que la novela ya había pasado de moda y que lo que se publicaban como nuevas novelas no eran más que cuentos extendidos.

—Ya evolucionará el mundo y se volverá otra vez a los cuentos, vas a ver.

Yo no había llevado aún mis libros a la casa nueva, pero sabía que mi madre me los traería pronto, ya que los tenía ella hasta que nos acomodáramos bien. Tomamos unos mates más y entramos.

Salí a tomar el último aire de la tarde debajo de los pinos que me recordaban a mi infancia, cuando sentí que Pedro arrastraba sus pies con dificultad y llevaba las reposeras hacia el interior de su casa. Me acerqué y, cuando me vio, se detuvo.

—Está triste— dijo refiriéndose a su esposa, como si la conversación que habíamos tenido antes hubiera sido puesta en pausa y ahora continuara.

—Me imagino, pero ya se va a poner bien.

—Le va a costar. Yo también estuve internado muchos meses y cuesta adaptarse.

—Pero bueno, el domingo vienen los hijos. Eso le va a venir bien.

—Sí. Esperemos. Al principio no es fácil.

Amagó a decirme algo más, pero saludó y siguió cargando las reposeras. Entonces habló de nuevo, ya sin mirarme.

—Y esta noche póngase algodón en los oídos. Ayuda un poco al principio.

Y me saludó diciéndome que descansara. Yo me quedé sin entender y recordé que había llenado de veneno debajo de la heladera. El sol ya estaba cayendo. Miré que todo estuviera bien en el patio y entré a la casa.

Esa noche volvió a suceder lo mismo: el sonido estridente del grillo parecía penetrar las paredes y estar en todos lados. Recordé lo que me había dicho Pedro y nos tapamos los oídos con algodón. No voy a decir que no sirvió para nada. Al principio parecía la mejor solución, aunque en medio de tanto silencio, dejó de ser un método eficaz y al cabo de media hora parecía que no teníamos nada en los oídos. Pensé que al día siguiente buscaría los auriculares y que me dormiría escuchando música.

Fui a la cocina a tomar un vaso de agua. El silencio en el barrio era sepulcral. Solo se sentían los sonidos muy lejanos de los camiones y autos en alguna ruta, quizás la 51. Pero después era todo silencio, salvo por el grillo. Miré por una rendija de la ventana que la calle estaba bastante bien iluminada. Me pareció bien, porque estos barrios tienen fama de oscuros y hasta peligrosos. Me acerqué a mirar más en detalle a través de la rendija y vi a la vecina del frente que estaba de pie en el portal de su casa y que un hombre estaba parado en la calle. Una cosa me llamó mucho la atención de esa escena, una cosa trivial: que el joven estaba muy abrigado, quiero decir con campera, bufanda y gorro de lana. Ella estaba vestida con un pijama liviano. Solo se miraban. Si hubieran hablado, aunque sea un susurro de voz, los hubiera oído en medio de ese silencio en el que lo único que sonaba era el maldito grillo. Creo que ella lloraba. Al hombre no podía verle la cara porque estaba de espaldas. Habrán estado así unos quince minutos. Cuando ella se pasó su mano por el rostro, confirmé que en verdad lloraba. Luego de un rato, el hombre se marchó y quedó, allí en donde había estado parado, un hermoso ramo de flores rojas, amarillas y violetas con pequeños ramitos blancos. Era enorme y se veía con claridad, sobre el césped verde del jardincito de la mujer rubia. Me quedé observando para ver si ella iba a recoger el ramo, pero lo dejó ahí, en el frío de la noche solitaria. Entró a la casa y se apagó una luz. Esa noche, otra vez dormí en el sillón, pensando en qué historia de amor habría detrás de lo que había visto.

Abrí los ojos cuando el sol estaba saliendo. Entonces descubrí con alegría que una bandada de pájaros muy revoltosos se posaba en los pinos mochos de la entrada de la casa. Fui al baño y luego me tiré otra vez, pero esta vez en mi cama, y pensé en lo que había sucedido en la noche anterior con la vecina. Me asomé por la ventana y vi algo que se me había pasado: el ramo de flores estaba puesto en una especie de maceta pequeña y plateada que decoraba de forma bella pero extraña el jardincito. Por la noche no me había dado cuenta, porque el ramo estaba tan hermoso y erguido que hacía casi desaparecer el recipiente. Pero el viento caliente que había soplado se había encargado de marchitar y volcar las flores hacia un lado y quedó al descubierto. Trataría de hablar con Pedro sobre la vecina misteriosa.

Un poco más tarde, los chicos se despertaron, desayunaron mientras miraban unos dibujitos y se fueron al patio. Yo les advertí sobre lo que había pasado el día anterior. Dijeron que no iban a saltar el tapial y salieron. Con Dolores tomamos unos mates con tostadas y mermelada. En el televisor no había nada para ver. Moví unas cajas que nos habían quedado para acomodar y las llevé a la habitación de los chicos. Entonces sentí la voz de Dolores que me llamaba. Repetía mi nombre en voz baja y con urgencia y me pedía que fuera rápido. Estaba mirando para la calle. Pensé que el enamorado de la noche había vuelto y que ella no quería que me perdiera la escena. Supe que no le iba a gustar nada que no le hubiese contado lo que había visto. A ella le molestaron siempre esas omisiones. Pero lo que vi por la ventana fue otra cosa: dos figuras vestidas de negro de pie en la calle y mirando para nuestra casa nueva.

—¿Qué es eso? — le pregunté a Dolores que estaba muda. — ¿Quiénes son?

Salimos al porche y nos quedamos de pie tratando de entender qué hacían dos personas en la calle y mirándonos. Pero no era solo eso; todos los vecinos del barrio estaban en sus puertas, inmóviles y observando. Por un momento pensé que se trataría de alguna clase de extraña bienvenida. Los chicos aparecieron a nuestro lado y nos quedamos los cuatro inmóviles.

—¿Qué pasa, mamá?

—¿Papá, qué pasa?

Hice dos pasos hacia delante y no pude avanzar más porque reconocí el rostro de mi hermana en una de las figuras vestidas con abrigo negro, que colocó un recipiente plateado sobre el césped, y el de mi madre, mi madre que lloraba y no traía la caja con los libros, ni me miraba, sino que se inclinó y puso las flores en el recipiente del jardincito de nuestra casa nueva.

Publicado el 13/02/2023

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