La invasión Mundial de la desmemoria

“La pasión de multitudes”

El fútbol tiene la significación de una guerra sin muertos, pero con conflicto. Con drama, reflexión e ironía (…)

Osvaldo SORIANO

Una narración construida a partir del frenesí, la alucinación y la resignación se erige en “La pasión de multitudes”, cuento de Rodrigo Fresán.[1] El narrador y personaje principal, de manera confusa, nos habla desde un presente, desde un “ahora”, que le permite reconstruir algunos episodios de su pasado reciente.

Situada en plena dictadura militar, la trama juega con la ingenua pretensión del personaje de desligarse de dos cuestiones que, si se piensa en el ideario social argentino, son las que más pasión y vehemencia despiertan: la política y el fútbol. El narrador soñaba ─o sueña, ese límite entre actualidad y pasado se vuelve confuso en el relato─ con ser escritor, actividad que en esos tiempos llevaba consigo una carga enorme de peligro, pero que al mismo tiempo podía funcionar como arma de transgresión generadora de conciencia.

Sin embargo, el protagonista en ese sentido intenta situarse  fuera del campo de juego, o más bien ─si usamos metáforas futboleras─ en las afueras del “estadio”. Su proyecto “era una novela burguesa. No era una novela militante ni guerrillera ni autobiográfica”. Ese carácter apolítico se traslada al fútbol en términos de “ateísmo”, del estar afuera de una devoción casi religiosa:

Por el camino, los dos tipos me preguntaron (…) cuál era mi equipo de fútbol. Cuando les respondí que ninguno, que el fútbol no me interesaba, que nunca me había interesado, los dos tuvieron un ataque de nervios. Me miraron como si fuera un fenómeno de circo, algo inexplicable, una aberración de la naturaleza que no tenía razón de ser o existir.

Este querer ubicarse en la orilla de los acontecimientos pronto se torna una empresa irrealizable para el protagonista, porque –y ante el secuestro de su esposa por pertenecer a grupos armados, y a razón de portación de apellido–, él también es raptado y conducido a un centro de detención clandestino donde se juega al fútbol. Así, y como esos chicos que no disfrutan de practicarlo, pero son obligados a hacerlo cuando falta uno en la “murga”, el protagonista es puesto en juego.

El fútbol, sorpresiva y casualmente, le otorga al protagonista cierta fama dentro del centro, en el cual se concertaban torneos: “Y aun así, de pronto, resulta que soy un gran arquero”. El deporte aparece como un espacio que, si bien no logra carnavalizar[2] las relaciones de poder vigentes, sí logra, por un exiguo y corto período de tiempo, suspenderlas: “Algún día, supongo, sí se sabrá que en los campos de detención se organizaban torneos de fútbol, que se armaban equipos, que los desaparecidos jugaban contra los desaparecedores y los torturadores contra los torturados”.[3] Contrariando la esperanza de aquellos técnicos de equipos pequeños que deben enfrentarse a otro poderoso y, ante la inminente derrota encuentran consuelo en afirmar que “adentro de la cancha son once contra once”, es ilusorio pensar que en este caso se trataba de un juego equitativo. Expone el narrador: “adivinen quiénes ganaban siempre”. Fresán, no sin cierta dosis de humor negro e ironía, se refiere a los equipos enfrentados como “Falcon Verdes versus Deportivo Alto Voltaje”. Esta suspensión de la realidad hace que, por ejemplo, el infame Videla se permita estrechar la mano del protagonista, prisionero subversivo, y hasta bromear acerca de sus habilidades bajo los tres palos: “con usted de nuestro lado, seguro que ganamos el Mundial del año que viene”.

Una propuesta interesante para analizar el fútbol como un fenómeno que suspende la realidad es reparar en las fotos en que aparece Videla junto a la cúpula militar: destacan por su templanza, seriedad en la expresión, cierta morigeración en los gestos. Pero si prestamos atención a una imagen de Videla, Agosti y Massera, en pleno festejo del último gol de Kempes a Holanda en la final, observamos en sus rostros cierto carácter infantil, aniñado, en los que sobresalen los ojos desorbitados que son reflejo de la pasión de multitudes. En este sentido, Fresán va a jugar con el título de la novela que el protagonista nunca va a poder escribir, La maldad de los niños:

En el relato es manifiesta la referencia al Mundial de Fútbol de 1978, que la dictadura supo utilizar muy bien como un velo político, en tanto pudo lograr que los argentinos depositaran sus miradas en las banderitas y serpentinas que minaban el estadio Monumental sin saber (¿sin saber?) que, a unas pocas cuadras, en la Escuela de Mecánica de la Armada, se torturaba y asesinaba a compatriotas. [4]

Conjeturamos que si se hiciera una encuesta a los argentinos en la que tuvieran que decir lo primero que se le viene a la mente cuando les mencionan el año 1978, los goles del “Matador” Kempes tendrían más preponderancia que el recuerdo de la infamia. El Mundial, el fútbol, siempre se presenta como una oportunidad que da lugar a cierta armonía social, que termina siendo fugaz y fingida.

En un pasaje del relato, como premio por sus increíbles atajadas (las que lo hicieron “ascender”, es decir, atajar para el equipo de los torturadores), el narrador es llevado a dar un paseo por las calles aledañas del Monumental, donde el pueblo, a través de cantos que refuerzan un chauvinismo que aflora asiduamente en las citas mundialistas, festejaba el triunfo a Perú, que depositaba a Argentina en la final del torneo.[5] Dentro del auto en que lo trasladan, una conversación entre conductor y acompañante, refleja la idea del fútbol como (falsa) esperanza de pacificación:

«Ganamos», me dice uno, el que se hace llamar Cable Pelado.

«Y ustedes perdieron», dice el otro, el que no maneja (…)

«No, no ─corrige Cable Pelado─, hoy ganamos todos, hoy todos los argentinos somos hermanos y luchamos por una misma causa y nos preparamos para la batalla final del domingo y la puta madre que los parió, Dios es argentino, me cago en Dios. Al final era verdad, todos unidos triunfaremos, ja.»

Quizás lo más fascinante del cuento de Fresán sea la manera en la que el fútbol, a semejanza de esa fuerza extraña que “toma la casa” en el conocido cuento de Cortázar, invade la mente del protagonista paulatinamente, modificando su memoria y, por consiguiente, su lenguaje.[6] En otro pasaje, el protagonista festeja como un gran triunfo el hecho de que “de tanto en tanto, todavía puedo pensar en algo que no tiene que ver con el fútbol”. Esta invasión del fútbol en la mente del narrador puede leerse de manera más amplia y trasladarlo a toda la sociedad argentina que, como sostuvimos anteriormente, se sumergía en un río de desmemoria para acompañar el clima de alborozo que el Mundial propaga. [7]

El narrador se ahoga en sus recuerdos, que adquieren cierto matiz neurótico: “Yo ahora pienso en cosas como Menottifillolbaleylavolpegalvánpasarellaolguíntarantinipagnaninioviedokillerardilesgallegolarrosavalenciaalonso”. Resulta muy ilustrativo el recuerdo mecánico y perfecto de la formación de la selección, contrastado con el olvido irrevocable de los “compañeros” en el presidio: “Me gustaría poder recitar sus nombres como recito los nombres de los héroes de la Selección Nacional”. Lo que no se nombra no existe, lo que está en boca de todos, los nombres de los jugadores de la selección, son lo único real en la conciencia argentina; por eso los sin nombre, los desaparecidos, adquieren un carácter de irrealidad tan enorme, que su ausencia se da tanto en el plano físico como en el ideario social. El narrador, que quiere olvidar los nombres, encuentra un refugio a su neurosis en el lenguaje, recordando a los hombres del equipo. Pero, al hacerlo, cae en el lenguaje de todos, fijando los nombres con que la violencia del Estado eclipsa otros nombres, otros hombres.

Hacia el final del relato, en el momento en que está dispuesto a atajar un penal, el narrador repentinamente tiene una revelación: se le ocurre el final de la novela que se había propuesto escribir. A pesar de un tratamiento bastante diferente en la trama, es similar a lo que ocurre con el protagonista de “El milagro secreto”, cuento de Borges.[8] Pero esta revelación, en el relato de Fresán, termina condenándolo ─a diferencia del Hladik, el personaje de Borges, quien ya está condenado de antemano─ ya que se sumerge en un estado tal de pasmo que no realiza ningún movimiento cuando viene la pelota, por lo que los militares, que ignoraban la iluminación de su arquero, deciden ejecutarlo por dejarse hacer el gol. Otra vez, el lenguaje futbolero, los cánticos tradicionales de la hinchada, se amalgaman en la mente del protagonista, que explica su trágico final: “Me expulsan. Me van a poner a saltar. Me van a reventar. Argentina, Argentina”.

El protagonista es subido a un avión y drogado, su destino son los perversos “vuelos de la muerte”. Recién aquí cobra sentido el “ahora” confuso que enmarca el relato desde un comienzo: “Ahora subo. Ahora vuelo. Ahora caigo. Ahora caigo y nadie me va a atajar.” A diferencia de Hladik en el cuento borgeano, que obtiene el milagro de terminar su obra para poder así morir, el narrador del cuento de Fresán, antes de morir, olvida el final de la suya, con el agravante de que en su mente lo que fluye es materia más baladí, insustancial e incluso despreciable para el protagonista: el fútbol.

El final del personaje se conjuga con otro final o, mejor dicho, con otra final: la del Campeonato del Mundo. Las dos anestesias, la del protagonista, empastillado y a punto de ser arrojado al río; la de la población, anestesiada por el fútbol y el triunfo, dan lugar a una Argentina ambivalente, a caballo entre la desdicha y el éxtasis. Antes de soltarlo del avión para que caiga al río, su verdugo, en un momento de enorme regocijo, le dice “campeones”.

A partir de esa última palabra, dos posibles lecturas se desnudan ante el lector. Por un lado, se puede pensar que se trata de una voz genuina, que incluye al prisionero en el festejo a pesar de la insondable distancia existente entre víctima y victimario, y que refuerza lo analizado anteriormente acerca del fútbol como deporte que, idealmente, tiende a lograr cierta armonía y hermandad social. O bien, en oposición, es posible razonar que una vez terminado el Mundial, todo retorna a la normalidad y esa fraternidad artificial se esfuma en el aire. En realidad, los “campeones” son ellos, los militares, organizadores del Mundial y fiel reflejo de la argentinidad. La subversión representa al bando perdedor. Por eso la palabra final “campeones” se transforma en un signo de demarcación de límites, claros y precisos, para trazar una frontera entre los ganadores y perdedores de la historia, pensada en este cuento como un gran partido de fútbol.

No sin cierto grado de escepticismo, nos inclinamos por la segunda interpretación.

Publicado el 6/9/2022


[1] Incluido en Historia Argentina, Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2017.

[2] El verbo carnavalizar responde a un concepto introducido por el teórico literario soviético Mijail Bajtin, quien veía en el carnaval un fenómeno en el que las relaciones jerárquicas de la sociedad, momentáneamente, se oponen a las cotidianas.

[3] Muy famosa es la “Tregua navideña” del año 1914 cuando, en plena Primera Guerra Mundial, los ejércitos británicos y alemanes abandonaron las armas y, entre otras cosas, jugaron un partido de fútbol.

[4] La dictadura de Pinochet, en este sentido, redobló la apuesta: tenía un centro clandestino de detención dentro de las instalaciones del Estadio Nacional de Santiago. En 1974, la selección soviética se negó a jugar contra Chile en dicho estadio, aunque su país lejos estaba de ser el más democrático del orbe.

[5] Partido de lo más polémico para cualquier futbolero, que invitó a dudar acerca de la legitimidad del triunfo argentino. La selección debía ganar por una diferencia de más de cuatro goles para acceder a la final del torneo. Se habló de una “visita” de los militares al vestuario peruano; se habló de sobornos a algunos jugadores; tranquilamente pudieron haberse conjugado ambas. Lo cierto es que la selección ganó con un contundente seis a cero.

[6] Hasta la persona que menos se entusiasma con el fútbol en Argentina tiene impregnadas ciertas frases propias de su enciclopedia, tales como “te la dejo picando”. Si pensamos en el discurso político, a veces los gobernantes incluyen en sus parlamentos frases futboleras, como si de esa forma el pueblo entendiera de mejor manera lo expresado. No puedo evitar recordar un discurso del ex mandatario Mauricio Macri, cuando en un acto en Pergamino, en el año 2019, trazaba un curioso pero no menos paupérrimo paralelismo entre la debacle económica de su gestión y los campeonatos perdidos cuando era presidente de su querido Boquita.

[7] Recomendamos al lector el breve cuento “El que no salta es un holandés”, de Mabel Pagano. En dicho relato se construye una narración que juega con los contrastes presentes en esa república “que era una gran cancha de fútbol”: por un lado, la espectacularidad del Mundial; por el otro, los reclamos que realizaban en las sombras y sin apoyo ninguno las Abuelas de Plaza de Mayo, quienes resultaron ser la alarma del despertador de las conciencias argentinas.

[8] Incluido en Ficciones (1944)

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