La metáfora

Mes Borges

En sus ensayos “La metáfora” (1921), “Examen de metáforas” (1925) y “Palabrería para versos” (1926), Borges propone un acercamiento a diferentes acepciones del término metáfora y estudia los procesos que estas presentan a través del lenguaje —en otros términos, cómo la metáfora pone en crisis al lenguaje al mismo tiempo que este último está construido por ellas—. A continuación, citamos dos fragmentos significativos en los que el escritor, después de recorrer algunas clasificaciones de los eruditos, plantea la inconveniencia de distinguir la metáfora en tipos discriminados:

“Pero es inútil proseguir esa labor clasificatoria comparable a un diseño sobre papel cuadriculado. Ya he desentrañado bastantes imágenes para que sea posible y casi segura la suposición de que cada una de ellas es referible a un arquetipo, del cual pueden deducirse a su vez pluralizados ejemplos, tan bellos como el inicial, y que no serán, en modo alguno, plagios”. [1]

“Un ordenamiento que bastase para la intelección total de las metáforas que cualquier libro de los antedichos incluye sería —tal vez— aplicable a toda la lírica, y su escritura no ofrecería grandes trabas. Tal sistema sólo parecerá imposible a quienes niegan el infinito poder arreglador de nuestra inteligencia […]”. [2]

La frase que enuncia Borges en ambos textos permite considerar todas las metáforas como funcionales a un proceso indiscutible: el de ligar un concepto con otro mediante un mismo proceso que concibe tramas “de modo tal que a una se la trasiega en la otra”. Para el autor, la identificación voluntaria de estos conceptos disímiles son necesarios, mas no la clasificación de ese proceso en subprocesos que operan de manera similar a través de diferentes estrategias.

También en “La metáfora”, Borges menciona el carácter “tanteador” y “provisional” de nuestro lenguaje frente a una realidad objetiva. Por definiciones estrictamente descriptivas podemos intuir que el autor piensa al lenguaje como una entidad provisoria, momentánea, no fija; por lo tanto, sujeta a cambio. Y también como imperfecta, gracias al adjetivo tanteador que irrevocablemente nos remite a una escena en la que el tacto se pone en juego y la vista se deja relegada; por lo tanto, un proceso del que se obtiene una experiencia incompleta, ya que no se armonizan todos los sentidos.

Haciendo un acercamiento más riguroso a las afirmaciones de Borges, podemos observar que las metáforas —y la lengua— nos muestran un fragmento de la realidad, infranqueable en su totalidad, del mismo modo que el cine y la música, por ejemplo, son productos artísticos que, dentro del proceso de semiosis, pueden mostrarnos otros fragmentos, “submundos”. Recordemos que el autor argentino en su texto escribe: “[…] ambas son una vinculación tramada entre dos cosas distintas, a una de las cuales se la trasiega en la otra. Ambas son igualmente verdaderas o falsas…”

Un ejemplo que podemos ofrecer en relación a la percepción visual —quizás la más familiar y la que empleamos cotidianamente a sabiendas— es el de la pintura La escuela de Atenas (1512) de Rafael Sanzio.

La escuela de Atenas

En esta obra pictórica se pueden observar los máximos representantes de la filosofía griega en la polis ateniense, sus fundadores de discursividad [3] y, en un marco un poco más universal, los orígenes del pensamiento de Occidente ulterior. Esta obra también ostenta un fragmento constitutivo de la realidad objetiva ya mencionada.

Desde nuestra perspectiva —y a la luz de lecturas como la de Signo (1973) de Umberto Eco— optamos por sostener que el universo sígnico no puede reducirse únicamente a lo verbal. Borges, en sus textos, no ahonda en demasía con respecto a manifestaciones sígnicas que excedan lo verbal; sin embargo, notamos algunos fragmentos que pueden considerarse valiosos en este sentido.

En “La metáfora”, Borges sostiene: “Nuestra memoria es, principalmente, visual y secundariamente auditiva. De la serie de estados que eslabonan lo que denominamos conciencia, sólo perduran los que son traducibles en términos de visualidad o de audición”. Lo que nos viene a decir que la vista y, por lo tanto, la lectura de un cuento, por nombrar un ejemplo, representa una forma de relacionarse sígnicamente con el mundo.

En el texto “Examen de metáforas”, Borges, en medio de una comparación entre el uso de metáforas plebeyo y culto, afirma: “…al plebeyo le interesan las comparaciones nada curiosas y se desquita con hipérboles altivas…”. No sería descabellado manifestar que se podría trasladar esta postura a la realidad literaria, la cual está conformada por obras destinadas a “consumidores activos” y “consumidores no activos” —quizás remitimos en este caso a la literatura que repite ciertos elementos familiares, como las novelas o folletines por entregas que analizaban, por ejemplo, Prieto y Sarlo[4]—. Volver siempre a los mismos tópicos, a los mismos caracteres de los personajes, utilizar siempre un mismo lenguaje, no es otra cosa que una forma estanca de enlazar lenguaje y realidad.  Mediante este recurso se generaba un espacio familiar para el consumidor de estas novelitas; consumidor que va al kiosco, se sienta y lee el folletín, esperando que satisfaga su horizonte de expectativas familiar, monótono y llano.

En otro de los pasajes de “La metáfora”, Borges introduce una investigación de Francis Galton que versa sobre las metáforas intersensuales. Se trata de la unión entre elementos que pertenecen a diferentes esferas de los sentidos. En ese sentido, menciona un verso de Quevedo en el que se habla de negras voces. Se liga un concepto que pertenece a la percepción visual a otro que se circunscribe a la percepción auditiva. 

Lejos de aportar un carácter verídico e incuestionable a los resultados del presente estudio, el escritor de Ficciones concluye en que la audición colorativa es consecuencia de asociaciones casuales y que carece de universalidad. Por lo tanto, no existe una motivación real y justificada entre los colores visualizados y los sonidos de las letras, sino que es resultado del azar.

Ferdinand de Saussure, quien sentó las bases para la creación de la Lingüística, postuló la noción teórica de signo en la comunicación humana[5]. Puntualizando en la lengua como un código conformado por signos, teorizó acerca de la conformación de estos últimos. Significante y significado, dos caras de la misma moneda. Por un lado, el significante representa la imagen acústica y, por el otro, el significado, al concepto mental o psíquico que genera el hablante.

Dentro del marco de la teoría saussureana, podemos establecer una conexión entre la relación significante-significado de Saussure y la metáfora que analiza Borges. Por ejemplo, en el caso de la visualización de colores en las vocales, las imágenes acústicas de éstas remiten a significados colorativos en la psique de quien las escucha.

Además, y entendiendo a la mencionada relación entre significante-significado como arbitraria (es decir, sin una motivación clara o justificable), se produce el mismo efecto en el ejemplo citado por Borges. No hay una relación motivada entre el sonido de la letra A y el color negro. Es arbitrario. Pero, por el contrario a la lengua en la que los signos son arbitrarios pero consensuados, en el caso del ejemplo del texto “La metáfora”, esta relación es individual. Ya no es social como en la lengua sino que se limita a cada persona. No es social, ni universal. Podríamos, por tanto, considerar que la realidad y el lenguaje, en su arbitraria relación constituyen en sí una gran metáfora. Debido a que el lenguaje en sí organiza una realidad paralela a la que designa es, intrínsecamente, una gran metáfora.

Borges señala que las percepciones visuales abundan y son más efectivas que las demás (como las percepciones de olfato, sonoras, gustativas o táctiles). Afirma que la memoria es primeramente visual y segundamente auditiva. Menciona los recuerdos de la infancia y dice que, generalmente, recordamos imágenes de aquellos primeros años pero no así sonidos, tactos o gustos.

Esta idea que plantea Borges nos parece asaz real, aunque también creemos menester no dejar de recordar los distintos sentidos que componen la memoria. Entre ellos, el olfato, o el sonido, que frecuentemente nos rememoran aromas o voces que decantan en nuestra memoria. Aun así, la imagen, en nuestra mente y en nuestra percepción, es el sentido más importante, más usado. Pero, al mencionar también la existencia de los otros sentidos (del auditivo en segundo lugar, por ejemplo), creemos que Borges abre la puerta a considerarlos y no descartarlos del todo. Sí, dice que la vista es lo más importante, pero no descarta de cuajo los otros. Esta preponderancia, sin embargo, no es inocente y relega a un segundo orden al resto de los sentidos.

Consideramos que los signos no se limitan solamente a percepciones visuales. Probablemente la gran mayoría de los signos se asocian con éstas, pero no representan la totalidad. Lo conceptual y lo abstracto también ocupan un lugar significativo en el mundo de la semiosis.

¿Qué pasa cuando leemos fragmentos de algún cuento o novela y, acertadamente, identificamos a su autor? Por ejemplo, Juan José Saer. Basta leer solo algunas de sus oraciones para que, con su ritmo prosaico tan característico, reconozcamos que la obra pertenece al santafesino. En este caso, las pocas líneas de texto funcionan como significante, como imagen acústica. En cuanto al significado, éste se encuentra en nuestro horizonte de expectativas “mental” generado por lecturas que realizamos con anterioridad.      

Borges, por otra parte, y de forma brillante,  se pregunta: ¿Cómo creer, además, que una cosa pueda ser la realidad de otra, o que haya sensaciones trastocables –definitivamente– en otras sensaciones?” Él refiere que a pesar de que nosotros, mediante la metáfora, liguemos una entidad a otra, en efecto las realidades objetivas de estos dos (o más) partícipes de este proceso no pueden ser  el otro nunca. Esto significa que a pesar de lo fuerte que sean los esfuerzos por mostrar lo contrario, la relación entre una cosa y otra a través del uso de una metáfora no es más que un recurso estilístico de la voz poética.

Algo similar sucede con las sensaciones. No se puede trasladar nunca de forma fiel y fidedigna una sensación en otra, ya que no existen dos iguales. Del mismo modo que no existen dos palabras iguales, por lo que la definición de los sinónimos nos resulta obsoleta, ya que no hay dos vocablos que aluden a lo mismo, sino que en el sistema amplio que establece la lengua todos los elementos se definen por oposición.

Lo que sí se puede lograr —y es acá donde brilla la metáfora como método predilecto— es un acercamiento de un elemento con otro, mediante una característica o propiedad con cierto grado de comparabilidad o trastocabilidad; pero estos rasgos de transposición no son más que convenciones o comodidades que el escritor ingenia, mediante ardides a su disposición,  para desafiar a sus lectores a reconocerlas. Por ello Borges habla de sensaciones “trastocables”. Las cosas del mundo no pueden tampoco traducirse en palabras. Y lo mismo con todo tipo de traslación, de traducción: una novela en una película; o la persona que está viva frente al pintor que lo retrata, cuya imagen termina en una tela plana.

En “La metáfora”, Borges realiza una clasificación de éstas. Dentro de este orden es notable la mención de las metáforas excepcionales que, para el autor, constituyen el campo más restringido de metáforas; él afirma que son poquísimas y representan un verdadero milagro en la gesta verbal. Se podría decir, entonces, que son casi meramente literarias y parte de la voz poética.

Borges, en “Palabrería para versos”[6], discurre sobre un postulado propuesto por los académicos de la Real Academia Española, que sitúa a la lengua española en un orden superior respecto a otras lenguas. El autor brinda un ejemplo considerable para refutar esta proposición, comparando el número de palabras que existen en diferentes lenguas.

El francés, una de las lenguas hegemónicas en el mundo, tiene un número de términos muchísimo menor que la lengua española. ¿Es esto una muestra de que es una lengua inferior? Por supuesto que no, una lengua no puede despertar la envidia de otra porque la función de éstas es cumplir su función comunicativa y permitir el desarrollo del habla. Sí se pueden, por ejemplo, ocasionar préstamos lingüísticos que se originan en el intercambio cultural, propio de un mundo globalizado. El autor declara: admirar lo expresivo de las palabras es como admirarse de que la calle Arenales sea justamente la que se llama Arenales”. Mediante este claro ejemplo Borges critica a la RAE. ¿Por qué admirar lo expresivo de las palabras cuando justamente son creadas para expresar algo?

La Real Academia Española, en el fragmento mencionado anteriormente, introduce una premisa que nos hace ruido: la supuesta riqueza que posee la lengua española. Para corroborar esto habría que argüir una cierta idea objetiva de que una lengua específica es más estilística que otras. Al igual que Borges con su ejemplo de la calle Arenales consideramos que, lo que entendemos como riquezas, no son nada más que términos que hemos creado para definir ideas, términos que consideramos “correctos” o “perfectamente encajables”. ¿Qué son las riquezas? ¿Tener, acaso, varios significantes para nombrar al caballo en sus distintos estadíos de la vida? ¿O, como pobreza con respecto al inglés, tener “hola” en comparación a “hello” y “hi”?

Consideramos que la superioridad en cantidad de vocablos en un idioma está intrínsecamente relacionada con su idiosincrasia, su cultura y su cercanía a los referentes[7]. Así como un esquimal atesora varios términos para nombrar distintas variedades de blanco, no poseerá palabras que diferencien las distintas épocas por las que transita un caballo en su vida, por ejemplo.

En realidad, las lenguas son arreglos posibles del mundo, clasificaciones. Sólo eso. Desde la antropología no se concibe la existencia de culturas superiores a otras: eso sería lo que llaman etnocentrismo. Todo patrón cultural es etnocéntrico con respecto a su propia cultura. Ese tipo de conductas dieron origen al imperialismo y también al racismo. Se puede pensar, también, que todo patrón lingüístico es etnocéntrico: todo hablante tiende a creer a su lengua como “la mejor”, la más expresiva, la lengua perfecta. Eso no es más que un efecto producto de la familiarización y la naturalización. 

Lo que sí existe y podemos destacar en función de esta riqueza es que hubo períodos en que autores consagrados u otros personajes históricos realzaron su lengua permitiendo que sea conocida en todo el mundo. Podríamos nombrar a Shakespeare, para el inglés; a Cervantes, para el español; o a Goethe, para el alemán.

Borges en “Palabrería para versos” llega al punto de argumentar que la ciencia intenta erigirse como portadora de una verdad que le permite el acceso a una supuesta realidad objetiva. Pero, al igual que un literato o un filósofo, para lograr ese cometido su herramienta no es otra que el lenguaje. En este sentido, regresando al ya mencionado texto “La metáfora”, leemos un pasaje muy ilustrativo:

Así, cuando un geómetra afirma que la luna es una cantidad extensa en las tres dimensiones, su expresión no es menos metafórica que la de Nietzsche cuando prefiere definirla como un gato que anda por los tejados. En ambos casos se tiende un nexo desde la luna (síntesis de percepciones visuales) hacia otra cosa: en el primero, hacia una serie de relaciones espaciales; en el segundo, hacia un conjunto de sensaciones evocadoras de sigilo, untuosidad y jesuitismo. (…) Antes son -como todas las explicaciones y todos los nexos causales- subrayaduras de aspectos parcialísimos del sujeto que tratan hechos nuevos que se añaden al mundo.

Luego de esto, postula —ya que el fin de la lengua, y de los sustantivos en unidades menores, es el de simplificar sensaciones y adjetivaciones, respectivamente— la idea utópica de que exista en la lengua la posibilidad de condensar lo que hoy son frases en una única palabra que lleve la carga en sus hombros de todo el peso semántico, casi como en “El Aleph[8] con todo el universo habido y por haber. Borges reconoce el carácter utópico de su planteo pero confía en que la lengua no hará más que simplificarse con el devenir del tiempo, pregonando la pragmaticidad de los discursos comunicativos antes que la estética del habla o el uso de recursos retóricos refinados.

Borges, a pesar de hacer hincapié particularmente en la lengua, no excluye al lenguaje de ostentar un carácter inventivo. Por el contrario, el escritor argentino lo extiende al lenguaje porque —y volviendo a Saussure que considera al lenguaje como una facultad humana, al hombre como creador nato de lenguaje—, en realidad, lo inventivo es el humano, no sus formas de comunicarse; éstas sólo explicitan la capacidad de invención intrínseca del hombre. Esto se traduce indiscriminadamente a la música, al cine, a la pintura, y a cualquier lenguaje que éste cree.

En el ámbito de la música podemos pensar en las vanguardias, que pregonan la ruptura con un esquema dominante y que terminan por fundar discursos nuevos, a causa de resquebrajar el discurso previo; pensamos aquí en Piazzolla, que rompió con el tradicional 2/4 tanguero y fundó la vertiente más moderna de dicho género. A pesar de que Borges tiene al carácter inventivo dentro de sus predilecciones estilísticas, la realidad es que su visión siempre fue sesgada; basta recordar que de Piazzolla — a quien acabamos de utilizar como ejemplo— y de la camada del tango de vanguardia dijo insidiosamente: “[…] Hay una diferencia casi insalvable entre “El choclo”, “La cumparsita” y los últimos experimentos de los músicos de vanguardia…[9]

Además, podemos ejemplificar desde el ámbito artístico pictórico referenciando a los diversos movimientos artísticos. En el caso de la pintura el cubismo, el futurismo,  el expresionismo, etc. son constituyentes de un discurso pictórico universal, pero cada uno tiene sus particularidades; cada uno tiene una forma distinta de relacionarse y expresarse con la pintura y con la realidad. Estas diferencias también se dan en el plano interdisciplinar: música, pintura, cine. Todas representan formas distintas de expresarse y emitir mensajes.

Por último, y deconstruyendo la cita borgeana “la lengua es edificadora de realidades”, repensamos la función del lenguaje inmerso en nuestra realidad (¿o, acaso, es nuestra realidad la inmersa en el lenguaje?).

El lenguaje crea realidades, lo que no se nombra adquiere la condición de inexistencia. A raíz de esto nos surge un planteo teórico y un tanto contradictorio: ¿Acaso no es la idiosincrasia cultural de una sociedad la que genera una lengua, es decir, un código? Entonces, ¿por qué pensar que el lenguaje edifica realidades y no pensar que la realidad edifica lenguajes?

En un principio, esta última definición nos pareció la más acertada ante este planteo. Pero, considerando una visión y un tratamiento del tema de un modo más holístico —y desde una visión sistémica—, entendemos que ambas posiciones se retroalimentan, se complementan y funcionan juntas. Sí, la lengua es edificadora de realidades, pero la realidad también es edificadora de lenguajes.. Famosa es la expresión de Oscar Wilde: “La vida imita al arte mucho más que el arte imita a la vida”.

Los textos de Borges en los que hemos ahondado nos permiten acercarnos a la semiosis detrás de la operación retórica de la metáfora, ya que mediante ésta se alude a un objeto que “está ahí” para reemplazar a otro, ya sea por capacidades o particularidades compartidas que, como hemos visto, no son más que convencionales y tramadas por el escritor para que el lector descifre. Hemos llegado a una conclusión fructífera pero plasmada de incógnitas —¿existe una forma de trasladar la realidad?; ¿el lenguaje funda la realidad o la operación se realiza a la inversa? ; ¿el lenguaje se irá simplificando cada vez más hasta que toda la carga semántica recaiga, primero en pocas frases, luego en pocos vocablos, y, finalmente, en una locución absoluta?— Quizás la última pregunta sea la más ambiciosa y la que más lejos estamos de responder; pero, sin embargo, nos posicionamos en una continua búsqueda teórico-práctica que nos ayude a esclarecer estas dudas.

Publicado el 6/8/2022


[1] Jorge Luis Borges, “La metáfora” (1921), en Textos recobrados. 1919-1929 (Emecé, Buenos Aires, 1997, pp. 78-82)].

[2] Jorge Luis Borges, “Examen de metáforas”, incluido en Inquisiciones (Buenos Aires, 1925)].

[3] Concepto que introduce Michel Foucault en ¿Qué es un autor? (1969)

[4] Ver El imperio de los sentimientos: Narraciones de circulación periódica en la Argentina, 1917-1927 (1985) de Beatriz Sarlo; y El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna (1988) de Adolfo Prieto

[5] Ver Curso de lingüística general (1916)

[6] Jorge Luis Borges, “Palabrería para versos”, incluido en El tamaño de mi esperanza (Buenos Aires, 1926)

[7] Ver hipótesis Sapir-Whorf

[8] El Aleph. Sudamericana.

[9] El tango. Cuatro conferencias. Sudamericana.


La redacción de este ensayo estuvo a cargo de los editores de Lo imborrable: Fausto Machado, Matías Pascali y Joel Roldán, y originalmente fue presentado —en una versión que incluye algunas referencias que más tarde hemos decidido eliminaren la cátedra Teoría Literaria II del Prof. en Literatura.

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