La traidora selva

La explotación yerbatera en el cine nacional
Introducción

A comienzos del siglo XX se produce en la provincia de Misiones, Argentina, un generalizado proceso de apropiación de tierras fiscales. Tiempo después, se asienta allí una masa de pequeños y medianos productores mediante la división de dichas tierras y la colonización privada. Enormes empresas —como El Dorado y Cía. Ltda. S.A.— adquieren grandes extensiones que subdividen en lotes. Éstos, a su vez, se pueblan de inmigrantes alemanes y polacos, que cuentan con el capital suficiente para adquirir las tierras que la compañía ofrece entonces a la venta.

En los años que corren desde 1926 hasta 1935 se produce en el país una verdadera expansión de la actividad yerbatera, hasta ese momento dependiente de las importaciones provenientes de Paraguay y Brasil. Localizada en la zona sur, central y en el norte del Alto Paraná, es en esta última comarca donde un reducido número de terratenientes privados —en general propietarios de parcelas de gran extensión, así como de las de mayor productividad en la región—, concentra la mayoría de la producción gracias a la sobreexplotación de la mano de obra. Como consecuencia de esta primera expansión yerbatera se experimenta en el territorio un gran aumento demográfico. El mayor aporte de migrantes proviene de países vecinos (Paraguay y Brasil), en su mayoría trabajadores golondrinas que padecen condiciones de trabajo que rozan la esclavitud: míseros pagos, jornadas de trabajo de sol a sol, maltratos físicos, estafas; y que van a tomar el nombre de mensúes, término guaraní que hace referencia a mensual, en remisión al pago del salario.

La situación descripta encuentra en esos años las primeras resonancias en el marco de las instituciones estatales. En las sesiones de la Cámara de Diputados de 1932 es el diputado socialista Antonio Solari quien realiza una intervención en la que afirma que “la legislación laboral no se cumple en Misiones y que los obreros de los yerbales, si bien han mejorado levemente su situación (…), esperan la acción oficial para que la ley allí no sea letra muerta”. Cuatro años más tarde, en 1936, el mismo diputado denuncia que “estos hombres están condenados a permanecer al margen de nuestra ley, que no están ni siquiera inscriptos en el registro civil”. El diputado prosigue diciendo:

Son los de aquellas gentes refugios improvisados, en vez de viviendas, alojándose en una promiscuidad, en un hacinamiento capaz de sublevar a cualquier hombre (…) falta allí la más elemental higiene, lo que favorece el avance de enfermedades (…) el paludismo, la tuberculosis, la sífilis, siendo el alcoholismo el descanso suicida de esas pobres bestias de trabajo.[1]

Pese a esa encendida denuncia, el estado de la cuestión en el Alto Paraná siguió siendo el mismo durante décadas. La injusticia, el carácter degradante del trabajo en los yerbatales se torna invisible para la masa argentina, seguramente por la lejanía de las tierras misioneras. Pero pronto el conflicto se convierte en material narrativo para que las cámaras cinematográficas, por primera vez, puedan mostrarlo: a través de Mario Soffici y su film Prisioneros de la tierra (1939), inspirado en una tríada de cuentos de Horacio Quiroga.

Los cuentos de Quiroga

Varias de las obras cumbre de Mario Soffici, menciona Miguel Grinberg, son adaptaciones de obras literarias: basta con pensar en Viento norte (1937), inspirada en Una excursión a los indios ranqueles, o en Rosaura a las diez (1958), basada en la novela homónima.[2] Prisioneros de la tierra, por su parte, se basa en tres cuentos del, en ese entonces, recientemente fallecido escritor Horacio Quiroga: “Los destiladores de naranja”, “Una bofetada” y “El peón”.

El primer cuento mencionado nos presenta a “el manco”, un personaje risueño, soñador, ingenuo, que desea fervientemente lograr la destilación alcohólica de naranjas y, de esa forma, volverse millonario. Para conseguir su objetivo necesita la ayuda de Else, un doctor extranjero que, cuando llega a América, se convierte en un “exhombre” patético a raíz de sus constantes borracheras. El cuento recae en iterativas digresiones técnicas referidas al proceso de destilación con el que el manco se obsesiona. Después, su figura, al comienzo principal, se va desdibujando, y la trama empieza a girar en torno al doctor Else. Éste tiene una hija, una “maestrita” dulce, que lo mantiene económicamente y lo protege. Al final, después de tomarse todas las muestras del producto alcohólico tan venerado, Else sufre una especie de alucinación y, confundiendo a su hija con un insecto enorme, la asesina.

Por su parte, “Una bofetada” nos sumerge más en el calvario que vivían los mensúes. Después de una borrachera generalizada, Korner, despótico patrón del obraje, le propina varios golpes a un “indiecito” a raíz de una supuesta mirada irónica que este último le dirige. El mensú jura venganza y, después de pasar por varios obrajes, retorna al lugar donde se halla Korner, y lo mata a latigazos.

Con respecto al proceso de adaptación de los relatos mencionados, las principales decisiones de los guionistas del film, Ulyses Petit de Murat y Darío Quiroga (hijo de Horacio), parecen responder a un proceso evidente de fusión. Es decir: tomar los aspectos sustantivos o más valiosos de ambos relatos, relacionando a sus respectivos personajes, para crear así una trama perfecta. Esto responde claramente a la visión que tenía Soffici respecto de las adaptaciones literarias en el cine:

El hecho de ser fiel a una obra no significa que se haga un calco fotográfico de la obra en sí; lo que significa que usted respeta la esencia, el espíritu de la obra; se puede cambiar todo lo necesario, pero siempre que no se aparte de eso.[3]

Sergio Wolf, en su ensayo Cine-literatura: ritos de pasaje, analiza seis modelos de trasposición de textos literarios al cine. Considero que el primero mencionado, el de “la fidelidad posible o lectura adecuada”, se condice con el trabajo que realizan Petit de Murat y Quiroga:

Cuando hablamos de “lectura adecuada”, entonces, no pretendemos sancionar como correctos ciertos procedimientos, sino que nos referimos a aquellos casos donde la lectura que se hizo de los textos procuró seguir determinadas direcciones rastreables en ellos, como si se tirara de una hebra que sobresale de un tejido, sin destejerlo pero tampoco dejándolo intacto.[4]

De esa manera, entonces, la “maestrita” de Los destiladores, personaje que, si no fuera por el accionar irracional del padre pasaría desapercibido (de hecho, Quiroga no le otorga siquiera un nombre), pasa a ser la protagonista del film, al tomar el nombre de Andrea. Esta criatura destaca no solo en su rol como protectora de su padre Else, sino también encarnando el interés romántico de los opuestos en pugna: el despótico patrón Korner y el mensú Esteban Podeley, ambos protagonistas de “Una bofetada”. Aún un poderoso director como Soffici no podía zafarse de la norma clásica narrativa, que determinaba que en todo film que se preciara de tal, tenía que haber un romance.

Por su parte, “el manco” hace su aparición en el film de manera similar a los personajes cómicos dentro de las tragedias shakesperianas. Al tratarse de un film al que, según Calki, “podría reprochársele la demasiada insistencia en el tono dramático y su crudeza”[5], el personaje del manco representa —a través de intervenciones siempre similares y risueñas, con sus anhelos científicos tan ajenos a los conflictos sociales que el film intenta capturar— una suerte de alivio o de descanso para un espectador de films de factura nacional, seguramente no avezado en películas con tanta carga de vigor dramático en la pantalla.    

Si los relatos precedentes no ofrecen al análisis mayores controversias, la inclusión del relato “El peón” nos enfrenta al problema de reconocer cuáles son los elementos que el film toma y deja de esta fuente. Se trata de un cuento extenso, bastante regular, en el que un narrador en primera persona cuenta que conoció a un peón brasileño, Olivera, que había ido a pedirle trabajo. El relato se construye a partir de divertidos diálogos entre patrón y peón, y el conflicto aparece recién hacia el final, cuando un alemán aparece en busca de un supuesto tesoro enterrado. El peón brasileño insiste en hacerse cargo de la empresa y desaparece. Tiempo después, el patrón, junto a otro peón, encuentra en la selva las botas de Olivera, pero ningún rastro de su cuerpo. La intriga se fortalece ante la posibilidad de una explicación sobrenatural.

Con respecto a este relato, la única referencia a él que hallamos en el film es que el mejor amigo de Esteban Podeley lleva el apellido Olivera, aunque no tiene nada que ver con la pintura del personaje brasileño que Quiroga realiza en su cuento. Además, si nos guiamos por ese criterio, hay que decir que, por ejemplo, el nombre del protagonista —Esteban Podeley— está tomado de un relato que no se incluye en el cartel inicial del film: “Los mensú”. Se trata de un cuento que, incluso, refuerza de manera más contundente la condición de prisioneros que la película intenta reflejar: “Pero a los diez minutos de bajar a tierra estaba ya borracho con nueva contrata y se encaminaba tambaleando a comprar extractos”.[6] La crítica ha dado por hecho que los únicos cuentos que el film adapta son los que los guionistas han identificado en los títulos, cuando evidentemente esto no es así.

Lejos estamos de intentar ser una suerte de “maquinaria punitoria”[7], realizando un recorrido por los “errores” o desplazamientos del film respecto de los textos fuente. Se trata de aproximarnos al juego de trasposiciones que propone Prisioneros, a fin de lograr una comprensión más acabada del fenómeno de creación cinematográfico y de su relación con la literatura.

Tierra celosa de sus prisioneros…

Según Domingo Di Núbila, Mario Soffici, el director de cine más prestigioso del momento, estrena en 1939 la película que representa su mayor logro en tanto film social-testigo: Prisioneros de la tierra.[8] Vamos a caminar por la selva, manchándonos las suelas de colorado, para analizar el film, ya encumbrado por toda la crítica, y con su merecido lugar entre los mejores logros del cine nacional.

Basta con pensar en las palabras del diputado Solari citadas en la introducción para demostrar que la corrección política que se hace presente en uno de los carteles iniciales del film —que hace referencia al conflicto como propio de un pasado “turbio y extraño” y remite a una actualidad en la que Misiones es una tierra de “paz y trabajo”— pudo haber obedecido a una indicación coyuntural intencionada: la explotación en los yerbales del Alto Paraná lejos estaba de ser un problema solucionado en el plano de lo real.

La historia comienza con un primer plano del protagonista Esteban Podeley (Ángel Magaña) besándose con una mujer. Hay un clima de jolgorio generalizado, producto de un baile y del alcohol, que no para de circular. Esto resulta un arma de doble filo para los mensúes porque, por un lado, el trago de caña y el baile permiten olvidar, momentáneamente, su condición de explotados; la diversión se presenta como una especie de refugio ante tantas calamidades. Pero, por otro lado, el alcohol funciona como un opio que adormece el pensamiento del obraje, incitándolo a tomar decisiones absurdas. Los patrones, para nada sonsos, saben que los descansos del trabajo, las conversaciones de los obreros, pueden ser un espacio para el despertar de la conciencia. En “Una bofetada” leemos:

Acosta, mayordomo del Meteoro que remontaba el Alto Paraná cada quince días, sabía bien una cosa, y es ésta: que nada es más rápido, ni aun la corriente del mismo río, que la explosión que desata una damajuana de caña lanzada sobre el obraje.[9]

Paradójicamente, y al mismo tiempo, son conocedores del efecto tranquilizante, adormecedor del alcohol, que es aprovechado para, por ejemplo, hacer firmar contratos inicuos. Podeley, lúcido, mira ─enfocado desde un primer plano─ atento y receloso lo que pasa a su alrededor. Su mirada nos lleva a una mesa en la cual un mensú, totalmente borracho, al punto de no poder expresarse con claridad, reclama a los capangas: “—Borracho me hicieron firmar, no vale. El viejo [su padre] se va a quedar muy solo…”

Como respuesta obtiene una risa maliciosa de los capangas: “Escapate, si podés”. El obrero intenta escapar, pero topa con la figura de Korner (Francisco Petrone), el patrón, vestido con un elegante traje blanco, en contraste con los humildes pañuelos y camisas del obraje. Después de enviar al borracho al barco mediante la fuerza, Korner ingresa otra vez al recinto. Aquí hay un extraordinario recurso metafórico que compendia cinematográficamente el asunto de la película. El patrón ingresa y golpea con la puerta en la cara a Podeley, que lo mira altivo y desafiante. Ahí tenemos la que va a ser la constante en el film: Korner, queriendo pasar por encima de todo y todos; y Podeley, siempre rebelde, nunca dócil.

La denuncia del film también se extiende al aprovechamiento, por parte de los patrones, del analfabetismo del obraje. La cámara sigue a Korner, que va a convencer a un obrero indeciso: “no sabe leer ni escribir, che patrón”, le aclara un capanga. Ofrece cien pesos al mensú y, con un plano detalle, la cámara nos muestra que se trata de un cupón, que sólo es válido en los recintos localizados dentro de las tierras del establecimiento yerbatero. Esto resulta una puñalada al poder adquisitivo de los mensúes, ya que en esos almacenes la mercadería se vende a precios alevosamente caros. De esta manera, el obrero penetra en una especie de círculo: trabajar, obtener cupones, generar deudas, trabajar… En esa escena y la siguiente hay un notable contraste entre la supuesta bondad de Korner y su actitud posterior. Dice, al respecto, María Laura Ramos: “De una actitud generosa Korner pasa a una intolerante y para la música violentamente: ‘ha llegado la hora de embarcar´”.[10] Este último anuncio, como dijimos, decreta el paso de una actitud benévola —pero hipócrita— destinada al conchabo de peones; a otra postura del personaje cuando éstos suben al barco, perversa y violenta, que funciona como una especie de designio del maltrato que los espera cuando desembarquen. Las esperanzas del obraje se reflejan en la despedida: un plano general toma de espaldas a las mujeres de los peones que saludan con la mano. Lejos, el barco inicia su recorrido. Los mensúes, parados en la cubierta, agitan felices sus pañuelos.

La condición analfabeta del obraje y su aprovechamiento por parte de los patrones es también reforzada en un pasaje del film en el cual Podeley, ya arriba del barco, está leyendo. Llega Korner y le arroja el libro al río: “Tené cuidado con los libros, trastornan la cabeza”. La lectura, entonces, aparece como una de las posibles formas de las que dispone el obrero para una hipotética rebelión. Analfabeto, sumiso, ignorante, así es el obrero ideal para Korner. El amigo de Podeley, Olivera, manifiesta: “—No le gusta que lean, así les puede robar en todo, en los bares, en la proveeduría. Así les puede cobrar en combinación con los turcos bolicheros diez pesos por una camisa que cuesta dos”.

El mensú borracho, que habíamos mencionado al inicio, se tira al agua y logra escapar de los balazos de los capangas, quienes son interceptados por el obraje. La figura que más resalta por su valentía es la de Podeley, que es —como en el cuento de Quiroga— abofeteado por Korner. En el cuento, el personaje jura venganza a través de la palabra: “Algún día…”. Aprovechando que se trata de otro lenguaje, de otros códigos, Soffici traduce esa frase en un primer plano, a la mirada feroz, incontenible de Podeley, que es atado a un poste. El capanga que lo desata le dice “Ya sos libre”. Podeley, para sí mismo, escéptico (con razón), se pregunta: “¿Libre?”. Antes de eso, Andrea (Elisa Galvé), hija del trastornado doctor Else, lo había asistido con un vaso de agua. El juego de miradas que nos propone la cámara a través de primeros planos delata un mutuo enamoramiento instantáneo, un amor “a primera vista”.

Resulta sugestivo de analizar el hecho de que la música sea una especie de refugio, de esperanza, tanto para Korner, despiadado patrón, como para el obraje. Para el primero, su viejo fonógrafo, que hace sonar melodías de Beethoven, representa una esperanza de regreso hacia “su patria”: Alemania. Para los mensú, el canto representa una leve ilusión, un amparo ante tanto ajetreo, un deseo incesante de que las cosas cambien. Es notable la escena en la que el obraje escucha cabizbajo pero atento las guitarras y el canto de un mensú, seguidos por la mirada alerta de Andrea y Podeley, que los contemplan desde arriba.

El extravagante personaje del doctor Else, interpretado magistralmente por Raúl de Lange, es potenciado por el film, al ser embarcado y contratado por Korner para curar las enfermedades del obraje. Preso de su adicción al alcohol, él mismo se percibe a sí mismo como un “exhombre”, incapaz de curar a nadie. Una frase que se toma de “Los destiladores” es moneda corriente de sus intervenciones en el film: “Yo no entiendo nada de esto”. La explicación de su enajenación no termina en la ingesta del alcohol, también aparece la tierra, una especie de prisión cósmica, que encierra a sus habitantes como si de una trampa se tratara (de ahí la elección del título para el film). En un diálogo con su hija ─que más bien parece un monólogo teatral─ Else manifiesta:

─Me sentía invencible, venía del norte, de un clima seco y áspero. Iba a volver a los dos años (…) conocí la húmeda soledad de la selva donde acecha la muerte. Me cercaron las lluvias. Después abandoné para siempre la idea de bajar los ríos, como todos, quien, frente a un vaso de caña, el mismo vaso que se llena siempre, porque todos los vasos son iguales, y la muerte es igual a la vida.

Después de que Else entra en razón tras escuchar a Andrea (salvando muchas vidas en riesgo por las enfermedades que diezman al obraje), Korner, dialogando con él, se pronuncia de manera similar: “─Esta tierra es invencible, Else. Hay que dominarla a machetazos, pero por un rato. Después es ella la que nos derrota”.[11]

Raúl de Lange y Elisa Galvé, padre e hija en la película.
Raúl de Lange y Elisa Galvé, padre e hija en la película.

La tierra, la naturaleza, el clima se erigen en el film como el justificativo de todos los males. El mismo Korner, en un rapto de violencia en el que intenta abusar de Andrea, termina afirmando que “es este calor que me ataca los nervios”. Su conducta provoca la huida de Andrea: una música estremecedora, primeros planos que exhiben su miedo, planos generales que ayudan a reflejar su pequeñez ante la inmensidad de la selva, se conjugan para lograr una escena perfecta que, además, refuerza la sensación de la tierra como un laberinto sempiterno. Finalmente, exhausta, llega a la casa de Esteban, quien la arropa en sus brazos. La cámara se acerca imperceptiblemente en toda su charla hasta que llega el esperado beso.

La felicidad de la nueva pareja contrasta con la situación de Else, que recae otra vez en lo que es, al fin de cuentas, su estado natural. Descree de los sueños, de la vida, ya que “La tierra colorada aprisiona a los hombres. El paraíso imantado los atrae, ya no se irán. Aquí, para siempre”.[12] El “Sur” aparece como el lugar impreciso, pura invención verbal, en el cual los protagonistas depositan sus esperanzas para progresar económica y espiritualmente. Claudio España infiere aquí una extensión de la dicotomía civilización-barbarie. El “Sur” se instituye como lo civilizado, mientras que la selva, los yerbales, son parte de la barbarie:

Las referencias a un campo de acción específico (“irse”, “huir”, “bajar los ríos”) incorporan una nueva problemática, asociada al deseo de huir del entorno y emprender el viaje hacia la ciudad soñada. Cabe aclarar que en este film la ciudad deseada, nombrada en varias de las escenas como “el Sur”, alude a ciertos ámbitos urbanos no precisos (San Ignacio, Buenos Aires, quizás alguna ciudad del Brasil), calificados positivamente a través de los enunciados “allá lejos”, “río abajo”, “donde la ley del hombre y de la tierra son más humanos”, “donde los hombres son más buenos”. [13]

Cuando el barco está por zarpar de regreso, Podeley sufre una estafa a través de una deuda inexistente, por lo que, no sin antes ser golpeado nuevamente por Korner, es obligado a trabajar por un año en un yerbal, quedando separado así de su amada Andrea. La cámara, en una toma sublime, encuadra al barco ya lejano, ante la atenta mirada de Podeley que, apesadumbrado, lo mira alejarse.

Podeley termina organizando una especie de rebelión, que no tiene como objetivo un logro colectivo, sino el escape del yerbal para algunos de sus conocidos y, por supuesto, la jurada venganza a Korner. Es una escena que, más allá de su vigor y aspereza, no deja de ser estéticamente excepcional. Borges va a decir en una reseña dedicada al film:

(…) no recuerdo, en tanta sanguinaria película, una escena más fuerte que la penúltima de Prisioneros de la Tierra, en que un hombre es arreado a latigazos hasta un río final (…) En escenas análogas de otros films, el ejercicio de la brutalidad queda a cargo de los personajes brutales; en Prisioneros de la Tierra está a cargo del héroe y es casi intolerable de eficaz.[14]

Andrea, mientras tanto, lidia con su padre, que en ese momento está en su instante cúlmine de locura. Se toma todas las “muestras” del alcohol de naranja del “manco” y, en una alucinación en la que cree ver a una araña gigante, mata a su hija, de la misma manera que, como habíamos mencionado, pasa en el cuento de Quiroga.  La cámara subjetiva desde los ojos de Else, que ve “borroso” hasta que la nitidez le devuelve la imagen de su hija, es un recurso notable. El diálogo entre ellos antes del fallecimiento es casi idéntico al del relato; incluso, la reacción del padre, al dar cuenta de su accionar, puede describirse con tan sólo pensar en un fragmento de Los destiladores:

Sensación de agua helada, escalofrío de toda la médula; nada de esto alcanza a dar la impresión de un espectáculo de semejante naturaleza. El padre tuvo un resto de fuerza para levantar en brazos a la criatura y tenderla en el catre. Y al apreciar una sola ojeada al vientre el efecto irremisiblemente moral del golpe recibido, el desgraciado se hundió de rodillas ante su hija. [15]

Es trágico el final del film: Podeley es asesinado, después de sacar pecho ante los capangas, aun sabiendo que eso representaba un suicidio dado que estaban buscándolo para matarlo. Esto es muy significativo y nos permite desglosar algunas cuestiones. Consideramos que el matiz denuncialista de la película ─que era una novedad en la época; de hecho, la primera película estadounidense con tintes de crítica social que logra éxito (The Grapes of Wrath) se estrena un año después─ pierde algo de su potencia ante la insistencia de encontrar la razón de las penurias que sufren los personajes en un orden cósmico que termina rozando el determinismo. El accionar de Podeley, rebelándose ante los capangas, parece responder más a su condición de enamorado despechado que a su condición de obrero explotado; aunque también podríamos pensar que la primera es consecuencia de la segunda. El plano detalle final de su mano aferrándose a la tierra termina abonando la idea de que, al fin y al cabo, es la tierra la culpable de todos los males, sorteando el hecho de que, más que de la tierra, los mensúes en realidad son prisioneros de los dueños de ella.  María Laura Ramos, tomando un concepto de Gramsci, el de “clases subalternas”, sostiene:

La relación entre la clase fundamental y las clases subalternas es normalmente de dominación, es decir del empleo predominante, si no exclusivo, de la coacción tanto corporal como simbólica.

Su condición de subalternidad le dificulta y hasta le impide a estos grupos humanos conformar una identidad de clase que les permita llevar a cabo una propuesta política organizada contra el sistema de explotación. Sólo son posibles rebeliones o asaltos espontáneos y de objetivos limitados. [16]

Más adelante en el texto, agrega:

El film transmite una representación fatal e inevitable del destino de estos hombres. (…) En este sentido, la muerte de los mensúes sólo encerraría dos posibilidades, quedarse aferrados a esa tierra o bien intentar algún sobresalto esporádico que les puede costar sus vidas. Esta visión de la vida tiende a bloquear todo esfuerzo por el cambio social, llevando actitudes de resignación ante situaciones de máxima explotación.[17]

Si bien, como notamos, es notorio que la denuncia pierde vigor y que la “conclusión” o la posible solución al conflicto no es muy clara o, por lo menos, esperanzadora, no es menos cierto que Soffici visibilizó en la pantalla del cine nacional un problema social bien real en el país, enfrentando una filmografía hegemónica abiertamente burguesa, simplista y connivente. Basta pensar en los comentarios de algunos críticos para tomar dimensión de la importancia de Prisioneros en la historia del séptimo arte en Argentina. El ya citado Borges ─si bien aprovecha, en medio del elogio, para lanzar un dardo a los directores del cine nacional y al público conformista de la época─ asegura: “Es superior, ¡menguada gloria! a cuantos ha engendrado (y aplaudido) nuestra resignada república”.[18] Abelardo González, por su parte, no deja de remarcar que se trata de una obra sin precedentes:

Por primera vez las cámaras argentinas vuelven sus lentes hacia el continente en crepitación de fuego, en parto de civilización, con sus dolores y sus esperanzas en secuela inevitable. (…) Es una tragedia de América en su más desnuda acepción, moderna, ya que no clásica, en fondo y forma de acuerdo con la preceptiva cinematográfica, de acres tintes sociales, que por primera vez también se aposentan en nuestra pantalla.[19]

Osvaldo Getino asegura que existe en Prisioneros “una dimensión efectivamente latinoamericanista, circunstancia que no había sido muy común hasta entonces –y después tampoco– en el cine nacional”.[20] Otros, como Francisco Madrid, ven en el film de Soffici una encarnación de lo que es, o tiene que ser, un verdadero cine nacional: “Nos hallamos en la plenitud de un cine argentino, no gauchesco; de un cine nacional, no nacionalista; y de un cine característico, no artificioso. El hombre y el paisaje son verdad”.[21] Quizás fue Calki quien, con unas pocas palabras, pudo expresar mejor que nadie lo que el estreno de Prisioneros de la tierra significó; ya que, después de un minucioso análisis del film, concluye con seguridad: “Tenemos un cine”.[22]

Publicado el 28/02/2023


[1] Malimacci, Fortunato. Marrone, Irene (comp) Ramos, María Laura. “Los colonos y los prisioneros” en Cine e imaginario social. (Oficina de Publicaciones del CBC, Buenos Aires, 1997, pp. 178 y 179)

[2] Grinberg, Miguel. Mario Soffici. Colección “Los directores del cine Argentino”. (Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1993)

[3] Ídem, p.24

[4] Wolf, Sergio. Cine-literatura: ritos de pasaje (Paidós, Buenos Aires, 2004, pp.89 y 90) Itálicas nuestras.

[5] CALKI, “Una gran película nacional: “Prisioneros de la tierra”, El Mundo (“Actualidad cinematográfica”, viernes 18 de agosto de 1939, p. 21).

[6] Quiroga, Horacio. Cuentos de amor, de locura y de muerte. (Pull Ediciones, Posadas, 2008, p.62)

[7] Concepto tomado de Wolf, Sergio. Op cit, p 21.

[8] Los films Viento Norte (1937) y Kilómetro 111 (1938) fueron importantes precedentes en este sentido.

[9] Quiroga, Horacio. Una bofetada y otros cuentos. (Pólvoras de alerta, 2012, p.84) Véase en: edicionespda.blogspot.com

[10] Ramos, María Laura. Op cit. p.172

[11] Itálicas nuestras.

[12] Ídem

[13] España, Claudio. Cine argentino industria y clasicismo 1933/1956 (volumen II, Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 2000, p.392)

[14] Jorge Luis Borges, “Prisioneros de la tierra”, Sur nº 60 (septiembre de 1939).

[15] Quiroga, Horacio, Una bofetada y otros cuentos, p. 204.

[16] Ramos, María Laura, op cit, p.177

[17] Ídem, p.185.

[18] Borges, Jorge Luis. Op cit.

[19] Abelardo González –sin firma–, La Nación (“Espectáculos. Cinematógrafos”, viernes 18 de agosto de 1939, p. 14). Itálicas nuestras

[20] Getino, Osvaldo. Cine argentino p.19 (faltan datos) Itálicas nuestras.

[21] Citado por Domingo Di Núbila en Historia del cine argentino I (Cruz de Malta, Buenos Aires, 1959, p.135)

[22] CALKI, op.cit, p.21

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