Literatura en el exilio

El caso de Mario Benedetti

Cuando uno es arrojado a tierras extranjeras, queda muy a la intemperie el alma y se pierden los habituales marcos de referencia y amparo.

EDUARDO GALEANO

Molesta, incómoda, la figura del escritor, del intelectual, representa, desde tiempos inmemoriales, una amenaza para los regímenes autoritarios de gobierno. Porque bajo la supuesta consigna de ordenar y disciplinar la sociedad, siempre existió la transparente pretensión de lograr que la capacidad crítica social sea exactamente igual a cero. El escritor se vale de su arma más poderosa: el lenguaje. Desde la palabra y la creatividad, tiene la capacidad para juzgar, denunciar, reprobar o satirizar ese estado de cosas. Dicha acción —que muchas veces sólo es una acción en potencia— genera reacciones de gobiernos que, contando con mecanismos de represión y poder enormes, buscan eliminar todo atisbo de oposición o rebeldía. De esta manera, cobra importancia una figura sustancial para pensar en los conflictos históricos y su relación con la praxis literaria: la del escritor exiliado. Sólo basta pensar en nuestra literatura nacional, que encuentra su origen a partir de dos grandes obras cuyo proceso escriturario se produce en Chile y Uruguay, respectivamente. Hablamos del Facundo, de Sarmiento; y de “El matadero”, de Echeverría.

Pasado el siglo XIX, en la Latinoamérica de los 70, la cosa no era muy distinta. Mientras operaba el Plan Cóndor, que instaló de su mano sangrientas y nefastas dictaduras, los escritores, ante un panorama evidentemente peligroso, emprenden el camino del exilio. Otros, como Francisco “Paco” Urondo, Haroldo Conti o Rodolfo Walsh, no corren la misma suerte. Al respecto, Julio Cortázar, manifiesta: “Por todo esto se comprenderá mejor que la literatura argentina, como la chilena y la uruguaya cuya situación es igualmente desesperada, sea una literatura que oscila entre el exilio y el silencio forzoso, entre la distancia y la muerte”.[1]

Así, los escritores que, alejados parcialmente de todo riesgo, salvaguardan su vida en otros países, sienten el deber de no dar la espalda a la realidad de sus países, como si se tratase de un imperativo moral. Florece entonces una escritura cargada de compromiso: y de uno que no es sólo político, sino también estético. Aunque la tarea es intrincada —debido desde luego a la insalvable distancia del escritor respecto de la realidad de su patria—, la literatura se instala como un arma denunciatoria del orden de cosas establecido. El mismo Cortázar, explica:

Todos estos factores relativamente nuevos pero que hoy se vuelven agobiadores, están presentes en la memoria y en la conciencia de cualquier escritor que trate de ver claro en su oficio; de todas estas cosas es necesario hablar, porque sólo así estaremos hablando verdaderamente de nuestra realidad y de nuestra literatura.[2]

Perteneciente a este numeroso grupo de artistas latinoamericanos, el uruguayo Mario Benedetti inicia el escabroso tour del exiliado: primero en Argentina; luego en Perú (donde es deportado); después en Cuba, donde, mientras apoya el proyecto revolucionario, pasa varios años; y, por último, en España. Durante esta etapa, la obra del escritor adquiere un matiz sumamente nostálgico, pero también directo y fuertemente político y denuncialista. “Es demasiado absorbente nuestra realidad como para que no influya en nuestros escritores”, señala el uruguayo.[3]Para Benedetti, la situación del exilio derivó en una aflicción y angustia inmensas, en una pérdida de identidad asociada a una Patria que no está hecha de himnos o banderas, sino de recuerdos y sensaciones:

Tampoco tendría inconveniente en cambiar todo Toynbee por un vistazo a la Vía Láctea montevideana, que no sé por qué es allí más luminosa que en ninguna otra parte, y hasta (esto ya es el colmo) cambiaría un Fausto en primera edición alemana, por echarle una ojeada al Palacio Salvo, edificio monstruoso si los hay, churrigueresco del subdesarrollo, que de tan horrendo ya me parece hermoso.[4]

El exilio en Benedetti, he aquí lo interesante, no aparece sólo como la situación que rodea, de alguna manera, el acto de escritura, sino que también se vuelve materia narrativa, motor fundamental en la trama de las ficciones del autor. En este sentido, intentaremos un acercamiento a algunos de sus cuentos: “Sobre el éxodo”, perteneciente al libro Con y sin nostalgia (1977), “El reino de los cielos” y “Geografías”, los dos últimos, parte integrante de Geografías, publicado en 1984.

El exilio como utopía

En “Sobre el éxodo” —relato satírico, burlón, irónico—, Benedetti plantea la posibilidad de un país casi vacío, desierto, dado el éxodo masivo de sus habitantes que eligen irse ante una “atmósfera irrespirable”. En una patria en la que todos, de alguna manera, empiezan a sentirse culpables o sospechosos, tomar el camino del exilio se convierte en la opción más viable: “Primero se fueron todos los sospechosos que andaban sueltos. Después se empezaron a ir los parientes y los amigos de los sospechosos [presos o sueltos]”.[5] Ofertas laborales de países primermundistas como Australia provocan, también, la partida de un gran porcentaje de población, que intenta escapar de la postergación y la pobreza. Esto, consecuentemente, deriva en la marcha de la clase alta, que no puede ser ni sentirse como tal sin la existencia de una masa inferior a la cual mirar desde arriba. Benedetti, no sin cierta sorna, narra lo siguiente:

En las grandes familias de la oligarquía ganadera, las damas de cuatro a seis apellidos también captaron rápidamente la situación, y al comprender que, sin servicio doméstico habrían tenido que ocuparse ellas mismas de la comida, la limpieza el lavado de ropa (…) y la higiene de letrinas y fregaderos, convencieron a sus maridos para que organizaran el traslado familiar a algún país medianamente civilizado, donde al oprimir un botón de inmediato acudieran sirvientitas que hablaran inglés, francés, y no tuvieran piojos ni hijos naturales.[6]

Hacia el final, los únicos que quedan dentro del país son los militares y los presos. Pero incluso los militares, viendo y considerando que ya no tienen cómo ni a quién ejercer autoridad —“¿A qué luchar por el poder si ya no queda nadie a quien mandar? ¿Sobre quién carajo ejercemos el poder?”—,[7] también deciden buscar otros horizontes. El último militar en irse es el director del Penal, quien deja abierto el portón de la cárcel. Los presos escapan y toman las armas que quedan desperdigadas en las calles. Caminan horas hasta llegar a la Casa de Gobierno, donde se encuentra el presidente de la Nación, último despojo del monumental éxodo:

—Señor, queremos pedirle un favor. Péguese un tiro.

(…)

—No sé si ustedes saben que soy cristiano. Y a los cristianos les está prohibido suicidarse.

—Bueno (…) Tampoco hay que ser tan esquemático. Es cierto lo que usted dice, pero hasta cierto punto. Usted es un cristiano, señor presidente, pero un cristiano de mierda, y a esa subespecie sí le está permitido suicidarse.[8]

En el momento en que suena el estampido del tiro de gracia final, el cuento finaliza con otro ruido, el de los tamboriles, anunciando que se trata de “los primeros jóvenes que regresaban”. Lo lamentable de la situación de dictadura contrasta con la algarabía de los jóvenes hacia el final. La reconstrucción y renovación de esa Patria convertida en zona peligrosa, marca Benedetti, queda a cargo de los jóvenes, dueños del porvenir y de una renovación que no pueden responder a moldes enmohecidos y dañinos. En este relato, el exilio, no aparece sólo como una posibilidad de escape de los tentáculos gubernamentales, sino también —aunque en un plano casi utópico, de ahí el humor e ironía latentes en la narración— como una forma de hacer tambalear a ese poder que parece invulnerable. Como una forma, digámoslo así, de revolución.

El exilio en los cielos

“El reino de los cielos” nos traslada a un aeropuerto donde Ignacio, un niño uruguayo que vive en Francia, está por ser enviado a su tierra natal para visitar a unos parientes. Se trata de una maniobra planificada por la familia, ante el riesgo de una eventual pérdida de identidad, relacionada con el uso del lenguaje: “(…) una idea nacida aquella tarde en que Rosa lo había sorprendido contando casi clandestinamente un, deux, trois, quatre, cinq, six, cuando hasta ese momento siempre lo había hecho en español”.[9]

Sentado en el avión, conoce a un niño de su edad, también uruguayo, llamado Saúl. Ambos entablan una conversación que, con el correr del tiempo, va a ser más fluida y permitirá observar que a pesar de la cercanía que la disposición de los asientos propicia, la distancia entre sus realidades es insalvable. Cuando Ignacio declare no ir a la Iglesia porque su familia es atea, por ejemplo, como contraposición aparece la sorpresa de Saúl. Incluso las razones por la que ambos se encuentran en Francia difieren: mientras que Ignacio es hijo de exiliados y vive allí hace años, Saúl fue por una fugaz visita a su hermana. Por eso, ese reino de los cielos se convierte —o parece convertirse, en realidad— en un espacio que suspende cualquier tipo de oposición política, suspensión que se agiganta al tratarse de dos infantes cuya inocencia se contrapone a un presente tan infausto y violento.

Pero el lector comienza a dudar de la espontaneidad de la conversación cuando Saúl empieza a realizar una especie de interrogatorio: “¿Es comunista tu viejo?”, “¿En qué trabaja?”, “Así que no pueden volver”, “¿Es tupamaro entonces?”.[10] Ignacio, sin ningún tipo de resquemor o sospecha, responde a la curiosidad de su nuevo amigo, revelando cuestiones seguramente decisivas para la seguridad de su familia:

—Tengo un tío que a lo mejor es [tupamaro]. Creo que también vendrá a Ezeiza. Así por lo menos conocés a uno.

—No estás seguro.

—No. Pero hace como un año oí que el viejo le decía a la vieja: si tu hermano no se hubiera metido a redentor.

—¿Redentor?

—Claro, frente a mí hablan en clave, pero ya me di cuenta que redentor es tupamaro.[11]

Las aviesas intenciones de Saúl se transparentan cuando, apenas Ignacio despierta de una siesta, sospechosamente comienza a averiguar sobre su nombre completo, como si intentara registrarlo:

—Ya te dije que Ignacio.

—Sí, pero Ignacio qué.

—Ignacio Ávalos.

—¿Ávalos y qué más?

—Ufa, qué pesado. Ávalos Bustos.[12]

Cuando el avión está próximo a aterrizar, la suspensión de la realidad que el reino de los cielos propiciaba, queda definitivamente descartada, y cae, tanto para el lector como para Ignacio, como un baldazo de agua fría. En el momento del descenso del avión, justamente, cuando se toca la tierra, y empiezan a funcionar, otra vez, las fronteras (territoriales, sociales y política, Saúl empieza a relatar la conflictiva relación que tiene con su padre: “A veces me mira y me llama mocoso de mierda. Le voy a demostrar que no lo soy”.[13] Cuando Ignacio le pregunta a qué se dedica su padre, Saúl responde “es coronel”. Ahí es que las persistentes preguntas cobran sentido, porque responde a un intento del niño por demostrar, justamente, que ya no pertenece más a la condición de mocoso. El lector puede imaginar un futuro no muy lejano en el cual la familia de Ignacio será, como mínimo, puesta “en la mira”. Benedetti expresa en este relato que el exilio lejos estaba de ser una posición cómoda, sino que, al contrario, también tiene su dosis de incertidumbre e inseguridad, palpables y reconocibles, al parecer, en cualquier lugar del orbe.

“Desexilio” y desarraigo

El título de “Geografías” hace referencia a un juego que practican dos exiliados uruguayos en Francia: Bernardo, y el protagonista y narrador, del que desconocemos el nombre. “Pavadas que uno inventa en el exilio para de algún modo convencerse de que no se está quedando sin paisaje, sin gente, sin cielo, sin país”[14]: el juego consiste en una representación verbal de imágenes del paisaje urbano montevideano, que deben ser reconstruidas con el mayor detalle posible para satisfacer a quien formula la pregunta. Los personajes luchan contra lo que Benedetti llamó situación de desexilio, y que Mercedes Andrés explica de esta manera:

Podríamos definirlo, más que como un estado, como un sentimiento referido a la no pertenencia a ningún país, ni al que expulsa, ni al que acoge. El exiliado, desde el momento en que es exiliado, será un híbrido que no corresponde ni aquí ni allá.[15]

El juego de los personajes se interrumpe cuando ambos cruzan en la calle a Delia. Se trata de un antiguo romance del narrador que, al igual que los dos hombres, había sido una militante activa en tiempos de dictadura, y había tenido la mala fortuna de caer por ocho años en prisión: “Se comió más de ocho años. Se portó bien, o sea que la pasó mal”.[16] La alegría de los amigos se debe a que ven en Delia a un pedacito de patria, algo a lo que aferrarse ante un inminente desarraigo que los acecha. Sin embargo, ese sentimiento se torna más latente debido a que la mujer les hace saber que “Ese juego de las geografías lo perderían los dos”.[17] Los paisajes e imágenes que para los personajes constituían la Patria —en realidad, su Patria— desaparecen, y con ellos el lazo identitario que los unía a Uruguay. Expone el narrador:

Dieciocho de Julio ya no tiene árboles ¿lo sabían? Ah. De pronto advierto que los árboles de Dieciocho eran importantes, casi decisivos para mí. Es a mí al que han mutilado. Me he quedado sin ramas, sin brazos, sin hojas.[18]

Bernardo se va y, después de charlas triviales, el narrador invita a Delia a su modesto departamento parisino. Luego de una serie de caricias, abrazos y besos que reviven el pretérito romance. La acción los retrotrae, consecuentemente, al recuerdo de lo que era su Patria. En ese punto, Delia se conmueve:

Los ojos que me miran están secos. No puede ser, no va a ser, no hay regreso, entendés. Eso es lo que dice. No puede ser, por mí y por vos. Eso es lo que dice. Todos los paisajes cambiaron, en todas partes hay andamios, en todas partes hay escombros. Eso es lo que dice. Mi geografía, Roberto. Mi geografía también ha cambiado.[19]

El sentirse exiliado, el sentirse perdido, entonces, interpela doblemente a los personajes del cuento. Por un lado, está la obvia distancia territorial que separa a los personajes de Uruguay, un país al que viajan a partir de recuerdos, de la memoria. El viaje mental se vuelve inútil una vez llegada Delia, que convierte lo que era una patria en mero territorio desconocido, arrasado por cambios que ellos no pudieron presenciar. Por otro lado, el exilio personal, individual, que remite al plano de los sentimientos. “Mi geografía ha cambiado”, manifiesta Delia. Tiene que ver con pensar al antiguo yo como un territorio al que no se pertenece más, porque ya ha pasado mucha agua bajo el puente. En el caso de la mujer, se puede pensar en una especie de desdoblamiento que la hace sentir exiliada de la otra Delia, a la que, como se hace referencia en el relato, torturaron mientras estuvo en prisión. La esperanza de retornar a la Patria, entonces, es inútil, porque todo lo que alguna vez unió a los personajes a ella, desapareció. Se convierte en un territorio incierto que deberán reconquistar, con la conciencia plena de que, tampoco ellos —exiliados de su yo pasado— son los mismos. 

Pequeña coda

Comprometido, rebelde; escritor, por sobre todo. Benedetti puso su pluma, en épocas por demás turbulentas, al servicio de la generación de conciencia y memoria, sin dejar de lado —lo que muchas veces es difícil— tanto su labor como artista como el carácter primariamente estético de los textos literarios. Pocos autores reflexionan en torno a la condición del exiliado dentro de la ficción literaria, lo que le otorga a su obra un carácter sin dudas singular.[20] Su labor es sin duda admirable y ejemplar porque, como menciona Juan José Saer, “El exilio de los escritores nos muestra, sin duda, lo arbitrario del Estado, pero también, y sobre todo, lo que debería ser y aun lo que es, en el mejor de los casos, un escritor”.[21]

Publicado el 17/12/2022


[1] Cortázar, Julio. Clases de literatura. (Alfaguara, Buenos Aires, 2014, p. 277)

[2] Ídem, p. 283.

[3] Benedetti, Mario. El recurso supremo del patriarca. (Nueva Imagen, Buenos Aires, 1987,p. 47)

[4] Ídem, p. 38.

[5] Benedetti, Mario. Con y sin nostalgia. (Planeta, Buenos Aires, 2016, p. 35)

[6] Ídem, pp. 37 y 38.

[7] Ídem, p. 39.

[8] Ídem, p. 41.

[9] Benedetti, Mario. Geografías. (Planeta, Buenos Aires, 2016, p. 121)

[10] Ídem, p. 129.

[11] Ídem, pp. 129 y 130.

[12] Ídem, p. 130.

[13] Ídem, p. 132. Cursivas nuestras.

[14] Ídem, p. 11.

[15] Andrés, Mercedes. Exilio y desexilio en la obra de Mario Benedetti. El caso de Andamios. Véase en: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5398011, pp. 101 y 102.

[16] Benedetti, Mario. Geografías, p. 13. Cursivas nuestras.

[17] Ídem, p. 15.

[18] Íbidem.

[19] Ídem, p. 20.

[20] Además de los textos ya referidos, se pueden mencionar el poemario Viento del exilio (1981) o las novelas Primavera con esquina rota (1982) y Andamios (1996).

[21] Saer, Juan José. El concepto de ficción. (Seix Barral, Buenos Aires, 2020, p. 272)

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