Literatura y política

Arlt, Macedonio y Marechal

Hablar de literatura y política puede conducir a más de un equívoco. En innumerables ocasiones, ese enunciado que vincula dos sustantivos por medio de una conjunción fue leído como una relación de prelación, donde uno de los términos -la política- se presentaba como el fundamento que le daba sentido y existencia a la literatura.

El problema, nos parece, no radica en conectar ambos términos. De hecho, siempre están conectados, como está conectada la política con las artes en general, con la economía, con el derecho o con toda clase de práctica social. El problema, en todo caso, consiste en la manera de pensar la naturaleza compleja y para nada lineal de semejante relación.

Una de las razones que dificulta el pensamiento de los vínculos que existen entre literatura y política ha sido, por lo menos en la era de la modernidad, el sentido instrumental y pragmático con que se concibió —en el doble sentido del verbo: engendrar y entender— lo literario. En el caso de la literatura argentina, una parábola que marca los extremos de la modernidad en un sentido amplio, permite reconocer la persistencia de dicha concepción. 

Los extremos de esa figura imaginaria podrían estar representados por los nombres de Domingo Faustino Sarmiento y Francisco Urondo, y aún antes que el de Sarmiento, por el de Bartolomé Hidalgo, que nació en Montevideo pero se plegó a la revolución y compuso sus célebres cielitos para dar origen a lo que se conocería como poesía gauchesca. De Hidalgo a Urondo, entonces, pasando por Sarmiento, por Hernández, por Lugones, por Gálvez, por González Tuñón, por Borges o por Bustos Domecq, por Martínez Estrada, por Walsh, por Rozenmacher -por mencionar algunos de los nombres más notorios en ese sentido- hasta llegar al de Urondo, la literatura se engendra y se piensa, en muchos de sus textos, como un discurso al servicio de la política. Desde ya, que esta afirmación exige ser precisada y matizada: en primer lugar, porque se trata de nombres que escriben textos con absoluta conciencia de la especificidad de su escritura; en segundo lugar, porque la resolución textual que le da cada uno de ellos a esa escritura es singular e irreductible respecto de cualquier intento de homogeneización conceptual. Pero más allá de eso, ese arco amplio que contiene lo que podríamos llamar literatura moderna en la Argentina, alberga esa mirada que hace de la literatura un discurso difusor de ideas políticas.

Decíamos que, para nosotros, el problema que dificulta la posibilidad de pensar las relaciones que existen entre literatura y política radica precisamente en esa mirada. Porque cuando esa perspectiva se radicaliza —y no hablamos de los autores mentados, sino de quienes la tensan hasta el límite de lo dogmático— la literatura se reduce a sus puros contenidos, por una parte, y a su capacidad de transmitirlos, por otra.

Ello hace perder de vista una serie de cuestiones fundamentales. En primer lugar, que la literatura no puede pensarse abstrayendo su condición lingüística, como si en ella las palabras fuesen meramente el soporte (subordinado y secundario) de las ideas. Y en segundo lugar, que la literatura no es un discurso propagandístico o publicitario, sino un discurso estético donde el valor del lenguaje antes que un medio es un fin.

¿Debería entenderse esto como la afirmación de una doctrina que hace de la literatura un universo autónomo y desgajado del todo histórico, político y social?…Lejos de semejante perspectiva esteticista y autotélica, lo que intentamos sostener es la tesis de que el lenguaje literario no es un lenguaje transparente e instrumental y que, por lo tanto, resulta imposible escindir, en su caso, el contenido de la forma, lo natural de lo figurado, la esencia de la manifestación.

Si se admite esa tesis, será necesario repensar los vínculos que, históricamente, han ligado a la literatura con la política. Si la literatura es algo diferente de sus presuntos contenidos, si la experiencia literaria es algo más que un acto de comunicación, entonces deberemos pensar en otros términos los modos en que se relacionan literatura y política. Ese pensamiento podría ser, lógicamente, puramente teorético, pero nos parece más provechoso desarrollarlo a partir de considerar ciertos textos de la literatura argentina donde la politicidad de su escritura —si se nos permite el neologismo— no se revela positivamente como contenido expreso o denotación evidente.

Habría, en tal sentido, un modo de ser de lo político en la literatura argentina que advendría bajo las formas de una negatividad productiva. Con esto queremos decir que lo político no se manifestaría propositivamente, sino como negación de discursos, de saberes e incluso de sentidos comunes que informan la cultura dominante de una época determinada. Así, la literatura entendida como negatividad productora de efectos sería otra de las formas de pensar su dimensión y su condición política, con lo cual, por otra parte, estaríamos deconstruyendo la concepción que la subordina y subsume en la primacía que se asigna a lo político. 

Los textos a los que aludíamos para postular una relación de negatividad entre literatura y política son tres novelas (o en un sentido formal cuatro), escritos y publicados entre los últimos años de la década del veinte del siglo pasado y la última mitad de la década del sesenta del mismo siglo: Los Siete Locos / Los Lanzallamas, de Roberto Arlt, Museo de la Novela de la Eterna de Macedonio Fernández, y Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal. En ellos, no podría decirse que la política está ausente, pero tampoco que está presente al modo de un mensaje explícito que se pretendería comunicar al lector.

La pregunta que se impone, por consiguiente, sería esta: ¿de qué modo está presente lo político en estas novelas?…Y la respuesta, lejos de las generalizaciones del pensamiento especulativo, estará dada por algunos señalamientos que pasamos a enunciar.

En el caso de Los Siete Locos/Los Lanzallamas, lo político del texto se vincula con el modo de concebir la verdad. La crítica ha señalado reiteradamente el carácter paródico de la escritura de Arlt respecto del discurso político, por lo que no insistiremos en ese aspecto de su novelística. Lo que sí querríamos recordar en esta ocasión, es que la verdad, en la saga, nunca se exhibe como una verdad estable y por lo mismo constante; es, a todas luces, provisoria, relativa y circunstancial, lo cual, desde el punto de vista de la gnoseología o la epistemología la convierte en una no-verdad o, más precisamente, en una mentira. 

En el manido “Discurso del Astrólogo”, perteneciente al Capítulo Primero de Los Siete Locos, el gran prestidigitador afirma que “La felicidad de la humanidad sólo puede apoyarse en la mentira metafísica…” La saga produce de ese modo un concepto revulsivo y provocador que, bajo la forma del oxímoron, inventa algo imposible en el espacio del pensamiento filosófico. O en todo caso, el reverso de uno de sus fundamentos tradicionales, el de verdad (metafísica). Esa mentira será el instrumento que permitirá, según el Astrólogo, el dominio de la mayoría social por parte de una minoría, constituida por los hombres millonarios y poderosos que gobernarán al mundo. 

Reverso de la verdad, la mentira metafísica no sólo la interpela y somete a crítica sino que además revela su verdadera naturaleza, la de ser un instrumento de poder. La sociedad actual no carece de instrumentos de poder, afirma el Astrólogo, pero la mentira metafísica, como tal, será infinitamente superior y potente. De manera que el reverso no deja de reproducir el sentido que muestra el anverso, pero invirtiéndolo por medio de la negación. Por ello no será otra cosa que un medio para dominar a los hombres, haciéndoles creer que son felices, cuando en verdad están condenados a la más abyecta de las sujeciones.

Si Los Siete Locos / Los Lanzallamas provocan efectos de sentido político narrando una fábula disparatada y absurda, Museo de la Novela de la Eterna lo hace contando otra fábula igualmente irrisoria. Digamos, a propósito de ello, que en esa similitud se agota toda posibilidad de plantear equivalencias entre ambas escrituras. El estilo de Macedonio Fernández es otro: su lenguaje, lejos de la cruda expresividad del lenguaje de Arlt, se caracteriza por su tendencia al circunloquio, por la complejidad de su sintaxis, por su sentido altamente especulativo y filosófico, por el diferir que lleva a posponer, exasperadamente, el comienzo del relato. Como también por su anti-realismo, que depone por completo los límites que podrían separar a la realidad de la literatura.

En ese contexto, una de las acciones que relata Museo… es la conquista de Buenos Aires que practica El Presidente acompañado por los otros personajes de la novela. Ese personaje de referencia múltiple -puede ser tanto un ser literario como el autor de la obra- sostiene que “Si la solemnidad, la postura docta, las estatuas y las calles con apellido fueran proporcionadas a la virtud y al pensar profundo, cuán poca de esta estofa habría; este vivir no necesitaría tanta paciencia ni abundaría tanta tentación de una vileza a cambio de celebridad”. Claramente, se trata de una representación crítica de la ciudad de Buenos Aires, y de la hipocresía que supone apelar a símbolos venerados por la historia, como son las estatuas y los apellidos de próceres que nombran las calles, para mostrarse a la altura de su gloria. Hay, por lo tanto, un sentido político en la crítica macedoniana, si por político entendemos la voluntad o el deseo de intervenir en la cosa pública con el fin de modificarla. Pero el proyecto político que revela su escritura poco tiene que ver con las prácticas políticas convencionales, puesto que se trata de un proyecto de carácter poético. Por ello, el relato propone que las calles de la ciudad, en vez de portar nombres de próceres patrios, lleven nombres alegóricos que hablan del amor, del sueño, de despedidas y retornos, de la risa, del después y del hoy, del hombre no-idéntico. De manera que el texto procede a evacuar a los próceres del panteón que les asigna la historia, para reemplazarlos por palabras que hacen al ensueño, al arte y a lo poético. Ello nos permite sostener que política, en este caso, consiste en redimir por medio de la poesía. Por utópico que suene, semejante propósito resulta mucho más afín respecto del Pensar macedoniano que cualquier otra propuesta convencionalmente política. 

Finalmente, digamos que Adán Buenosayres también provoca efectos políticos, en este caso por medio de la sátira y la parodia. La sátira y la parodia, en verdad, atraviesan la totalidad de la novela, pero sus efectos políticos se hacen muy evidentes en el Libro Séptimo, intitulado “Viaje a la Oscura Ciudad de Cacodelphia”. Esa ciudad, creada por el astrólogo Schultze cual auténtico demiurgo, se encuentra en las profundidades de Buenos Aires, al modo de un averno rioplatense.

Adán refiere en ese libro que, en el bajo de Saavedra y a medianoche, con el astrólogo iniciaron una excursión memorable, que comprendería un descenso a Cacodelphia, “la ciudad atormentada”, y un ascenso a Calidelphia, “la ciudad gloriosa”. De manera que, si Cacodelphia es literalmente la ciudad de los seres malos, Calidelphia será su opuesto, la de los seres buenos. El astrólogo le advierte a Adán que lo sacará de dos errores al respecto: el primero sería pensar que “intentarán un viaje al Tártaro, así como lo entienden los metafísicos”. El segundo, creer que ambas ciudades son mitológicas, ya que “existen realmente”. Más aún: el astrólogo sostiene que “las dos ciudades se unen para formar una sola”, y que en realidad “son dos aspectos de una misma ciudad”. Esa Urbe, sólo visible para los ojos del intelecto, no es otra cosa que “una contrafigura de la Buenos Aires visible”.

Así, Cacodelphia, sólo visible para el intelecto, es una ciudad eidética que carece de materialidad pero no de existencia. Esa ciudad inmaterial mima paródicamente el infierno que cantó la tradición clásica, desde Homero y Virgilio hasta Dante, por lo que termina leyéndose como un averno en solfa,  en el que la representación de quienes cometieron pecados en su vida apunta más a una piadosa irrisión que a un colérico escarnio. Como no podría ser de otra manera, el infierno de Schultze está compuesto por una serie de espiras donde se alojan los pecadores agrupados por el denominador común de un pecado capital. Adán y el astrólogo van recorriendo esos espacios, y en cada uno de ellos encuentran personajes que aparecían en la Buenos Aires real narrada en los cinco primeros libros. El viaje por Cacodelphia se lee, de tal modo, como el trayecto que realiza una mirada ciertamente moralista, que juzga el comportamiento social de esos seres condenados, aunque lejos de una perspectiva inquisidora o dogmática, ya que se trata de una visión beatífica, la misma que se ha manifestado a lo largo de toda la novela. 

Podría decirse, en consecuencia, que la crítica que practica el relato de Adán Buenosayres es una crítica piadosa, como corresponde a un individuo cristiano y tomista. Los lugares donde se manifiesta son múltiples y diversos, por lo que nos detendremos tan sólo en uno de ellos, verdaderamente paradigmático: el encuentro con El Personaje. Ese hecho acontece en la sección novena del libro, donde se relata el recorrido por el infierno de la Pereza.  

El Personaje es un ser que pertenece a la clase de los Homoglobos, hombres de goma inflados hasta reventar. Su nombre, de carácter ambiguo, refiere tanto a su condición de ser ficcional como a su condición de funcionario público. En la novela, el vocablo adopta este segundo sentido, tornándose arquetípico y por lo mismo alegórico, tal como ocurre con muchos nombres en la escritura de Marechal. El Personaje encarna al funcionario parásito e improductivo, que ejerce un poder arbitrario y discrecional. Por otra parte, su historia no deja de ser asimismo ejemplar: descendiente de un coronel que combatió junto a San Martín, e hijo de un terrateniente, fue enviado por su padre a estudiar a la ciudad, donde practicó una vida bohemia, que se prolongó luego en París. De regreso a Buenos Aires, se reencuentra con sus hermanos, dedicados a la política y a los negocios, y con sus sobrinos, jóvenes líricos y soñadores, a los que ayuda vendiendo sus propiedades para permitir que realicen sus deseos también bohemios y anti-burgueses. Tal circunstancia lo sume en la pobreza, por lo que sus hermanos le consiguen un puesto como funcionario en un ministerio, donde desempeñaría su rol hecho de convenciones formales y apariencias.

Así, la figura del Personaje representa no sólo la Pereza sino además, al modo de una galaxia de connotaciones, las prácticas burocráticas y corruptas que se alojan en la superestructura del estado. Esa representación, por consiguiente, supone también una ponderación rigurosamente política, que se manifiesta a través de una fábula alegórica y paródica. Señalemos, al respecto, que la visión que propone esa fábula es, de forma notoria, pesimista. Evoca, en más de un sentido, a otros textos moralistas de aquellos años, como Persuasión de los días de Oliverio Girondo o Historia de una Pasión Argentina de Eduardo Mallea, asociados en un clima de época desencantado y escéptico. Sin embargo, esa condición no los vuelve apolíticos, ya que son, por el contrario, el apóstrofe dramático con que interpelan la decadencia de su mundo.La evocación de las tres novelas, o más precisamente aún, de algunos de sus pasajes significativos, permite ilustrar -nos parece- nuestra tesis acerca de la politicidad de la literatura que no se revela como contenido expreso o denotación evidente. Lejos de entender esa negatividad como una falta o una carencia, la pensamos como un plus o un exceso del texto literario: como una profusión del sentido que logra significar, más allá de lo propositivo y expreso, todas las dimensiones de la política que los otros discursos no pueden enunciar, porque no cuentan con las palabras necesarias para hacerlo. 

Publicado el 6/9/2022

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