Los rayos de sol, todavía potentes a fines de marzo, atraviesan los vidrios del despacho. Él ya lo visitó antes, pero el desorden de lo nuevo lo desafía a encontrar los objetos: el calendario, los folios y algunos documentos. Toma una lapicera del tarro que está enfrente suyo, la más incómoda de todas. Se pregunta a quién se le ocurrió, en algún momento, usarla. En realidad, sabe a quién. La mira, concentrado, mientras piensa en tirarla al cesto de basura que está contra la pared. La goma que recubre la parte baja de la lapicera, justo donde apoya el índice y el pulgar para sostenerla, no es ni lo suficientemente blanda como para suavizar el agarre ni lo suficientemente dura como para asemejarse al plástico del resto del tubo. Aun así, mantiene su decisión. Es con esa, con la dura, con la incómoda, con la que firma al final de la hoja.
—Ya está. Llévelo, nomás —dice.
—¿Está todo bien? —pregunta José.
—Diez puntos. Mande, nomás —responde.
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Los vaivenes de la política son, a veces, sumamente impredecibles. Los actores de la obra parecen cambiar de personaje más rápido de lo que podemos percibirlo. La idas y vueltas de los gobiernos, de los partidos, de los decretos, de los debates y de todos los componentes de lo que llamamos “la política argentina” pueden encandilarnos y, falsamente, hacernos creer que la política es aquello que solo ocurre dentro de un despacho, en las páginas de un decreto, o en las bancas de un congreso. Lo demás, pareciese, es ajeno, distante, va aparte, como “por colectora”, y no guarda ninguna relación con esa burbuja de candidatos de saco y corbata y de bancas con olor a cigarrillo y café. La realidad nos demuestra algo diferente: aquellas decisiones, medidas, decretos, hacen mella en los recovecos más íntimos y personales de cada uno de los ciudadanos. La política irrumpe, interpela, se cuela en aquellas rajaduras de nuestra vida que, equívocamente, creemos ingobernables, estancas, al abrigo de cualquier cambio ajeno a nuestras decisiones. Los períodos gubernamentales, las acertadas —o desacertadas— decisiones, los convulsionados procesos políticos y todo lo que atañe a ellos hacen pie, incluso, en las relaciones más interpersonales, privadas e íntimas de cada uno.
Las bibliotecas, de hecho, están abarrotadas de libros que denotan una clara repercusión de la política y sus procesos en la trama de las ficciones. Pero hay otros, los sugerentes, podríamos llamarlos, los que convocan nuestra atención: éstos son aquellos que, de forma más sutil, pero no por eso menos punzante, permiten escrutar cómo aquello que simula ser lejano, inalcanzable y hasta prescindible como la política atraviesa irreverentemente todos los aspectos de la vida.
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—En unos minutos lo grabamos. ¿Quiere escucharlo? —pregunta José.
—No. Confío en su criterio —dice, mientras apoya las palmas de sus manos sobre la fría madera del escritorio.
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La dictadura cometida durante la década del setenta y principios de los ochenta ha generado páginas y páginas de testimonios, crónicas, historias, novelas y ensayos que ilustran, las más de las veces con nitidez, otras con delicadas menciones, los años más sangrientos de nuestra historia reciente. Algunas novelas sitúan la trama en el centro de la ebullición: en el frío del interior de un Ford Falcon y en el horroroso clima de un centro de detención clandestino —como Dos veces junio, de Martín Kohan—, en los vuelos de la muerte, en el hostil territorio malvinense —tal como Los pichiciegos, de Rodolfo Fogwill—, o incluso en los crueles asesinatos a miles de argentinos perpetrados por el Estado. Otras, como Lo imborrable (1992), de Juan José Saer —que le da título a esta revista—, se animan a ir más allá —o más acá, en realidad—: ilustran cómo ese horror, esa sangre, subyace en las acciones más cotidianas, rutinarias e íntimas. Desnudan, con una prosa inapelable, las influencias de un catastrófico proceso en los actos que, a primera vista, lucen apolíticos.
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José, con los papeles en la mano izquierda, sube la escalera y abre, con su mano derecha, los postigos de la puerta de la Secretaría. Intercambia unas palabras. Deja los papeles en la mesa. Da una orden con voz firme. Gira sobre sí mismo, ahora con su torso hacia la misma puerta por la que entró, y se va.
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En la novela saereana, Carlos Tomatis, protagonista principal, acude a un bar. Mantiene una conversación con quienes, páginas más adelante, integrarán la borrosa categoría de “pareja amiga”: Vilma y Alfonso. Sale a la calle. Está vacía. Vacía por el frío, vacía por la hora, pero también por los tiempos que corren[1]. Los “tiempos que corren” no son solo las bajas temperaturas de un invierno de hace más de cuarenta años, ni lo cambiante de la noche, ni la mejor o peor convocatoria de un barcito, sino los Falcon, la sangre, el río, los vuelos, el horror. Aunque conocemos que los hechos se sitúan en 1980, Tomatis, en sus monólogos internos, nos deja aún más claro el panorama:
Dos hombres maduros conversan en voz baja, pero con muchas gesticulaciones, en una mesa del pasillo, de negocios o de fútbol, o de historias sentimentales o sexuales probablemente, o quizás de política, aunque esto es menos seguro a causa de los tiempos que corren, en los que todo el mundo parece haber aceptado la consigna secreta de los tiranos, según la cual la culpa es siempre anterior al crimen.[2]
Con estas últimas palabras, Saer —o Tomatis, en realidad— da en la tecla. La consigna es secreta, es subrepticia, pero a la vez es común, casi como una sinécdoque de los tiempos que corrían. No “lo” dicen, pero “se” dice: “se” dice, así, despersonalizado, en la calle, en las reuniones, en la radio, en la escuela. Pareciera no existir un sujeto que se haga cargo de la acción de decir, porque cuando algo es de todos, en realidad, no es de nadie, y tanto “todos” como “nadie” es una nube densa, espesa, elástica, que se cuela entre cada uno. La consigna está. Y la saben todos. La culpa es previa al crimen, porque el determinismo de hacer la ve con los dedos o el puño levantado es ya motivo suficiente. La culpa implica una condena, y la condena implica un a veces cuestionado, pero ineludible, proceso judicial. Cuando éste no está, el culpable es culpable sin más y, en ese terreno, todo vale.
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En la Secretaría General de la Presidencia se abalanzan sobre las páginas del documento. Las firmas, en tinta azul, tienen la apariencia de haber sido recién hechas. Uno de ellos toma las hojas. Sigue la orden que Villarreal dio hace unos segundos. Las envía al estudio.
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En una escena de la novela, la realidad, esos “tiempos que corren”, logran condensarse en el símbolo que, tiempo después, quedará grabado a fuego en la memoria de todos los argentinos: el Ford Falcon de color verde. Es cierto, vale aclarar, que la dictadura también utilizó otros vehículos, pero fueron éstos, los emblemáticos Ford, que hace no mucho tiempo fueron subastados como si de objetos coleccionables se trataran[3], los que han conseguido sintetizar el horror:
[…] no pasa nada, hasta que, alzando la cabeza, habiendo adivinado su presencia antes de captarlo con los sentidos, veo un coche que avanza, despacio, por la transversal a oscuras, a una cuadra y media más o menos, de modo que cuando pasa por la bocacalle iluminada para internarse otra vez en la calle oscura, su lentitud se confirma, de igual modo que el modelo, de los más recientes, que ya había adivinado por la altura y por la separación relativamente grande de los faros que antes de llegar a la bocacalle mandaron una señal para anunciar su presencia, y después descendieron otra vez a una posición más atenuada[4]
Tomatis escucha el motor de un auto que, tranquilo, como un animal amansado, camina desde atrás hacia él. Reconoce su modelo. Se impacienta. ¿El motivo? Los tiempos que corren. Pero, súbitamente, algo sucede que, de inmediato, lo relaja:
El color cereza del auto me tranquiliza: es en coches del mismo modelo, de color verde oliva, que los hombres del general Negri suelen pasearse por la ciudad y parándose de tanto en tanto ante alguna casa, o en plena calle, junto al cordón de la vereda, sin detener el motor, bajan armados y meten a los golpes en el asiento trasero a algún paseante desprevenido, del que nunca más se vuelven a tener noticias, a menos que no aparezcan sus restos mutilados […] una mañana cualquiera, en algún baldío o flotando aguas abajo, devuelto por el río después de varios días de inmersión.[5]
El escalofrío que Tomatis siente correr por su cuerpo es, podríamos pensar, el mismo que corre por la calle. Solo cuando confirma que la chapa es de color cereza y no verde es cuando logra tranquilizarse. Esta imagen, profundamente cinematográfica, sintetiza el espíritu de la novela: política, por excelencia. Es política no porque su trama suceda en los pasillos de la Casa Rosada, ni porque se sitúe en medio del conflicto bélico del 82, como la novela de Fogwill, por ejemplo, ni porque narre un hecho característicamente militar, sino porque, precisamente, deja transcurrir en sus páginas una historia completamente al margen de los tiempos que corren que no puede escaparse de éstos, porque se cuelan hasta en una rutinaria caminata en la noche.
De todos modos, una interrogante que acucia es la siguiente: ¿puede una novela como Lo imborrable ser política si quien desconoce la historia reciente corre el riesgo de pasarse por alto las referencias que allí aparecen? La respuesta, categórica, podría localizar a la obra literaria en el extenso estante de las sinécdoques: como cualquier hecho cotidiano, aunque no se perciban lo rasgos políticos que lo constituyen, siempre es político por defecto, sin más. Porque, como en la vida misma, en la literatura se pone en juego la perspicacia y la inferencia de un lector activo que, en su lectura, repondrá la imagen y el horror que rodea a los personajes. Umberto Eco explica:
Así que cada acto de lectura es una transacción compleja entre la competencia del lector (el conocimiento del mundo que posee el lector) y el tipo de competencia que un texto determinado requiere para ser leído de una manera “económica”, o sea, de una manera que aumenta la comprensión y el disfrute del texto, y que viene apoyada por el contexto.[6]
El juego de compleja transacción que propone Saer no es otro que el que nos propone la realidad ante la lupa del análisis: determinaremos los componentes que integran un hecho según nuestra profundidad de lectura. Esta codificación, que Eco denominará doble codificación[7], es sobre la que se jerarquizará la lectura de Lo imborrable y diferenciará dos niveles: uno primero, superficial, en el que los sucesos ocurren casi escindidos de su contexto político y uno segundo, más profundo, atiborrado de referencias a las que debemos atender.
Contrariamente a la ficción que se entromete entre los párrafos de este ensayo, Lo imborrable, de Juan José Saer, publicada originalmente a comienzos de los 90, atestigua que la política, que creemos tan lejana, llega hasta nosotros en las formas menos pensadas y, también, menos palpables. Será nuestra tarea, difícil, que exige una extrema agudeza crítica, determinar por dónde ésta se cuela.
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José Rogelio Villarreal vuelve a ingresar en la oficina. “¿Lo grabaron?”, pregunta. “Sí, jefe. ¿Quiere escucharlo?”, le responden. Villarreal se acerca al parlante del equipo musical que, ahora, está en una esquina de la oficina. Gira la rueda del volumen. Da play al cassette, y la voz del locutor, recién grabada, escapa por los parlantes: se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta Militar. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal de operaciones. Firmado, Jorge Rafael Videla, teniente general, comandante general de Ejército; Emilio Eduardo Massera, almirante, comandante general de la Armada; Orlando Ramón Agosti, brigadier general, comandante general de la Fuerza Aérea.
—Perfecto. Difúndanlo —dice Villarreal, secretario general de la Presidencia recién asumido— Quedó lindo, ¿no?
Publicado el 6/9/2022
[1] La primera de este tipo de menciones a la dictadura puede encontrarse en la página 38 de Lo imborrable, de Juan José Saer, editada por Seix Barral
[2] Saer, J. J (2000). Lo imborrable. Seix Barral, Buenos Aires, (pp. 110-11).
[3] En septiembre de 2017, el Banco Ciudad de Buenos Aires subastó diferentes vehículos y elementos en desuso del Ejército argentino. Entre éstos, un Falcon verde. El precio de base, diez mil pesos.
[4] Saer, J. J (2000). Lo imborrable. Seix Barral, Buenos Aires, (pp. 189-90).
[5] Íbidem.
[6] Eco, U. (2017) Confesiones de un joven novelista. Sudamericana, Buenos Aires, (p. 49).
[7] Ídem, (pp. 37-39).
Soy, por el momento, (casi) profesor en Literatura. Las alocadas circunstancias me han premiado con el privilegio de ser uno de los editores de la revista, junto a Fausto y Joel, dos grandes amigos.
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