Polifemo

Narrativa

Dando un salto, sus manos echó sobre dos de mis hombres,
los cuales agarró cual cachorros, les dio contra el suelo
y corrieron vertidos los sesos mojando la tierra 


Odisea, IX, 288

Aquiles y Héctor eran muy afines desde chicos. Siempre tuvieron una relación muy cercana, más de una vez por semana frecuentaban dormir juntos en la casa de uno o de otro. No importaba. Se conocían desde la primaria y cursaron en conjunto el nivel secundario. Eran del mismo barrio y sus madres se conocían desde hace muchísimos años. Todo era propicio para que, como sucedió, estén juntos para todo. 

Aquiles era hijo de una kiosquera, por lo que nunca le faltó el acceso a las golosinas más deseadas por los chicos del barrio. El joven era la única descendencia del matrimonio Muñoz, por lo tanto, siempre fue consentido por todos sus parientes. La abuela siempre con regalos, las tías con souvenirs de viajes y los padrinos con salidas muy frecuentemente llevadas a cabo al cine. En cuanto al padre, casi nunca estaba en la casa, siempre trabajaba. Y cómo su oficio lo requería, debía estar adentrado en el mar o cercano a este, puesto que era oceanógrafo. Realmente era un señor de los mares.

Por el contrario, Héctor era de familia numerosa. Era el cuarto niño de la familia del matrimonio Rinaldi y el quinto hijo en ser fruto de aquella unión cívico-legal. A pesar de tener una enorme familia y, sorprendentemente, de tener buena relación con la mayoría de los consanguíneos nunca disfruto de la misma cantidad de caprichos o lujos que quizás podría haber disfrutado Aquiles. Quizás se deba esto a la diferencia socioeconómica notable entre la familia Muñoz y la Rinaldi. La madre de Héctor era enfermera y su padre trabajaba en una fábrica textil. Sin embargo, ha logrado disfrutar de su infancia sin rendirle mayor importancia a lo material.

Cómo no podía ser de otra manera para este particular dúo, debían festejar la obtención de su título superior. Ambos se habían graduado, ¡grata situación! Y ya que no tenían una relación socioafectiva satisfactoria con muchas personas más allá de ellos mismos, decidieron irse de vacaciones juntos al Sur. 

Habían empacado lo necesario, lo pragmático, se podría decir que eran jóvenes sencillos. Esa clase de juventud que se basaba menos en lo palpable que en la imaginación. De esas personas que se emocionan más por recordar los momentos vividos que por verlos plasmados en una diapositiva revelada. El tipo de individuos que prefieren el equipaje ligero y la improvisación como nomenclatura de comportamiento vacacional. Ese tipo de viaje sería aquel. Una quincena invernal casi no planeada y de desventuras, metiéndose en el barro, incrustándose en cualquier situación llamativa con la que chocaran. Aquella, sin duda, era la esencia que buscaban lograr con aquella huida de la urbe sofocante. 

Ambos odiaban la playa, el sol, la acumulación de otros seres humanos y el hacinamiento que producía la costa atlántica. Así que se decantaron por el destino montañoso andino. El viaje fue largo. Más de veinte horas hasta llegar, pero valdría la pena. Hacía tiempo que deseaban conocer la Patagonia imponente de la que tanto se hablaba. Un destino formidable. Un centro turístico reconocido a nivel mundial y frecuentado no sólo por habitantes argentinos sino por visitantes de países limítrofes y hasta turistas europeos que elegían como destino el Sur de la República. 

Habían hablado mucho durante todo el viaje. Siempre conversaban en abundantes cantidades, en realidad. En relación a los tópicos más variados imaginables. Esta vez, el eje discursivo se orientó hacia todas las cosas que podrían hacer una vez arribaran al destino. Fantaseaban sobre escalar un cerro, sobre dormir al lado de un fogón acampando y de tomar mate al lado del Lago Nahuel Huapi. La mayoría de sus planes incluían al mate. Infusión autóctona por excelencia, nunca les faltaba. Amargo, por supuesto. “Así es más campero”, pensaban ambos, aunque no lo decían. 

Ya habían llegado. Se bajaron en la terminal y caminaron hasta el hogar del casero, quien les entregó la llave y los condujo hasta la cabaña donde se hospedarían. Durante el viaje observaron la arquitectura idiosincrática de aquellas villas patagónicas. Tan similares a las villas europeas, probablemente construidas por alemanes, suizos o algún que otro descendiente de germanos que vinieron luego de la Gran Guerra a asentarse en suelo argentino. Estaban preservadas de forma envidiable las estructuras y el poblado no perdía para nada la estética pintoresca. Casi todas las edificaciones eran de madera y la población era notablemente escasa. Había más construcciones dedicadas al alojamiento turístico que inmuebles para los lugareños. Aunque aquella característica era común en la mayoría de los pueblos pequeños de las seis provincias patagónicas. Lugares de 5.000 habitantes o menos que podrían llegar hasta a incluso duplicar su densidad poblacional en épocas de turismo elevado, tales como la tríada de meses veraniegos en Argentina o los meses de julio-agosto.

Una vez que habían llegado se decidieron a preparar la cena, puesto que ya era de noche. Aquiles siempre fue prodigio de la cocina, pero Héctor quería aprender así que le hacía compañía asistencialista como la de un lazarillo a un ciego. Y cenaron. El manjar puesto sobre la mesa era unos fideos con salsa. Tan suculentos como cualquier otro plato preparado por Aquiles, o al menos eso pensaba Héctor. Lo admiraba mucho. Él era muy valiente. O por lo menos, era el que siempre se empecinaba en llevar las cosas a cabo. El que tomaba la iniciativa siempre. Y realmente provocaba la admiración incondicional de Héctor, al ver reflejado en aquel otro hombre todo lo que a él le faltaba. Luego de comer se fueron a dormir juntos, cómo hacían cuando eran chicos. 

Los primeros rayos de sol los despertaron y los forzaron al desayuno mañanero. Esta vez, el más tímido de los dos se encargó del preparativo. Unos cafés con leche más unas tostadas fueron la consigna de aquella mañana. Es rejuvenecedor un buen desayuno, realmente predispone a las personas en su actuar posterior. Es tanto un abridor de caminos como un inhibidor de rumbos, ya que puede ser bueno y motivar tus esperanzas sobre aquel día o ser precario o nulo y desmotivar totalmente tus expectativas. Pero, para conformidad de ambos, ese desayuno fue adecuado y asertivo. Por lo tanto, estaban más que ansiosos de llevar a cabo las actividades de aquel día. Recorrer el pueblo de día, almorzar en algún restaurante local, pasar la tarde al lado del arroyo, luego comprar sándwiches o comida transportable para acampar a la noche adentro de la inmensidad desconocida para ellos del bosque. 

La consumición tempranera había concluido, y los muchachos se decidieron a recorrer el poblado. Nuevamente, observaron muy detenidamente la infraestructura, maravillados por tan fina y formidable construcción arquitectónica. Aunque simple, era sumamente bella la distribución de los materiales utilizados y la elección de estos. El pueblo, aunque ínfimo al lado de grandes urbes, contenía en sí todo lo necesario para que su población pudiera subsistir sin tener que abastecerse de ningún centro urbano aledaño. Tenía dos kioscos bien posicionados y distanciados el uno del otro; una despensa que estaba abierta hasta altas horas de la noche, aunque la construcción sintagmática de altas horas de la noche significase un horario mucho más temprano que en las grandes ciudades; un supermercado general con elementos variados; una especie de resto-bar modesto con escasa variedad en su menú; una farmacia; una clínica; una heladería; una escuela que reunía los tres niveles; y, como no podía ser de otra manera para los asentamientos periféricos provinciales: una plaza en el centro del lugar, enfrentado de uno de sus lados a una prominente construcción eclesiástica, en otro de sus costados a la municipalidad y, en otro lateral a la comisaría. 

El lugar era realmente bello y simple, la huida de la urbanización sofocante era casi perfecta para Aquiles y Héctor. Y la palabra casi en la oración anterior no fue colocada erróneamente. Lo único negativo de esta villa vacacional donde habían decidido hospedarse recaía en los pobladores. Algunos actuaban indiferentemente, pero eran los menos. Mientras que la mayoría miraba casi asqueados a los jóvenes, se notaba la repulsión en los ojos de los lugareños al observar a aquel íntimo dúo de individuos. Aunque esta actitud ajena no era nueva ni resultaba sorprendente para aquellos muchachos, puesto que ya la habían experimentado, el grado de enajenación en la mirada de los demás era tal en este recóndito lugar que provocaba cierta incomodidad en los mancebos. 

Sin recaer en la reflexión exhaustiva ni dando mucha cabida a aquellas sensaciones provocadas por la observación punzante y malintencionada de la amalgama de seres humanos rústicos que integraban el poblado, se decidieron a almorzar en el resto-bar local. Como era costumbre, Aquiles pidió un corte de ternera acompañado por unas papas al horno, las cuales estaban preparadas con una exquisitez que parecía no correlacionarse con la fachada de sencillez que emanaba aquel sitio. De forma que era también recurrente en salidas relacionadas a la comida, Héctor optó por un corte de carne blanca, en este caso una pata y muslo de pollo. De guarnición, este último prefirió optar por un más liviano y austero arroz blanco. Para la suerte de Héctor, este plato no estaba dotado de la misma exquisitez que el plato del hombre sentado enfrente suyo, pero sin chistar comió y se conformó con lo que consumió. Una vez finalizado el refrigerio y pagado el monto estipulado en el menú, ambos se levantaron de sus mesas y se dirigieron hacía el arroyo, a paso lento, no sin antes hacer una parada en la despensa para adquirir algunos que otros fiambres y tiras de pan que luego serían de utilidad para acampar en las horas nocturnas del día. 

Una vez llegado al lugar, se recostaron sobre el pasto, con espíritu campestre y en silencio miraron las corrientes de agua mecerse de un lado al otro en el pequeño pero simpático riacho. Aquiles pensó en su padre, siempre que se encontraba con un cuerpo extenso de agua lo rememoraba, y así se quedó por muchas horas, disfrutando del paisaje y dejando su imaginación volar. Por su parte, Héctor se tornó detallista y no perdió ni dejó pasar desapercibido ni el más mínimo pormenor que formara parte de cualquiera de los elementos pertenecientes a la escena que se hacía visible frente a sus ojos. Esta puntualización exhaustiva de las curvaturas de las aguas cambiantes, de la forma de los tallos de las bajas hierbas sobre las que reposaba su cuerpo y los surcos en el cielo que lograban las formas peculiares de las nubes, entre otras cosas, hizo que se demorase también un extenso lapso de tiempo en finalizar. La escena y la pasividad casi ataráxica de ambos individuos hubiese generado la creación de alguna obra de arte bucólica, si algún artista plástico los hubiese observado. 

Luego de observar el inmensamente bello atardecer, ambos regresaron a la cabaña en la que se alojaban. El fin era hacerse con la carpa y demás objetos pertinentes con la que habían viajado desde Buenos Aires para asentarse temporalmente en el bosque por aquella noche. Una vez con los objetos indispensables para acampar en mano se dirigieron, ahora sí, de una vez por todas a la inmensidad boscosa circundante al poblado. 

La noche era sumamente oscura, casi no había rastros de la luna y, se encontraba bastante nublado, lo cual dificultaba la visión en terreno boscoso. El viento era abundante, pero débil por lo que, aunque resultara molesto no se transformaba en insoportable. Pertinentemente, Héctor había traído de su casa una fiel linterna la cual ya lo había acompañado en ocasiones de falta de luz debido a cortes eléctricos en su hogar, así que lograron adentrarse de forma satisfactoria y sin mayores altercados debido a la iluminación que provenía de aquel instrumento lumínico. Una vez designado el lugar ambos encendieron un fogón con unas maderas que había comprado Aquiles antes de viajar para servir a este mismo propósito. 

Como usualmente sucedía, Aquiles tomó la iniciativa para erguir la carpa y Héctor le valió como asistente fiel. Una vez finalizada la sencilla tarea, se perdieron entre sí. Y utilizo la palabra perdieron con finalidad jolgoriosa. Ya que empezaron a extraviarse en la bella dialéctica sin rumbo que solo se logra gracias a la afinidad entre pares iguales con las mismas intenciones lúdicas con el habla como instrumento. Claramente, ambos perdieron reiteradas veces el tema central del diálogo y entre risas y murmullos jocosos se sumergieron perdidamente en la alegría charlada. El tiempo volaba y las risas seguían siendo la moneda corriente. Hasta que, momentáneamente y sin hablarlo, pactaron una mínima seriedad para dar comienzo a la comida nocturna por excelencia: la cena. 

Héctor esta vez fue el encargado de armar los sándwiches de fiambre y de tomar la iniciativa de brindar inicio a la cena propiamente dicha. Quizás su apetito repentino había servido como motor para que lleve a cabo aquel accionar. Aquiles tomó, por esta vez, el rol pasivo y solo se limitó a conversar con su acompañante y a degustar gustosamente la delicatessen que significa un sándwich bien preparado. 

La cena había finalizado y la tensión se incrementó en aquel tranquilo bosque, la serenidad solo se limitaba a los vientos que acariciaban la piel deseosa de ambos hombres y la mansedad casta solo se reservó a los árboles debido a la naturaleza asexual de los seres vegetales. Aunque ninguno de los dos había tomado la iniciativa, ambos sabían lo que provenía, solo bastaba que alguno dé el primer paso, que alguno se arme del valor necesario que se necesita para llevar a cabo la proposición muda del contacto físico. Sin embargo, cuando el fuego estaba por consumarlos a ambos en un fogón inmenso de roces, algo perturbó la calma circundante y rompió con la tensión que se había gestado. 

Se sintió una caricia suave en el follaje próximo a su campamento, aunque esto quizás sería normal debido al viento constante que existía en aquella noche, este roce al matorral no parecía leve y no parecía provocado por la ventisca austral de los bosques patagónicos. Sino que, muy por el contrario, parecía provocado por alguna especie de animal. A su vez, ambos sintieron una sensación extraña, fastidiosa, desagradable y sumamente invasiva: el incómodo sentir de que alguien te está observando y no te quita la mirada de encima. 

Aunque algo temeroso, como era natural en su persona, Héctor se decidió a valerse de su linterna para ahuyentar al animal, que según sus conjeturas personales debía ser nocturno y reticente a la exposición lumínica. Así fue como apuntó el instrumento artificial hacía un arbusto, aproximadamente a una distancia de unos 10 metros, de donde había procedido aquel sonido inquietante. Hizo esta acción, y luego para finalizar y dar por terminada la tarea, encendió el artefacto que yacía en su poder. 

Al hacerlo, la repulsión, lo impío, lo inmundo y lo corrupto se evidenció frente a sus ojos y quedaron absortos. Puesto que lo mencionado tenía forma física. Y era la de un titán de descomunal altura, casi el doble que la de un humano promedio, se encontraba sin ropajes, ostentaba una figura famélica, con una deformada y alargada cara que daba como reminiscencia lejana una cercanía bastarda con la raza humana. Solo que, a diferencia de la fisionomía propia de un hombre, obviando lo vomitivo de los rasgos faciales de la criatura, la disimilitud más semejante yacía en la presencia de un solo ojo en su rostro. Un engendro monocular repugnante se plantaba enfrente de los muchachos. En su cabeza se explicitaban los pobres vestigios de lo que antes solía, quizás, ser una cabellera. Lo que quedaban eran tan sólo restos pobres y de tinte blanco. Existía una desproporción siniestra en la longitud de las piernas de la criatura, con relación a la extensión de su torso, y parecía como si sus brazos pudiesen tocar sus rodillas sin necesidad de esfuerzo significativo. En sus manos, dedos finos y alargados se hacían visibles, con uñas obscenamente prominentes. Ante esta presencia, los jóvenes atinaron a lo único que sería comprensible en una situación como aquella: se echaron a correr. 

Pero, quizás esperanzados y cegados por la ignorancia juvenil, olvidaron algo fundamental cuando tomaron aquella decisión: lo que vieron también tenía piernas y no sería descabellado que pudiera moverse. En efecto, aquello aconteció. Eso los persiguió y fácilmente los alcanzó. Para la mala suerte que el más rezagado fue víctima del agarre de aquel ser. Aquiles se encontraba elevándose a unos cincuenta centímetros del suelo, agarrado únicamente de su abrigo, lo que constataba la descomunal fuerza de la abominable bestia. Héctor, por su parte, se encontraba como un espectador atónito, inmóvil, dudoso de si lo que estaba observando en realidad estaba sucediendo o si se trataba de una pesadilla. Por dentro, él se reconfortaba pensando que aquella sería tan sólo la peor pesadilla de la historia, pero no, no era así. La escena era desoladora. 

Con ambos al borde de la locura y sumidos en la omisión total de acción alguna, pasó algo desconcertante para el dúo. Algo impensado, imprevisto y tan fascinante como aterrador aconteció en aquel momento: la bestia expresó una locución vocal, el horrendo monstruo habló.

No hubo respuesta por parte de Aquiles, a quien claramente se dirigía el monstruo con asertividad fría como el manto siberiano. Al notar la negativa del hombre, el ser reiteró la pregunta, esta vez casi gritando y ahuyentando a los animales cercanos. No hubo respuesta. Y no es que repentinamente haya perdido su capacidad para emitir sonido, ni que haya conscientemente decidido no responder ante la interrogativa de aquella horrible aberración viviente. Pero, de alguna manera, se encontraba casi hipnotizado observando aquel ojo siniestro y tétrico de la criatura. De modo tal que, de alguna manera, había perdido en un breve momento la capacidad de responder a cualquier estímulo. Héctor, por su parte, seguía atónito observando aquella horripilante escena sin comprender la razón del interrogante de la perversa, enorme y terrorífica figura. Ni el más siniestro aquelarre debió ser tan macabro como aquella escenografía.

El engendro, enajenado por la negativa de respuesta del hombre que pendía de su agarre en un movimiento veloz, casi imperceptible, arremetió con fuerza inhumana contra la extremidad superior izquierda de Aquiles. Lo que antes formaba parte del cuerpo del joven salió volando por los aires de forma vertiginosa, dejando atrás un halo de rojo líquido que salió despedido del agujero que dejó como consecuencia el flagelo. Ante el grito de dolor de Aquiles, Héctor comenzó a lentamente alejarse de aquella pesadilla ante sus ojos. La cual no hizo más que volverse cada vez más y más funesta. Otro zarpazo fue visto por el tímido hombre, mientras intentaba mantener el silencio y la calma en su andar, fervientemente creyendo que esto era lo indicado para que la bestia obviase su presencia y se concentrase de lleno en la presa moribunda que yacía entre sus garras. Héctor ya se encontraba a casi unos cincuenta metros de aquel panorama horripilante que solo se mantenía visible en la noche por la linterna que el miedoso hombre había dejado apoyada en el suelo. No obstante, la violencia y la velocidad de un tercer desgarrón, que arremetió contra la cabeza de su pareja, fue suficiente para que el individuo, que con pasividad se estaba alejando, ingresara en un estado de pánico frenético. Ver la cabeza, que había salido volando y caído en frente suyo, de aquel que había sido su acompañante desde la infancia lo introdujo en el terror total. Aquello propició una aceleración repentina en su huida. 

El espectador echó a correr; hizo esto, entendiendo muy a su pesar de la futilidad de su acción, que era lo único que podía hacer. El acto de acelerar el paso al máximo de la capacidad física era lo que él decidió llevar a cabo dentro del abanico pequeñísimo de opciones posibles. Dentro de aquel hermetismo de posibilidades eligió la más simple que no por eso dejaba de ser la más sensata y acorde a las capacidades de Héctor: alguien miedoso, con la omisión como norma máxima y con una ligereza en los pies formidable. Sin embargo, a pesar de ser liviano en el andar, esto no era suficiente. Aquella monstruosa creación impía estaba dotada de una velocidad incomparable con la de un humano. Hasta el medallista olímpico más consagrado caería frente a esa figura monocular. 

En efecto, la criatura alcanzó fácilmente a Héctor y, del mismo modo que a su ya difunto valiente protector, lo agarró del abrigo y lo elevó fácilmente medio metro en los aires, dejándolo en un estado de suspensión. Esta vez, comprobó el hombre, la mirada de la bestia era distinta, era una mirada enfurecida. Entendió entonces, que ya no habría cuestionarios sin sentido como con su antiguo acompañante, el engendro se encontraba encolerizado y no escaseaba el tiempo en que libre al tímido humano de su miseria. Héctor, un hombre que había sido cobarde toda su vida y que no había logrado ni una sola hazaña valerosa en el transcurso de ella, sin embargo, no se dejó intimidar del mismo modo que Aquiles. Habiendo aceptado su destino, el ya no tan cobarde Héctor ofreció oposición y empezó a patalear y a vociferar gritos a todo pulmón; esperando que alguien lo oyera en la inmensidad del silencio forestal, como quien llora bajo una torrencial lluvia esperando que algún ser se percate de ello. Aquel fue el único, el primero y el último acto de valentía en la breve vida del joven Rinaldi.

Publicado el 6/9/2022

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