Escritores, intelectuales y cinéfilos

Literatura y política
1. Los hombres de Letras van al cine

Los intelectuales son gente que por lo común desprecian el cine. Suelen conocer de memoria (…) el elenco y programa de las compañías teatrales de primero y séptimo orden. Pero del cine no hablan jamás; y si oyen a un pobre hombre hablar de él, sonríen siempre sin despegar los labios. (…)

Acaso el intelectual cultive furtivamente los solitarios cines de su barrio; pero no confesará jamás su debilidad por un espectáculo del que su cocinera gusta tanto como él, y el chico de la cocinera tanto como ambos juntos.

Horacio Quiroga, “Los intelectuales y el cine”.[1]

Leída a la luz del elenco de las crónicas cinematográficas escritas en el continente, la célebre (pero discutible) advertencia de Quiroga del acápite, pasa por alto al menos tres constataciones difíciles de soslayar: el hecho de que en Latinoamérica muchos escritores del continente fueron cinéfilos; que una buena mayoría de ellos, lejos de mantener con el cinematógrafo una relación clandestina e inconfesa, escribió en sus países controvertidas reseñas sobre el nuevo arte de masas; que sus juicios y sus preocupaciones emparentan la labor de sus autores con alguna de las modalidades discursivas (casi siempre más orgánicas) de los intelectuales.

En los veinte, años en los que el cine se impone mundialmente en los términos de una posible vanguardia artística, en que se introducen en él cambios estéticos sustanciales como la irrupción del sonido, o se concreta el avance demoledor de la industria de filmes de los Estados Unidos, muchos críticos, cronistas y escritores latinoamericanos participan públicamente en semanarios y revistas con el fin de terciar en un debate cuya relevancia dista hoy de haberse agotado, y cuyas denuncias y críticas más enjundiosas se encuentran también lejos de no ser –básicamente– las mismas. Instalados en la esfera pública que les suministran las revistas nacionales, construyen desde allí su instancia de interlocución. Y aun cuando se ocupan de literatura de un modo indirecto y muy sesgado, no renuncian al espíritu crítico ni al hábito de platear preguntas impertinentes.

La irrupción del novedoso dispositivo tecnológico alerta los recaudos de los críticos en torno a los problemas culturales que la dominación del cine norteamericano suele acarrear para las sociedades desde las que suscriben sus reflexiones. Sus fuertes intervenciones públicas –en dirección a una crítica geopolítica radical del orden establecido (la que caracteriza las labores de intelectuales en sus contextos de acción más inmediatos)– toman a las películas, cual si fueran textos literarios, en tanto fuentes que disparan contenciosos nudos de polémica; comprometen políticamente sus juicios con el debate cívico que intentan espolear; apuestan sus opiniones críticas a la tarea misional de guiar y esclarecer las sociedades y las inteligencias.[2]

2.  Metrópoli-provincia

Desde la revista limeña Mundial, en abril de 1927, es César Vallejo quien indaga en las razones que legitiman su intervención y la de sus congéneres. Vallejo insiste una y otra vez en que “en los debates del cinema pueden opinar, a lo más, los escritores libres, los que nada tienen que ver con aquellas entretelas de la profesión”. En estas cuestiones nuevas sólo vale “el parecer del hombre rigurosamente profano que no sea, naturalmente, un inculto”. “Sólo interesa” –continúa remarcando– “la opinión libre y humanamente variable”:

En estas disputas acerca del cinema, nadie sino un profano está autorizado a opinar. En asuntos cinemáticos, como en todas las artes, los iniciados y profesionales son los menos llamados a opinar, cuando, sobre todo, se trata de situar el alcance libremente humano y extra-técnico del arte. Así, pues, hoy que se busca determinar si el cinema llena un rol artístico supremo y si, por consiguiente, posee propios y peculiares medios de expresión, independientes de las demás artes, la opinión de los críticos, autores, actores, meteurs-en-scène, carece de autoridad (…) Los técnicos hablan siempre como técnicos y rara vez como hombres. ¡Es muy difícil ser hombre, señores norteamericanos! (…) Ya sabemos hasta qué punto los expertos se apalean entre los hilillos de los bastidores y se fracturan la sensibilidad, caídos por el lado flaco del sistema, del prejuicio o del interés profesional.[3]

Porque estos críticos no son expertos, no reconocen todavía en el cine un saber del que puedan dar cuenta los especialistas, y a cambio reivindican, como Vallejo, los términos en que ellos sí pueden darle tratamiento. Observan en el cine un objeto tecnológico que captura su atención, pero que sobre todo les permite disparar la discusión de valores sociales y culturales generales: preocupaciones políticas de mayor visibilidad colectiva, consideradas significativas no sólo para sus pares sino también para sus propios estados nacionales.

Una relación largamente señalada por Edward Shils como clásica en el posicionamiento de los intelectuales, la de metrópoli-provincia, vertebrará las reflexiones de los cronistas a la luz de los interrogantes y de los problemas que al respecto plantee el cine norteamericano y su onda expansiva mundial.[4] Una actitud prevaleciente se reconoce en los textos de los críticos allí cuando confieren a los estudios californianos la posición metropolitana en las cuestiones del cinematógrafo: la de la férrea resistencia. Aun cuando reconocen a esa cinematografía toda su centralidad, rechazan y amonestan su nociva incidencia cultural:

(…) frente al film artístico (…), se yergue la película comercial anodina, vulgar, banal, (…) fabricada para amenizar la digestión de los buenos burgueses y provocar las lágrimas de las pollitas sensibleras. (Digestión digna de todo respeto, lágrimas merecedoras de la más grande compasión, pero el cinema no es eso.). De Hollywood, sobre todo, nos viene el gran peligro –el productor europeo es más culto, menos negociante– de Hollywood, con sus inmensos talleres, sus “estrellas” pagadas a precios fantásticos, sus batallones de comparsas –toda esa maquinaria prodigiosa, que representa millones de millones de dólares. De Hollywood nos llegan esos cientos de metros de películas –necedades sentimentales, piruetas, carreras, trompeadoras, dramones truculentos– que concluyen con el gusto tan poco refinado de los públicos, inyectándoles el veneno azucarado de la cursilería. Allí está el gran peligro del cinema: su industrialización.[5]

El llamado de atención sobre los “males” que el cine hollywoodense descarga sobre las sociedades latinoamericanas es una constante en muchas de las crónicas, con la que sus autores buscan interpelar a sus lectores masivos para que éstos (pero también sus colegas letrados), contribuyan a formarse un cuadro de la situación de sus culturas nacionales en estado permanente de peligro. En esta dirección, los preocupa sobremanera el avanzado proceso de aculturación iniciado por las películas yanquis en los países de América Latina. El poeta mexicano Alfonso Junco (1896-1974), que escribe para El Universal de su país, expresa en “El cinematógrafo y la invasión pacífica”, de 1929, su reclamo en advertencia:

Es el cinematógrafo el vehículo más rápido y universal de penetración. Habla a los ojos y a la fantasía, lo mismo al culto que al analfabeto, igual al niño que al adulto, de la propia manera en la metrópoli que en el último poblacho. Se ha convertido ya en hábito y necesidad para inmensos conjuntos humanos, y a su influjo se van modificando mentalidades, infiltrando costumbres, implantando inclinaciones y maneras.[6]

Las comunidades intelectuales –que operan por “mapas” espaciales que les ofrecen visiones del “mundo”, y localizan su accionar en relación con su ámbito interno pero también con respecto al exterior– detectan en la industria de películas del  Norte un peligro a conjurar. “Siempre que una sociedad extiende su poder y su prestigio más allá de sus propias fronteras –por medio del comercio, la cultura y las armas–, escribe Shils, emerge la relación metrópoli-provincia”.[7] Así, las comunidades intelectuales de las sociedades encontradas no basan generalmente su aproximación en un vínculo de iguales, porque es corrientemente el polo posicionado en el centro quien acaba imponiendo su férula a la provincia intelectual:

… de su poderosa y ponderable industria cinematográfica los yanquis han hecho una formidable arma política. (…)

Por medio del cinematógrafo los yanquis se introducen en las conciencias de todos los pueblos. Y presentan a las naciones extranjeras como les conviene. Ante un digno ciudadano de los Estados Unidos de Norteamérica casi siempre hay un mejicano “canalla” o un latinoamericano “villano”… (…)

… la plutocracia del norte tiene la precaución de hacer declaraciones de fraternidad, de sincera amistad, de amor desinteresado hacia las naciones pobres del resto de América. Mientras tanto, sus ejércitos invaden territorios indefensos, sus capitales organizan revoluciones o convierten en colonias a pueblos débiles, y, allá, en los talleres de la cinematografía yanqui, se están elaborando cintas en cuyos dramas las naciones de América, no sajona, aparecen como pueblos indignos de llamarse civilizados.[8] 

En este sentido, la devastadora ascendencia cultural de la metrópoli sobre las sociedades latinas, que los norteamericanos saben ejercer eficazmente con el cine, es un nudo que concentra como ningún otro la mayoría de las consideraciones impares de estos escritores. Como observa Carlos Altamirano, los Estados Unidos –como Europa– fueron siempre el Otro de referencia en relación con el cual se constituyó, por contrastación, la singularidad de una identidad nacional en los países de América Latina: “ámbitos revestidos de atracción y prestigio, tanto Europa como los Estados Unidos han sido considerados por momentos también obstáculos cuando no una amenaza para la autonomía nacional y los caracteres de una personalidad colectiva propia”.[9] Sobre este último aspecto, y sobre las cauciones a tomar ante una potencia que extiende su influencia más allá de sus propios límites, en las reseñas de cine se “custodian” de esa nociva incidencia, tanto las sociedades concebidas en tanto entidades aisladas, como los bienes culturales latinoamericanos emergentes de todas. 

El poeta mexicano Ramón López Velarde (1888-1921) se adelanta a sus compatriotas continentales cuando en 1917 precave a sus lectores, desde las páginas de la mexicana Revista de Revistas, del “propósito fenicio” del gran país del Norte para con América Latina. Proyectando “la invasión de lo burocrático y lo gris”, dice, la nación en la que conviven el evangelio y la tocinería, transmuta en las pantallas del mundo a Eva en mecanógrafa, aggiorna las virtudes del paraíso encarnándolas en “las princesas del petróleo y del jamón”, y exhibe a Caín “soltando la quijada del asno para firmar un cheque”.[10] Tal vez la primera reseña cinematográfica de un latinoamericano que señale la acción aculturadora de un Hollywood recién nacido, el texto de López Velarde se sirve de un neologismo que luego recogerán otros cronistas, y con él afirma que, por la influencia del cine, en México “nos ayankamos a gran prisa, bajo la acción de lo feo (…) Todo acusa que la Patria pierde su ritmo esencial, su cuerda privativa”.[11] La crónica del poeta esgrime un argumento por la raza, que además matiza con la metáfora arquitectónica de las “filtraciones alienígenas” que enturbian los azulejos de las piscinas hogareñas:

Cada día la piscina de azulejos de nuestros patios entúrbiase más con la filtración yanqui. El monroísmo, el masonismo, el separatismo y el protestantismo, en su paciencia conquistadora cuentan, desde las últimas fechas, con un aliado: la fealdad étnica. Si algo étnico hay en los ciudadanos de la risa equina de Mr. Wilson, es la fealdad. He conocido que constituyen raza en que pugnan medularmente con la gracia y con las gracias.[12]

¿Qué será –se pregunta– de las trenzas y los moños negros de la infancia? ¿Qué de las calles del interior y las pomposas reliquias del virreinato? “Vides que nutren a las bacantes criollas; matiz de las costumbres; sellos del alma; gesto del territorio; pulso de las aguas… esto es lo que soporta un riesgo de exterminio. Veríamos, en cambio, un auge de pugilismo”, vaticina. “¿Hay quien quiera defender, con una defensa estética, la rosa que se prenden al pecho las mexicanas?”, finaliza.[13]

3. “Propaganda malvada”

Durante su estancia en el país azteca, invitada por el gobierno de Álvaro Obregón para participar de las reformas educacionales, también Gabriela Mistral (1889-1957) escribe en los veinte sobre la inaceptable violencia simbólica que ejerce el cine hollywoodense. En el contexto de una gran tensión entre México y los Estados Unidos, originada por diferencias de opinión en relación con la cuestión del petróleo, en “La película enemiga”, la poeta chilena asume la defensa de sus compatriotas continentales al observar la imagen caricaturesca del hombre mexicano, que un poco por desconocimiento del asunto, pero sobre todo debido a la “propaganda malvada” (“una empresa en grande a favor del odio”, define a ese cine Mistral), “Cinelandia” está devolviendo al mundo como parte de su prédica de desprestigio:  

El niño americano crece sabiendo que al otro lado del Bravo hay un pueblo que no sabe jinetear un caballo, que no dispara sino detrás de un matorral, que bebe hasta quemar la casa, que tiene una fisonomía de pesadilla; un país donde las mujeres no se parecen a su madre, ni el niño se parece a él.

Hoy se hace en Europa, desde la “Sociedad de las Naciones” hasta la más pequeña institución moral, la elaboración del pacifismo futuro a base de los niños. ¿Cómo puede realizarse, mientras tanto, en la Nación que busca dar normas morales al mundo, esto que llamaríamos el emponzoñamiento de la infancia? [14]

Lúcida en relación con el enorme poder de penetración del nuevo medio tecnológico (“silabario gráfico donde el mundo está aprendiendo el desprecio de un país”), la poeta denuncia la “calumnia sistemática” que acabará por volverse “conciencia del mundo”: la idiosincrasia del mexicano que construyen para el público las películas (la de un hombre feo, alcohólico, incendiario, matarife y vil) no lo exhiben, mal que le pese a Mistral, como el “heredero de las catedrales españolas y de las pirámides de Teotihuacan”.[15] Muy por el contrario, antes que esa imagen anhelada, la pantalla de Hollywood devuelve los contornos absurdos de una distorsión: la poeta no sólo marca errores en el rescate de las costumbres o en la reconstrucción de la sensibilidad cultural de un pueblo, sino incomprensibles muestras de color local que, en palabras de Alfonso Junco, consolidan en el espectador un “México de pandereta”, una política acerba:[16]

(…) antes de que actúe el mexicano, ya el espectador lo odia, por el gesto. Se hace el contraste más absurdo entre los interiores españoles que suelen presentar, y la acción caníbal que se desarrolla en ese ambiente; se mezclan, con una ingenuidad irritante, el rebozo de Santa María con el peinetón andaluz, el sarape y el cuerpo desnudo de la cocotte universal.[17]

En este contexto, el augurio profético de la educadora se vuelve, como cabía aguardar, deceptivo. Sus consecuencias, naturalmente, aventajarán con creces a las que pudieran acarrear los mismos desacuerdos diplomáticos: “Que México no espere maravillas. Esta propaganda de primer orden le daña más que una escuadra en Veracruz o un escándalo sobre el petróleo. El suceso desgraciado no sólo afecta a México, sino al continente español”.[18]

Pese a su encendida arenga, y a que la misma fue cursada a mediados de los años veinte, las películas animadas de los estudios Disney (producidas durante el primer lustro de los cuarenta) mostraron por mucho tiempo más en los cines de todo un continente, el estereotipado perfil culturalista que denunciaba Mistral, modelado por el exotismo localista de una perspectiva enfocada (y un tratamiento ideológicamente diseñado) desde “el gran país del Norte”. En uno de esos filmes, The Three Caballeros (1943), el pato Donald, José Carioca y el gallo Panchito, de visita en México, visten “a la usanza” del país y profieren alaridos, al tiempo que entonan un aire tradicional (“Jalisco, no te rajes”), al ritmo del que disparan escandalosamente sus pistolas:

Somos los tres charros, / Los Tres Caballeros, / y nadie es igual a nosotros: / felices amigos, / siempre vamos juntos, / donde va el primero / van siempre los otros. / Tres felices cuates / que portan sarapes / bajo galoneados sombreros; / valientes, brillamos / como brilla un peso. / “–¿Quién dice?”; “–Nosotros, / Los Tres Caballeros.

Los personajes (un norteamericano, un representante carioca y un cuate de México), aun cuando se vuelven queribles para el espectador, encarnan naturalmente con su amistad los principios sacrosantos de la política de buena vecindad con Latinoamérica. Un propósito malvado del malvado Coloso, en términos de la “didáctica” Mistral y de su colega mexicano Alfonso Junco; un “gran pulpo explotador que extiende sus tentáculos malditos sobre algunos cientos de miles de individuos, en beneficio económico y artístico de sólo unos cuantos”, según otro cronista.[19]   

Frente a la airada reacción de la poeta chilena, y en una de sus notas para la sección “Al margen del cable”, el argentino Roberto Arlt (1900-1942) parece enfocar el mismo problema, aunque resolverlo, naturalmente, de otro modo. “Recordando el Eclesiastés”, un texto escrito para conmemorar la “bíblica” figura de Rodolfo Valentino, rozaría el obituario devoto, si no fuera por la clave sardónica que recorre la malintencionada evocación. El mítico galán silente de Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1921), según Arlt, “hacía más devastaciones en el corazón de las mujeres que un elefante en una plantación de arroz”. Su nociva gravitación, empero, no se detenía allí: el radio de su influencia nefanda alcanzaba el dominio de la identidad colorista, lo suficiente para irritar los ánimos de quienes asistieron a la desgracia híbrida de verlo disfrazado de gaucho bailando un tango:

Aquel gaucho, con mesuradas bombachas, una faja con flecos colgando a un costado, camisa de seda blanca y sombrero de alas planas a lo “cantaor”, podía indignar a nuestros devotos de lo autóctono, pero las colegialas quedaban definitivamente idiotizadas al contemplarle…[20]

Después de esto, sólo el risueño episodio protagonizado por Goofy en otro filme de Disney –Saludos, amigos (1942)–, puede oficiar de consuelo ante tanta gratuita impertinencia adulta. Claro que a condición de que no se ahonde demasiado en los reiterados clichés que del hombre argentino y de su hábitat, difunde impunemente la película. En ella, Tribilín osa meterse, como el sensual Valentino, en la piel de un gaucho; exhibe allí ante el espectador su indumentaria; matea, come parrilladas, maneja sus boleadoras e intenta montar infructuosamente su caballo. Todo en medio de un dudoso contexto argentino subsumido en el espacio de la pampa (porque aquí, se entiende, no hay ciudades), llanura, por otro lado, que el filme modela sospechosamente desde el purpúreo imaginario de los valles y de los cañones del Colorado. Cerquita de Hollywood, bien sûr…   

Los ejemplos concedidos ilustran flagrantemente las remotas posibilidades de cambio que se asocian al discurso de los escritores letrados que desafían el poder simbólico de los poderosos: la precariedad social de la colocación intelectual, la fantasmal condición en que fundan la autoridad de sus palabras públicas, la disonancia, finalmente, que Tulio Halperin Donghi atribuye a los efectos sociales de esa palabra: “una vez más, nuestro inveterado criticismo de intelectuales choca con el practicismo sin dogma, impávido e informal del norteamericano”.[21]

Publicado el 6/9/2022


[1] Atlántida nº 227 (10 de agosto de 1922). En Horacio Quiroga, Arte y lenguaje del cine (Losada, Buenos Aires, 1997, p. 286).

[2] Sobre la figura y la función intelectual puede consultarse, entre nosotros, a Beatriz Sarlo: “Intelectuales: ¿escisión o mimesis?”, Punto de Vista nº 25 (diciembre de 1985, pp. 1-6); Silvia Sigal y Oscar Terán: “Los intelectuales frente a la política”, Punto de Vista nº 42 (abril de 1992, pp. 42-48); Carlos Altamirano: “Intelectuales”, en Carlos Altamirano (dir.), Términos críticos de sociología de la cultura, (Paidós, Buenos Aires, 2002, pp. 148-155); y Oscar Terán: Vida intelectual en el Buenos Aires fin-de-siglo (1880-1910) (Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000).

[3] Para todas las citas, César Vallejo, “Religiones de vanguardia”, Mundial (29 de abril de 1927), en Jason Borge Avances de Hollywood. Crítica cinematográfica en Latinoamérica, 1915-1945 (Beatriz Viterbo, Rosario, 2005, pp. 70-73).

[4] Véase Edward Shils, “La metrópoli y la provincia en la comunidad intelectual”, en Los intelectuales en los países en desarrollo (Ediciones Tres Tiempos, Buenos Aires, 1974, pp. 41-63).

[5] María Wiesse, “Los problemas del cinema”, Amauta (febrero de 1928), en Jason Borge, Avances de Hollywood (ed. cit., pp. 184-185. Cursiva de fuente).

[6] Alfonso Junco, “El cinematógrafo y la invasión pacífica”, El Universal (1 de junio de 1929), en Jason Borge, Avances de Hollywood (ed. cit., p. 117).

[7] Edward Shils, “La metrópoli y la provincia en la comunidad intelectual” (en ed. cit., p. 44).

[8] Alberto M. C. Fournier, “El cinematógrafo yanqui y América Latina”, Nosotros (junio de 1928). Reproducido en Jason Borge, Avances de Hollywood (ed. cit., p. 113).

[9] Carlos Altamirano, “América Latina en espejos argentinos”, en Para un programa de historia intelectual y otros ensayos (Siglo XXI, Buenos Aires, 2005, pp. 105-133. Cita de p. 106).

[10] Ramón López Velarde, “La fealdad conquistadora”, Revista de Revistas (28 de enero de 1917), en Jason Borge, Avances de Hollywood (ed. cit., pp. 102-103).  

[11] Íbidem (la cursiva es nuestra).

[12] Idem (p. 101).

[13] Idem (p. 103).

[14] Gabriela Mistral, “La película enemiga”, El Universal (junio de 1926), en Jason Borge, Avances de Hollywood (ed. cit., pp. 105-109. La cita mayor proviene de la página 108). 

[15] Gabriela Mistral, “La película enemiga” (en ed. cit., pp. 107-108, todas las citas).   

[16] Alfonso Junco, “El cinematógrafo y la invasión pacífica” (en ed. cit., p. 118).

[17] Gabriela Mistral, “La película enemiga” (en ed. cit., p. 107. Cursiva en fuente).

[18] Idem (p. 109).

[19] Cfr. Cinefán (seudónimo posiblemente de José Manuel Valdés Rodríguez o Juan Marinello), “Máximo Gorky vs. Charles Chaplin”, Social (diciembre de 1932), en Jason Borge, Avances de Hollywood (ed. cit., p. 205).

[20] “Recordando al Eclesiastés”, en Roberto Arlt, Notas sobre el cinematógrafo (Simurg, Buenos Aires, 1997, p. 120, todas las citas).

[21] Cfr. Tulio Halperin Donghi, “Intelectuales, sociedad y vida pública en Hispanoamérica a través de la literatura autobiográfica”, en El espejo de la historia. Problemas argentinos y perspectivas latinoamericanas (Sudamericana, Buenos Aires, 1987, pp. 41-63).

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