Luisito reportándose: from Hollywood to (all) La Nación
Mi segundo día en Hollywood estuvo dedicado a la visita de los “studios” de la Metro-Goldwyn-Mayer. Después de franquear los altos paredones, de haber recorrido los enormes talleres, las carpinterías, las sastrerías, las florerías, toda la utilería teatral de esa empresa, cuyo tamaño escapa a la imaginación (…), pasamos a ver los “sets”. Alineados, enormes hangares de puertas minúsculas y defendidas por luces rojas, campanillas, y dos sucesivos aisladores de sonido; Kay Francis y Walter Huston repitiendo cinco o seis veces una escena de celos; Jean Harlow, sollozando sin fatiga y con los gestos contados entre las dos paredes en ángulo de una celda; Robert Montgomery bajando y subiendo una escalera que termina bruscamente sin peldaños en el vacío. Después de haber oído hasta el cansancio golpear las manos al asistente, decir: “ready” al director, “lights” al cameraman, “okay” a la “script girl”, y con matemática y monótona precisión, ver repetir una escena, de dos a tres minutos, cinco, seis y siete veces seguidas, le manifesté a mi acompañante y encargado de mostrarme el estudio, mi deseo de ver el “set” en que se “filmaba” Night Flight, Vuelo Nocturno, y de hablar con su director, Clarence Brown.
“Vuelo nocturno película con un gran reparto transcurre en la Argentina”,
por Luis Saslavsky, Hollywood, 1933.[1]
Para alguien que proviene de un país donde en materia de industria cinematográfica no existe, literalmente, nada, la visita a los estudios de cine americanos debió de haberse vuelto sin duda una experiencia deslumbrante. Tal vez por eso, ni bien trasponga los altos muros grisáceos, ingrese a los enormes hangares y observe a Hollywood de cerca, por más de un motivo Luis Saslavsky no salga de su asombro…
El que viene del Sur, acusando en carne propia el impacto del cine hollywoodense en América Latina, ingresa por primera vez en su vida a un estudio cinematográfico. Y lo hace de un modo esencialmente diferente al que podría experimentar un europeo, en cuyo continente —antes o al mismo tiempo que en los Estados Unidos—, hay industrias cinematográficas nacionales de gran vigor y valor técnico.[2] Mareado por la efervescencia de un profuso imaginario tecnológico ligado a ese Norte productor, Luisito se halla, se comprende, en estado de inquietud y de estupor.
Ese asombro, y los hechos de que deja constancia en su nota para La Nación, dan cuenta suficiente de esa falta originaria, aunque también del hallazgo de un tipo de entrenamiento diferente al realizado hasta la fecha como parte de sus actividades como columnista cinematográfico. Un aprendizaje ya más específico, una suerte de rito de iniciación práctico, producto de la observación y del contacto directos. No hay sábanas de diarios ni lienzos de pantallas que vengan ahora a interponerse entre el cronista y su objeto. Esta vez el lazo con el cine no conoce mediaciones. Y Saslavsky hará de esas cómodas lecciones, el primario abecé de su formación iniciática como director de películas…
Por eso, pasear amablemente por la MGM en compañía de un anfitrión suministrado por los directivos del estudio, sólo está bien para un tipo especial de periodista. Aquél que no desea consubstanciarse con el cine; aquél que busca escándalos y chismes de los astros, nada más. Pero Saslavsky ha viajado hasta allí, y en el trance de esa visita comienza a comprender que puede perseguir otras metas, y cuando ya está harto de ver pasar ante sus ojos réplicas de calles y decorados de cartón, exige de inmediato que lo lleven al set donde se filma una película ambientada en la Argentina. Quiere hablar directamente con su director. Al menos puede decirse que conoce los resortes del escalafón en los estudios y que sabe ir en busca de quien puede asesorarlo mejor:
Naturalmente hube de explicar el porqué de mi especial interés en ese “film”. Su acción transcurre en la Argentina, dije, “he conocido allí al autor de la novela en la cual se basa la película, Antoine de Saint-Exupéry, y conozco la novela que me gusta infinitamente, pero de la que a la verdad no comprendo cómo se puede hacer una cosa cinematográfica”. La respuesta me dejó absorto: “La novela no ha sido desfigurada en absoluto”.
Saslavsky —cuya reputación de mentiroso fue proverbial— no es del todo sincero con el encargado de escoltarlo. O al menos no lo es en esta instancia de escritura, debido a que la misma va a dar directamente al Suplemento del diario del domingo. Al parecer, omite confiarle a su interlocutor –pero sobre todo a los de La Nación— las verdaderas intenciones que motivan un pedido semejante: la consecución en el filme de un puesto de technical adviser (asistente costumbrista).[3] Las dilataciones que conoce el pedido, y que hablan a su vez de las sospechas abrigadas por los altos funcionarios del estudio, nos proporcionan, en la misma dirección, una pista más certera sobre sus verdaderos propósitos. “Después de las lógicas demoras, las repeticiones a diversos altos y bajos empleados del por qué de mi interés, de llamadas telefónicas a Mr. David Selznick —el ‘producer’—, de contestaciones misteriosas de Clarence Brown y de su ‘manager’, fui por fin conducido al set”.
En el preciso momento en que se otorga rienda suelta a su deseo, la nota trasunta el tono y la modalidad de una verdadera iniciación profesional. Al mismo tiempo, y en tanto el producto de los saberes que recoge se vuelca en la escritura para el diario, la labor del cronista viajero asume por lo menos un objetivo doble: entrar en contacto directo con la modernidad cinematográfica, y a la vez permitir que, por su intermedio, los que están en Buenos Aires –sus amigos de Sur y los aficionados al cine– puedan tomar a sus informes como un material de aprendizaje, un manual de cinematografía avant la lettre, en cuyas páginas se verifica ese mundo tecnológico traducido. En los mismos términos del viaje importador, Saslavsky transcribe (de un lenguaje a otro) su experiencia en Hollywood para sus lectores y sus pares sudamericanos. Era obvio que la carencia de know-how en las imprecisas cinematografías latinoamericanas, genera un hueco y un vacío que es preciso reparar.
Quiero ahora contar detalladamente los acontecimientos. Clark Gable hacía una escena. Trajeado de aviador, menos moreno y más anglosajón de lo que aparece en películas, con un insospechado airecito de vaquero de Texas, asomábase desde la ventanilla de un aeroplano sin alas, sin hélice, sin motor y sin parte posterior, escuchando atento las órdenes de Clarence Brown. Detrás de él sobre una pantalla blanca, una cámara cinematográfica proyectaba un cielo con gruesos nubarrones. Un enorme ventilador comenzó a funcionar. Cinco o seis veces Gable repitió los mismos gestos. Alzaba una mano y le gritaba a un supuesto telegrafista detrás de él: “¿Qué contesta Bahía Blanca?…”
Para decirlo en los términos de Borges, nadie menciona camellos si está habituado a convivir con ellos. Es posible por ello que cada uno de los señalamientos de Saslavsky suponga, toda vez, un hecho de aprendizaje novedoso: los decorados incompletos, los servicios del back proyecting, los enormes ventiladores de efectos, la modalidad de actuación y la fijación de la toma a base de repeticiones estandarizadas. El modo de rodaje, absolutamente reñido con todo realismo, sorprende a Saslavsky. Sobre todo un hecho por completo ajeno a las prácticas teatrales que conoce: la puesta en escena por desconexión, ya no en base al cuadro de actuación (comme se passe au théatre), sino de acuerdo con la organización sectorizada del contenido a filmar:
Después, la enorme cámara, el colector del sonido, el micrófono, los ventiladores, fueron trasladados a unos cinco metros de distancia, donde sobre un andamiaje, estaba la otra parte del aeroplano, aquella que correspondía al telegrafista (Leslie Fenton). Cinco o seis veces nuevamente fue filmada la contestación. Mientras la lluvia de una manguera especial le golpeaba la cara, Fenton se llevaba la mano a la boca, a guisa de pantalla y gritaba: “Bahía Blanca no contesta, intentaré Comodoro”.[4]
Al exquisito regisseur de “Amigos del Arte”, para quienes montó en Buenos Aires puestas teatrales de Cocteau, Gantillon y Lenormand, la técnica del rodaje cinematográfico lo mantiene deslumbrado. Pero la industria depara también sus desengaños…
Luis Saslavsky/Clarence Brown: plano/contraplano
Pretender intimar con Hollywood, siendo un americano del sur, no significa sino hacerlo a base de tropiezos e indiscreciones. Y a esa segura convicción, Luisito va a llegar después de enfrentarse a Clarece Brown. Así, la relación entre el consagrado director de Greta Garbo, por un lado, y el atrevido jovencito del diario La Nación, por otro (¡habráse visto!), puede examinarse con acuerdo a la lógica de la réplica en el cine: plano/contraplano.
El primer cruce de palabras con Clarence Brown dará lugar a una relación que, a poco de iniciada, exhibirá sus grietas de inmediato. Sus refinados conocimientos literarios colocan al culto corresponsal en la situación de comprender que la novela de su amigo Saintex, puramente literaria, suministra poca acción para ser vertida al cine en términos audiovisuales. Ese saber que empieza por la literatura, como era de esperar, le jugará en Hollywood una mala pasada:
Eran las doce; entonces Clarence Brown se volvió hacia mí y comenzamos a conversar. Su primera frase, “La novela Vol de Nuit es vertida a la pantalla sin un cambio, sin siquiera un final feliz”, frase que yo oía por tercera o cuarta vez en el día, me asombró nuevamente. Así que comencé a insistir: “¿Cómo es posible? ¿Cuál es la historia, dónde está la intriga?”. Pero de inmediato recogí de los ojos de Mr. Brown una mirada inconfundible. Esa mirada que dirige el dueño de casa a su invitado cuando éste hace desintencionadamente una observación desagradable, sobre un pariente de algún tercero presente. Esa mirada que siempre recogemos cuando hacemos un “gaffe”. Al sorprenderla en los ojos de Mr. Brown, comprendí de inmediato que debía aceptar aquella frase como una consigna; sin discutirla. “La novela se traslada a la pantalla sin un cambio”. Nada más. No hay que preguntar ni que insistir. Más tarde descubrí que hay muchas consignas así en los “studios”.
Como se ve, la impertinencia de la observación en la boca atropellada del representante de una cinematografía (suponiendo que la tuviera) “que ni siquiera pariente” puede resultar de la norteamericana, despierta una seca respuesta del director yanqui, comunicada en la sintonía de un código, el visual, que el argentino está buscando aprender en Hollywood, y que el otro le “enseña” con la pedagogía contundente de una mirada (paternal) torva. Demoledora metáfora del modo en que una industria obliga a acatar consignas a las otras, en que sateliza sus mercados culturales con la imposición de su óptica del mundo (amén de la forma en que el nuevo lenguaje coloniza la literatura), el fragmento del corresponsal permite una vez más diagnosticar la manera en que se comporta el ambiente del cine americano. Se aprende por la mirada (del otro), sin hablar ni emitir opinión, sólo acatándola. ¿Qué facultades autorizan a un convidado (de piedra) como Saslavsky, un enfant qui fait des gaffes (¿como su cine?), para interponer reparos en la casa del dueño (de la cinematografía mundial)?
Los señalamientos que siguen ilustran el modo como Hollywood reduce a estereotipos las culturas de Latinoamérica. Esas maniobras, aunque disimuladas con la repetida consigna de la transliteración fiel (“La novela Vol de Nuit, que ocurre en la Argentina, es vertida a la pantalla sin un cambio”),[5]denuncian la distorsión feroz, reduccionista y uniforme de las diversidades nacionales, una especie de distopía igualitaria (Borge),[6] que no puede sino evocar la queja ya formulada por Borges: “Las diferencias locales parecen haber impresionado más a Hollywood que el parecido universal”:[7]
“Hemos reproducido exactamente los interiores de los escritorios y de las casas en la Argentina. Un técnico especial, después de una larga estada en ésa, nos ha instruido al respecto. Ve usted –dijo [Brown] mostrándome el aposento con un enorme mapa de la América del Sur en la pared, que debía ser el escritorio de Rivière–. ¿Ve usted ese teléfono? Pues bien, es de los que se usan en Buenos Aires”. Mi asombro fue en aumento. El teléfono en cuestión era uno de esos aparatos de modelo antiguo, igual a otro que recordaba haber visto hace años en un hotel de Bell-Ville, en Córdoba. No me atreví a formular otra pregunta. “La música la oirá usted ahora. Sirve de fondo durante el desarrollo de todo el ‘film’, y un compositor la ha escrito especialmente, intercalando trozos de canciones de la Argentina. Recientemente han llegado los discos”.
Dio una orden, y una suave y lánguida habanera llenó el “set”.
Acto seguido, y al parecer en su honor, Clark Gable y Helen Hayes hacen unos pasos de “toreo”; como si fuera poco, Jean Harlow, que ingresa al set para almorzar con Gable, le hace ver un poco sus condiciones para bailar el “tango”. Saslavsky no sale de su asombro. Todos son fotografiados leyendo un ejemplar de La Nación –al que se califica como “el diario más importante de la América del Sur” (siempre como si se tratase de un bloque geográfico indiscernible)–, fotografías que, por lo demás, ilustran la nota del Suplemento.[8] El fragmento es curioso en más de un sentido: porque si por un lado nos choca que Mr. Brown no establezca las distinciones del caso entre el tango argentino y la habanera cubana, por otro, no deja de parecernos incómodo el que, allí cuando se instaura una diferencia (Bell-Ville, Córdoba), la misma no resulte para Saslavsky indicativa del todo (Buenos Aires = Argentina).
Entretanto, Mr. Brown continuaba hablando: “Tenemos una escena en que la esposa de un aviador intenta por la Radio tener noticias de éste. Sólo oye trozos de tangos, discursos, el ruido ensordecedor de una Radio”. Sin mayores esperanzas, tercié:
“Mr. Brown: tengo unos diez discos con tangos auténticos de la Argentina; si a usted le parece interesante, se podrían probar…” Descubrí a Hollywood. En menos de cinco minutos un automóvil había salido a buscar los discos.
A continuación, “script” en mano, Clarence Brown, consciente de la superioridad que importa su cinematografía, le lee algunas escenas y explica el modo detallado como las realizará. Y una vez más, regresa para Saslavsky la misma letanía que, como parte del engranaje industrial, el director yanqui estima necesario que enfatice el corresponsal en las páginas del diario “sudamericano”:
“Creo que se han conservado los caracteres y el tono dramático de la novela. Ha debido construirse un andamiaje cinematográfico, pero la esencia de Vol de Nuit no ha sido destruida. Los pequeños errores de exactitud geográfica, histórica o panorámica no tienen en realidad ninguna importancia. Queda de la novela el dramático vuelo de Fabien, el amor y la desesperación de su mujer, la fuerza de Rivière y la soledad de Robineau, elementos suficientes para hacer una gran producción”.
¿Dónde ha ido a parar el juicio del Saslavsky columnista de cine, para no advertir que se trata de la reducción de la novela a un soporífero folletín? ¿No puede tomarse acaso lo que hacen allí con el texto de Saintex, como modelo de la reducción de fuentes a un vulgar producto comercial?[9]
Al día siguiente, Saslavsky es citado una vez más al set por Mr. Brown. El secretario privado que lo recibe le anuncia que le aguarda una gran sorpresa. Veamos. Después de esperar en las puertas del estudio un corte en el rodaje, ambos se acercan al perímetro de filmación. Y todo para que, una vez más, Saslavsky no salga de su asombro:
“Lo esperábamos para tomar un ‘close-up’ de Barrymore”, me dijo Clarence Brown. Aun pasaron unos minutos durante los cuales llegaron Mr. Selznick y otros ejecutivos del “studio”. No comprendí yo la razón de mi presencia, y la relacionaba con los discos, hasta el momento en que la cámara comenzó a funcionar, y con gran asombro vi a John Barrymore inclinarse sobre un diario y leerlo con atención. El diario presentaba, reproducido exactamente, el título de LA NACIÓN. Pero estaba impreso en inglés.
“Creemos –me dijo Mr. Brown– que no se publican en LA NACIÓN títulos a ocho columnas en primera plana; mas ha sido necesario hacerlo en esta ‘Nación’ especial por razones cinematográficas. Usted disculpará si nos hemos permitido utilizar sin autorización especial el título del diario más importante de la América del Sur”.[10]
Pasaje inquietante y por eso subrayado por nosotros, el remate del episodio, síntoma de toda una planificada estrategia de lectura —del modo en que Hollywood se encarga de leer a Sudamérica (o de fingir que la lee)—, se ofrece a la interpretación en términos de clara dominación lingüística y geopolítica. Por éste y tantos otros motivos, Saslavsky no sale de su asombro…
Después de trabajar como asesor costumbrista en más de un filme (para Paramount, Metro y R.K.O.),[11] el joven aprendiz de cine, vencido por la industria implacable que subyuga al mundo, se dispone a regresar a su país, y a dejar atrás, como una pesadilla, su itinerario aventurero. A olvidarse de sus mésaventures:
Sentía que mi período en Hollywood había concluido. Entre la ciudad y yo me pareció que se levantaba un cristal que me separó de todo y de todos. Abandoné los Gardens of Allah. Mi carrera social no me importaba, en realidad nunca me importó. Quise conocer “estrellas” y “astros” por razones puramente profesionales. Salvo dos o tres personalidades, el resto me era totalmente indiferente. Luego traté de encontrar trabajo. Comprendí que, como todos en Hollywood, yo había buscado my chance, mi oportunidad y me empecé a reír. No sé si al principio no fue una risa algo amarga, pero terminé riéndome alegre y de todo corazón. Yo me conocía. Ni en Hollywood ni en Buenos Aires me importó jamás la vida social. Tenía la felicidad de no ser snob. (…) Me pareció justo que mi primera estada en Hollywood terminase como la de tantos otros. (…) ¿Renunciaba? No, yo seguía en la lucha. Se había cumplido mi etapa, como todos yo había llorado de noche.[12]
Saslavsky, que estuvo simbólicamente allí por todos los que se quedaron, y que, gracias a la corresponsalía del diario, reveló en sus sabrosas crónicas el complejo mecanismo de ese mundo de ensueños —sólo y para que otros “vieran” lo que él directamente con sus ojos—, ni por asomo imagina al volver, la manera en que la ausencia ha “capitalizado” —acrecentándola— su figura de viajero y de cronista. Extrañas paradojas del punto de vista: mientras el que arriba a Buenos Aires es el que se cree vencido por la industria amarga que hace sollozar a los jóvenes aspirantes y los deporta finalmente hacia el destino de partida, los que lo reciben aquí no están dispuestos a verlo llegar derrotado a su tierra, sino volviendo, vencedor, de Hollywood:
El viaje fue la aceptación de mi fracaso. ¿Qué haría en Buenos Aires? Al llegar al puerto sucedió algo inimaginable: me esperaban fotógrafos y periodistas. Se había publicado mi regreso. Yo era el argentino que trabajó en Hollywood. Fotografías mías con estrellas y directores habían aparecido en diarios y revistas.[13]
De inmediato, el periplo americano se agiganta a los ojos de su protagonista “heroico”. Singular corresponsal de una modernidad tecnológica central, Saslavsky se descubre en la periferia un nuevo e indispensable mediador entre los artífices locales y el capital simbólico extranjero del que ha vuelto imbuido. En un país cuya cinematografía despunta camino a la modernidad industrial, es natural que sus impulsores acudan a aquél capaz de señalar rumbos seguros y de corregir extravíos. Una vez que se han despachado los afectos, llega entonces el momento de ponerse a trabajar. Al fin y al cabo: ¿por qué razón el corresponsal de un diario –bien que aprendiz de cineasta– no puede convertirse en una estrella?:
Después de abrazarme con los míos, atendí a los periodistas. Pepito Guerrico, uno de los propietarios y directores de los estudios cinematográficos Lumiton me esperaba en el puerto. Quería consultarme ciertos puntos técnicos que yo debía de haber visto en los estudios de Hollywood. Fotografiado por los periodistas, avisé a mis padres que no podría almorzar con ellos. El encuentro con Pepito Guerrico demostraba mi importancia. Partí con él, en su auto, para los estudios Lumiton. ¡Yo era un triunfador![14]
Publicado el 20/2/2023
[1] En el Suplemento del diario La Nación (domingo 10 de diciembre de 1933, p. 4, firmada). Salvo indicación, todas las citas pertenecen a esta crónica.
[2] Sobre esto, cfr. Jason Borge, Avances de Hollywood. Crítica cinematográfica en Latinoamérica, 1915-1945 (Rosario, Beatriz Viterbo, 2005, ed. cit., pp. 17-18).
[3] Saslavsky no puede confesar sus intenciones en la nota, pues de inmediato los del diario comprenderían, como sin duda comprendieron, que su enviado especial estaba haciendo uso de la corresponsalía para iniciar una carrera en el cine americano. Transcurridos los años, un apartado de sus memorias registra el mismo episodio pero en estos términos: “De improviso me llamaron de Metro Goldwyn Mayer. Necesitaban un ‘consejero técnico’ para detalles especiales de la película Vuelo nocturno de Antoine de Saint-Exupéry, que transcurría en la Argentina. Saint-Exupéry estaba en Nueva York. Consultado por la Metro contestó que había un periodista argentino en Hollywood que era exactamente lo que ellos necesitaban. Ese argentino era yo. Recuerdo la voz de la telefonista del conmutador diciendo: –Luis Saslavsky, un llamado de Metro Goldwyn Mayer. Recuerdo mi asombro, las miradas de todos los que estaban en el hall”. Y más adelante: “Escribí a los directores de La Nación comunicando el trabajo que me habían ofrecido en Metro Goldwyn Mayer. Explicaba las ventajas que eso significaba para el diario. En lugar de redactar mis reportajes desde fuera del estudio y bajo el control de un jefe de publicidad, escribiría desde adentro en contacto directo con actrices y directores. (…) En el diario no lo entendieron así. Recibí un telegrama diciéndome que no podía ser crítico de La Nación y al mismo tiempo empleado de Metro Goldwyn Mayer. (…) uno de los directores de La Nación me envió una larga carta (…): <<Tengo la impresión –me decía– de que usted quiere iniciar una carrera dentro del cinematógrafo americano. Me parece muy bien y deseo que logre realizar sus deseos, pero nosotros, aquí, debemos reorganizar la sección ‘crítica cinematográfica’ que ha quedado sin jefe desde su partida. Dentro de un mes vence el plazo que La Nación le ha otorgado para realizar sus reportajes en Hollywood. Comuníquenos si regresará para esa fecha (…)>>. (…) Contesté que me quedaba en Hollywood” (Cfr. Luis Saslavsky, La fábrica lloraba de noche, Buenos Aires, Celtia, 1983, p. 60 y pp. 65-66, respectivamente).
[4] Estas experiencias del futuro director parecen convalidar observaciones posteriores de Benjamin, en relación con los cambios introducidos por la reproductibilidad en las condiciones de producción y de recepción de las formas del arte. (Cfr. Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica”, en Discursos interrumpidos I (Madrid, Taurus, 1982, pp. 52-53). También su admirado Josef von Sternberg registró a propósito en sus memorias, similares advertencias sobre la desconexión: “La falta de moderación en la vida acelerada del actor de cine se debe a los encargos tan raros que recibe. Le piden que represente un clímax sin darle a conocer las escenas que lo han motivado. Pueden demandarle una escena de amor apasionante con una mujer, después de haber sido el padre de sus dos hijos o antes de saber cuándo y cómo la iba a conocer. Estas <<piruetas>> no tienen lógica, ni sosiego. La emoción se extiende como una cinta de caucho, se corta a la hora de la comida y queda suspendida mientras se escoge otro ángulo para proseguir la toma de perspectivas. La escena queda interrumpida después de ocho horas de jornada laboral, hasta el día siguiente o hasta la semana siguiente”. Cfr. Josef von Sternberg, Diversión en una lavandería china. Memorias (Madrid, Ediciones J. C. Clementine, 2002, pp. 90-91).
[5] “Cuando nos encontramos con un texto fílmico que está de alguna manera adaptado de, inspirado en, o conectado con, uno o más textos literarios, no podemos sencillamente girar la cabeza y mirar para otro lado, como si esa relación no existiera: hay allí un vínculo del cual es necesario hacerse cargo, del cual tenemos la obligación de dar cuenta, nos guste o no. Allí ha sido tomada, con mayor o menor grado de conciencia, una decisión: decisión en primer lugar estética, desde ya, pero también (…) una decisión existencial, de estrategia cultural, ideológica y hasta política. Una decisión que produce efectos y que tiene consecuencias en el campo de la cultura, efectos y consecuencias que obviamente no serían las mismas de haber sido diferente aquella decisión. De nada nos servirá, pues, adoptar la ridícula prestancia del avestruz y esconder la cabeza ante la complejidad de un fenómeno que está allí, solicitando a gritos que se lo interrogue, que se lo explore, que se lo acose”. Eduardo Grüner, “El cine o la imagen en movimiento de los tiempos modernos”, en El sitio de la mirada. Secretos de la imagen y silencios del arte (Buenos Aires, Norma, 2001, pp. 113-114, cursivas originales).
[6] Avances de Hollywood. Crítica cinematográfica en Latinoamérica, 1915-1945 (ed. cit., p. 34).
[7] La cita continúa en estos términos: “no hay director americano que ante el imaginario problema de presentar un paso a nivel español o un terreno baldío austro húngaro, no se resuelva por una reconstrucción especial, cuyo único mérito debe ser el alarde de un gasto…”. Cfr. “El delator”, Sur nº 11 (agosto de 1935).
[8] En efecto, la nota que comentamos está acompañada de varias fotos: John Barrymore, Helen Hayes, Lionel Barrymore y Charles Henry, aparecen en fotogramas que dan cuenta de distintos momentos del filme. Clark Gable, por su parte, es retratado leyendo La Nación, caracterizado de aviador. John Barrymore, en cambio, aparece en una fotografía señalando en un mapa la posición de Buenos Aires. Cfr. Luis Saslavsky, “Vuelo nocturno película con un gran reparto transcurre en la Argentina” (cit.).
[9] También en una de sus reseñas Borges ilustra sobre la vulgarización que opera el cine. Toma el caso de un filme inglés que adapta un relato de H. G. Wells, y señala que en el mismo es tal la banalización ejecutada por el productor y los guionistas que, nos dice, el hecho obligó a Wells a publicar como “desagravio” el guión original: “El autor del Hombre Invisible, de los Primeros Hombres en la Luna, de la Máquina del Tiempo y de la Isla del Doctor Moreau (…) ha publicado en un volumen de ciento cuarenta páginas el texto minucioso de su reciente film Lo que vendrá. ¿Lo ha hecho tal vez para desentenderse un poco del film, para que no lo juzguen responsable de todo el film? La sospecha no es ilegítima. Por lo pronto, hay un capítulo inicial de instrucciones que la justifica o tolera. Ahí está escrito que ‘los hombres del porvenir no se disfrazarán de postes de telégrafos ni parecerán evadidos de una sala de operaciones eléctricas ni corretearán de un lugar a otro, embutidos en trajes luminosos de celofán, en recipientes de cristal o en calderas de aluminio. Quiero que Oswald Cabal (escribe Wells) parezca un fino caballero, no un gladiador con su panoplia o un demente acolchado… Nada de jazz ni de artefactos de pesadilla. En ese mundo más organizado tiene que haber más tiempo, más dignidad. Que todo sea más amplio, más grande, pero que no sea nunca monstruoso’. Desgraciadamente, el grandioso film que hemos visto –grandioso en el sentido peor de esa mala palabra– se parece muy poco a esas intenciones”. Cfr. Jorge Luis Borges, “Wells previsor”, Sur nº 26 (noviembre de 1936).
[10] Una de las fotografías de la nota muestra al director Clarence Brown con Luis Saslavsky, leyendo un ejemplar de La Nación impreso en inglés (el titular de ese “ejemplar” anuncia en grandes mayúsculas: “FIRST NIGHT MAIL PLANE LOST”). El acápite a la foto señala que aquél le explica a éste que una imagen del diario aparecerá en la película. Cfr. Luis Saslavsky, “Vuelo nocturno película con un gran reparto transcurre en la Argentina” (cit.).
[11] Fuera de su credencial de reportero, otro atributo sustancial otorga a la figura de Saslavsky un valor ciertamente agregado para la industria. Los tiempos en que estuvo en Hollywood coinciden con los años en que el sonoro sustenta su imperio de películas, según las líneas del plan de manufacturación de productos hablados en español, dirigidos a recuperar al público hispano del continente tras la caída de la distribución mundial de filmes mudos que provocó la sonorización. Saslavsky, lo hemos dicho, es un argentino en Hollywood, es decir, un entendido en los problemas del color local, listo para ser usado como especialista asesor en las producciones de ambiente argentino allí cuando se lo requiera. A pesar de todas las “advertencias” presentes en las notas de la gente de Sur, el argentino se ha vuelto, a los ojos de los estudios, un technical adviser. Oficio que, conocidos sus gustos estéticos, algunos de los miembros de la constelación del Sur hubieran rechazado sin más.
[12] Luis Saslavsky, La fábrica lloraba de noche (ed. cit., pp. 83-84, cursivas suyas).
[13] Idem (p. 102).
[14] Íbidem.
Martín Batalla es Profesor en Letras y Magister en literatura argentina por la Universidad Nacional de Rosario. Docente e investigador, enseña semiótica, literatura e historia del cine en el Instituto Superior de Formación Docente N.° 122 “Pte. Arturo Illia”, en la Escuela de Artes Visuales “Emilio Pettoruti” y en el Conservatorio de Música “Juan Carlos Paz”. Ha escrito y publicado, en colaboración con Judith Brunstein, ‘La escritura incesante. Historia, ciencia, literatura: el caso ejemplar de Galileo’ (Buenos Aires, Biblios, 2003). Sus ensayos han sido premiados en más de una ocasión por el Fondo Nacional de las Artes, institución de la que además ha sido becario. Su tesis doctoral para la Universidad de Buenos Aires se ocupa de la emergencia y consolidación de la crítica de cine del período sonoro, con sede en los grandes diarios argentinos.