Un argentino en Hollywood

Derivas del viaje de formación de un director de cine
Señorito Luis

Para un muchacho de 19 años como yo, la llamada del doctor Jorge Mitre, director del diario [La Nación], tenía un aroma de aventura demasiado poderoso como para esquivarlo. De modo que hacia la medianoche llegué al despacho del doctor Mitre y oí estas instrucciones tajantes: “Arturo Mom, nuestro crítico de cine, acaba de dejarnos. Si usted ha visto el film que hoy estrenaron en el Real y se siente capaz de comentarlo, empiece. Necesitamos su crónica antes de las tres de la mañana”. Afiebradamente, como quien siente de repente la vida entre los dedos y pelea para que no se le escape, me puse a trabajar, primero a máquina, sin poder soportar la estridencia del tecleo en mis oídos, después a mano y finalmente de las dos maneras al mismo tiempo, urgido por los linotipistas para que terminase…

Luis Saslavsky.[1]

Habitué de un círculo selecto, circunscripto por sus distinguidas amistades de “Amigos del Arte” y de la revista Sur, Luis Saslavsky –íntimo de María Rosa Oliver, Eduardo Mallea, Bebé Sansinena de Elizalde (y “sus preciosas”), Paul Morand, Drieu La Rochelle o Consuelito Gómez Carrillo, la viuda legítima del escritor–, se desempeñaba, por 1929, como cronista cinematográfico del diario La Nación. Buscando autorizarse como escritor,[2] desde el lugar de enunciación servicialmente suministrado por el periódico, sin saberlo se encaminaba a fundar su propia legitimidad, aunque como artista de la imagen. Todavía ignoraba, naturalmente, que ese insólito début en la escena periodística iba a marcarlo para toda la vida… 

Nacido en Rosario en 1903, en el seno de una familia acomodada llena de institutrices, estudió dibujo y arte decorativo en París, disciplinas que, por consejo de su padre, abandonó para iniciar la carrera de Derecho, también desechada. Luego de estos “tropiezos”, Saslavsky ingresa al diario de los Mitre en calidad de reseñador de cine, después de haber publicado varios cuentos en sus páginas y en sus suplementos culturales. Y a pesar de que su modo de ganarse la vida comenzaba vinculándolo inicialmente a la agitada labor de una redacción, sus propósitos como artista iban más bien en una dirección ya definida con bastante antelación: “Mi verdad era la literatura. Quería ser escritor”, recuerda en sus memorias.[3] El azar, no obstante, le tendría reservado un destino algo opuesto al de la palabra impresa, aquélla que vuelve incomparables a los grandes escritores. Lo suyo iba a ser un refinado mundo de imágenes, el mismo que con el tiempo lo convertiría en uno de los cineastas más afamados del cine argentino, y que le permitiría al fin perfilar en sus películas un estilo “caligráfico” también inconfundible.

En su libro de memorias, fruto de las experiencias de su estadía en Hollywood, el director comienza por evocar el ejercicio de esa labor periodística en la sección de crítica cinematográfica, diseñando para ella los términos de una tarea ciertamente ajetreada. Recuerda que en Buenos Aires estaba obligado a ver hasta dos y tres películas por día, y que, ya exhausto, debía entregar su comentario al diario, después de muy avanzada la medianoche. Además de señalar el comienzo de una pasión que no se extinguirá mientras viva, el episodio da cuenta de la inicial vinculación de Saslavsky a la columna cinematográfica –casi como la de su inmediato antecesor, Arturo S. Mom, luego él mismo director de películas– pero también ilustra el modo como el cine, en el marco de contingencias en que las bases materiales casi no existían, necesitó del periodismo, y permaneció por largo tiempo ligado a él, con el propósito de lograr autorizarse e imponer paulatinamente a aquéllas de sus figuras que con los años descollarían como sus artífices.

Un argentino en Hollywood

Desde entonces se repite muchas veces en mi vida oír a alguien que me dice: ¡Qué suerte la suya, debe de haber sido maravilloso vivir en Hollywood en los años más brillantes, en la década del treinta! ¡Esos años de oro! Y desde entonces recuerdo que fue allí el sitio donde más he oído llorar.

Luis Saslavsky, La fábrica lloraba de noche.[4]

Pero esa rutina de columnista diario estaba llamada a cambiar pronto de rumbo; ella como su propio destino de artista. Luego de un año y medio de trabajo, al promediar el verano, Jorge Mitre, el director de La Nación, lo llama para comunicarle que había resuelto enviarlo a Hollywood por tres meses, para que desde allí mandara al diario artículos sobre la industria y reportajes mantenidos con directores y luminarias del cine.

La anécdota, que no elude la creciente significatividad que ese otro medular lenguaje de comunicación estaba llamado a reclamar a nivel mundial –ni tampoco la atención alerta que venían observando los medios tradicionales en relación con él–, nos habla además de la fuerza con que su imperio impone a un diario también moderno como La Nación,la extensión de su sistema de corresponsalías en el extranjero a la sección cinematográfica de moda. Saslavsky no lo piensa dos veces: extrema sus contactos, prepara sus maletas y se embarca de inmediato, direccionando en su trayectoria, también él, la proa con orientación sur-Norte.

El modo en que relata su periplo aventurero es fascinador. Saslavsky escribía muy bien:

Fue un viaje de tres días y tres noches en el tren más rápido del mundo; tren dotado de telégrafos, teléfonos, dactilógrafas, fumoirs, salas, peluquerías, y que atravesó al mismo tiempo que el continente americano, el invierno al partir, un otoño rojizo después de Chicago, y el verano al aproximarse al desierto de Arizona, verano que resbalaba primero por las ventanillas del tren para penetrar luego decididamente en el vagón, con su sol de trópico, su tierra pobre, y culminar en el desierto: leguas y leguas de arenales desolados, leguas y leguas de tristeza, cortadas al final por un cañón, el Cañón del Colorado, que parecía el lado interior de la mascarilla de una montaña. De pronto llegó la primavera. Una primavera de estampa coloreada de libro de cuentos. Jardines, flores, frutas: Hollywood. (…) Me parecía vivir en el decorado de una película.[5]

Una vez allí, y ajustando las lentes de una óptica borgeana siempre distanciada e irónica (como en muchas de sus películas por venir), observa y diagnostica con sus propios ojos un mundo superficialmente glamoroso y rutilante, pero hueco y amargo en su interior. Un mundo que Borges únicamente sospechará, buscando adivinarlo, a través de la textura mediadora de los filmes objetos de sus comentarios en Sur.

Aunque muchas veces sus gustos no se toquen, en su primera nota enviada desde California, “Hollywood”,[6] el cronista viajero descubre un universo descriptible en términos análogos a un artificio caro a Borges: las enumeraciones discontinuas. Así, el Hollywood de los treinta desfila ante Saslavsky en la forma de espléndidos boulevards con dancings y boites desenfrenadas, estudios como fábricas carcelarias, caprichos de estrellas, mansiones y palacetes espectaculares, suntuosas piscinas, parking places, autoservicios de moda. Entre decorados de películas y casas de veraneo en The Gardens of Allah, avisos luminosos y caras fantasmales, se atisban también las figuras de incautas jovencitas que persiguen a cualquier precio su inserción en los sets; extras, detectives, viejas glorias del pasado que sueñan con su demorado come back. Y, naturalmente, más y más intérpretes advenedizos que, buscando desesperadamente su chance, sollozan en sus cuartos desconsoladamente por las noches.

Después de narrar para sus memorias la renta de un departamento con “un gran placard del que se bajaba la cama ya tendida con sus sábanas, sus frazadas y su almohada”,[7] con una notable habilidad para localizar ambientes y situaciones que encierran aspectos medulares de la sensibilidad del nuevo medio cultural que habita, Saslavsky describe el espacio común del ingreso a su edificio de departamentos y las situaciones que se jugaban diariamente allí entre sus afiebrados huéspedes:

(…) se entraba por un hall muy acogedor, con amplios sillones en imitación de cuero rojo (…) y con una mesa cubierta de revistas cinematográficas que todos leían afanosamente. Una pequeña habitación de puertas siempre abiertas comunicaba con el hall. Adentro, en el conmutador el empleado o la empleada atendía el teléfono. No tardé en descubrir que ése era el corazón del edificio. Más aún, ese simpático hall con sus sillones, la piecita con el conmutador, exactamente iguales en todas las casas de departamentos, eran el alma de Hollywood, y la mesa con las revistas era su veneno, su cáncer y su droga cotidiana. Se leían con desesperada angustia, pero necesaria para subsistir.

Bajaban muchachas preciosas, muchachos buenos mozos, sonrientes. Ellos frescos, recién duchados; ellas brillando con el último maquillaje de moda, deslumbrantes… Se acercaban a la mesa, se sumergían en la lectura de las revistas o, desde la puerta de la pieza del conmutador, preguntaban a la empleada:

A call for me? (…)

Generalmente la contestación era:

No, no call for you (…)

A veces la empleada anunciaba en voz alta:

Miss Grace, o Miss Linda, Paramount is calling you (…)

Entonces los ojos se levantaban de las revistas. Durante unos segundos cesaban las conversaciones para contemplar al llamado. Unos segundos de angustia apenas perceptibles, pero existentes.[8]

Sus paseos por la localidad confirman todos sus pronósticos. La ciudad se encuentra toda ella teñida de las mismas aspiraciones que ha descripto:

De inmediato se tenía conciencia de que toda la ciudad soñaba con el cine: las manicuras, los camareros, las telefonistas, los vendedores en los drugstores, las amas de casa, sus maridos. Un mundo que (…) ansiaba con salvaje desesperación transponer los altos muros de esas enormes usinas. Los estudios. Las fábricas. Todos habían llegado a Hollywood para “triunfar”. Esa palabra se hacía insoportable (…).[9]

Pero, naturalmente, nuestro corresponsal en Hollywood no vivirá esos momentos angustiantes de la mayoría de los residentes. Respaldado por el decano de los diarios argentinos, y de acuerdo con su estatus, dispondrá de llaves privilegiadas para acceder al mundo glamoroso e inalcanzable de las estrellas: sus contactos sociales y el refinado sistema de parties ligado a los productores de los estudios, harán las veces de sus personales cartas de presentación, contribuyendo a aproximarlo a los “monstruos sagrados” del celuloide de los que habló Calki.[10]

Con estos condicionantes a su favor, el realizador se enfrenta, deslumbrado, a las grandes luminarias de Hollywood: Charles Chaplin, Joan Crawford, Maurice Chevalier, Greta Garbo, Claudette Colbert, Jeannette Mac Donald, intérpretes que Borges examina con sumo recelo en sus notas (y que el mismo Saslavsky, antes de partir, había valorado de lejos en sus propias reseñas para el diario), caerán bajo la mirada refinada y culta del joven corresponsal, el mismo que años atrás en Buenos Aires montara espectáculos teatrales en la coqueta Galería Van Riel. Y aunque en cada una de estas ocasiones sienta crecer su admiración –cuando no su compasión por algunos artistas desgraciados–, ninguna de las interviews mencionadas encuentra punto de comparación con el reportaje que logra realizarle al “vienés con sueño”[11] y a su estrella fetiche: Miss Dietrich. Cualquier Borges (o hasta algún Ibarra) hubiera deseado estar sin duda allí.[12] 

Llegado el momento de narrar la entrevista a Joseph von Sternberg, las memorias de Saslavsky trasuntan toda la afinidad que el joven argentino siente por el universo visual del director, parte de cuya magia aprovechará más tarde en sus propias películas una vez en Buenos Aires. Medidas a la luz de los dictámenes que Borges pronuncie terminante en sus reseñas de esos años a propósito del realizador de El ángel azul, las opiniones de Saslavsky indican la interpolación de una considerable distancia con respecto al escritor: más que por los componentes narrativos (esa potente predilección borgeana), el argentino se muestra sobre todo seducido por la palette del realizador. Y en ella, todo lo recargado parece en principio deleitarlo:

—¿Por qué ha querido hacerme usted un interview?

—Porque sus películas son las que más me gustan.

—¿Y por qué?

—Además de gustarme sus argumentos, me gustan esos decorados cargados de estatuas, los tules, las cortinas, las persianas y los efectos de luz y de sombras. Me gusta su barroquismo. Creo que si yo llegase a dirigir una película se parecería a las suyas.[13]

La frialdad con que lo recibe este as del cine pronto deja lugar al interés que reviste el argentino, a causa de ciertos peculiares componentes intelectuales que diseñan su exotismo ante el vienés: su habilidad para los idiomas, sus conocimientos de pintura, su exquisita educación artística. Ante la curiosidad de Sternberg, que no acierta a creer en un porteño educado en París, pero interesado por el empaque de Hollywood sino como en un raro especimen, Saslavsky deja atrás sus aspiraciones de narrador para mostrarse en el camino de su modelo y asumir definitivamente su nuevo job: “Estudiaba pintura, pero empecé a escribir y ahora estoy en Hollywood haciendo reportajes, interesado en el cinematógrafo y particularmente por sus películas”, le explica al director. “Sentí que se ablandaba”, aclara de inmediato.[14]

Así, y si el énfasis en la plasticidad visual y el estilo recargado de los filmes de Sternberg constituye una primera divergencia con respecto a las opiniones borgeanas impresionadas más bien por la retórica del director, cuando éste lo interrogue por el filme suyo que más lo ha complacido, La ley del hampa y Los muelles de Nueva York –películas caras al Borges de Sur–, brillarán ciertamente por su ausencia en boca del corresponsal de La Nación. La respuesta, es natural, agudizará sus posiciones:

[Sternberg] sonrió y me preguntó:

-¿Cuál es la película mía que más le ha gustado?

-Me gustan todas, pero recuerdo con especial cariño La Venus Rubia.[15]

Esa mención, contrastada con otras intervenciones significativas, permite como siempre medir fuerzas y colocaciones. Néstor Ibarra, el amigo de Borges, opinó a su turno sobre esta producción de von Sternberg. Frente a la valoración positiva del empleo cinematográfico de un eficaz laconismo narrativo, pregonada en su nota y en las de su colega, la película le merece el siguiente veredicto adverso: “desesperadamente sensiblero y cursi ese cuento de hadas y dragones que trata de buscar una unidad y un fin a la incoherente, insoluble y vaga historia de La Venus rubia”.[16] Sobre el Saslavsky seducido por tules, cortinas y efectos de luz, hallamos, en cambio, la humorada de Calki: “siempre ponía en sus películas una estatua de más”.[17]

La opinión acerca del filme se vuelve de inmediato escandalosa cuando Sternberg lo interroga acerca del porqué es ésa la película que más le agrada. La estimación, sin embargo, permite mensurar la madurez del futuro director en tanto avispado catador de productos cinematográficos: el motivo de Saslavsky desconcierta en un principio a von Sternberg, pero pronto el estupor deja paso a la advertencia de la sagacidad del argentino en su rol de buen espectador y oyente integral. Detrás de sus observaciones, nada cuesta adivinar el respaldo que a las mismas les facilitó su intensa labor precedente como columnista cinematográfico:

—(…) Me gusta y me divierte porque usted repite en ella muchos de sus diálogos.

—¿Cómo dice?

—Que usted repite en ella muchos de sus diálogos.

—¿Cuáles?

Yo tenía muy buena memoria y le recité múltiples frases que repetían sus protagonistas, sobre todo Marlene Dietrich, en distintas películas.

Von Sternberg se levantó y tocó un timbre. Entró un mucamo filipino.

—Por favor, pídale a Miss Dietrich que baje unos minutos.

Al ratito llegó Marlene, casi sin maquillaje, muy bonita, más fresca y más alemana que en las sofisticadas películas de Joseph von Sternberg. Él le dijo:

—Te presento a este señor con un apellido polaco pero que es argentino. Lo que nunca ha notado u observado ningún crítico norteamericano, él me lo ha dicho. Ha venido desde América del Sur para constatar que yo repito mis diálogos-. Marlene, sonriendo, contestó:

—Es verdad.[18]

La audaz observación, sin la que por cierto jamás hubiera conocido a la diva alemana, supone una inaudita intrepidez en tanto parte integrante de la preocupación formal de un realizador argentino. Y es que, como pudimos ver en el Saslavsky de Crimen a las tres,[19] por mucho tiempo más entre nosotros serían prácticamente incompatibles películas y diálogos admisibles, cuando no inexistentes o replicados parte a parte de las piezas del teatro popular por secciones (Borges). ¿Qué autoridad podía tener entonces un sudamericano (pero memorioso y sistemático) para erigirse en juez de un cine al que se consideraba central?

Por más cumplidos y cortesías que se rindan a la gran industria, sus observaciones sutiles y su devota memoria no alcanzan a opacar el atrevimiento de un jovencito de La Nación enviado a la Meca del cine. A la vuelta de los años, ya al mando de sus encantadoras y cínicas memorias (llenas de exageraciones y mentiras), desde la óptica reposada que le suministran el tiempo y las experiencias que vinieron con él, Saslavsky recordará en este Sur, la mezcla de vanidosa ingenuidad que presidía sus actos como reportero del Norte:   

(…) nuestra conversación fue muy agradable. Me sentía seguro. Los había conquistado.

Cuando nos despedimos, quedamos en que me llamarían para comer juntos (…) Nunca me llamaron y no nos volvimos a ver.

Supe que eso también era Hollywood: conocer a alguien que se deseaba conocer, que se admira con esa intensa capacidad de admiración que se tiene a los veinte años. Creer que se había llegado a un puerto, que se había tendido un puente con seres a cuyo mundo uno creyó incorporarse y descubrir que se estaba en cero punto, que todo lo que se habló no tuvo valor alguno.

En realidad a von Sternberg lo volví a ver dos veces en el espacio de treinta años. Naturalmente, nunca me reconoció.[20]

La tarea imposible de encontrar allí en los otros su propia legitimación, llena de connotaciones polisémicas el que naturalmente von Sternberg no lo haya reconocido. Tener un apellido polaco y venir del Sur, hacen que, para esos Otros, Luis Saslavsky sea en ese Norte de circunstancias (sólo y no más que) un argentino en Hollywood… 

To be continued…

Publicado el 17/12/2022


[1] Primera Plana nº 88 (14 de julio de 1964, p. 40): citado por César Maranghello, “El espacio de la recepción. Construcción del aparato crítico”, en Claudio España (dir.) Cine argentino. Industria y clasicismo II. 1933-1956 (Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 2000, pp. 524-567. La cita corresponde a pp. 548-549). Hay un leve error en la edad que el director dice tener hacia la época en que ingresa al staff del diario. Si, como señala Oscar Barney Finn, lo convocan en el invierno de 1929, Saslavsky tenía entonces veintiún años, ya que, como indica la mayoría de las fuentes, nació en abril de 1908. Cfr. Oscar Barney Finn, Luis Saslavsky (Colección “Los directores del cine argentino”, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1994, p. 8).

[2] Saslavsky integraba también el staff de la Revista de América. Un epitafio de Martín Fierro da cuenta de esa participación: “Bajo esta palma quimérica / Yacen Saslavsky y Mallea. / Se ahogaron en la batea / De la Revista de América”. Cfr. Martín Fierro nº 21 (agosto de 1925, “Parnaso satírico”).  

[3] La fábrica lloraba de noche. Recuerdos de Hollywood (Celtia, Buenos Aires, 1983, p. 11).

[4] (Ed. cit., p. 14).

[5] Luis Saslavsky, “Hollywood”, en el Suplemento del diario La Nación (domingo 2 de julio de 1933, p. 4).

[6] En el Suplemento del diario La Nación (domingo 2 de julio de 1933, p. 4, firmada).

[7] Luis Saslavsky, La fábrica lloraba de noche (ed. cit., p. 14, cursivas de fuente).

[8] Idem (p. 15, cursivas de fuente).

[9] Idem (p. 16).

[10] Raimundo Calcago (Calki), Los monstruos sagrados de Hollywood (Corregidor, Buenos Aires, 1976).

[11] Con este giro se refiere Borges a su director de cine favorito: Joseph von Sternberg. Cfr. “Dos films”, Sur n° 19 (abril de 1936).  

[12] Nos referimos a Néstor Ibarra, reseñador cinematográfico de la Revista multicolor de los sábados del diario Crítica. Las críticas de Ibarra revelan muchísimos puntos de contacto con las de Saslavsky y las de los cronistas de Sur. Para más información sobre la publicación que se menciona, cfr. Jorge Luis Borges y Ulyses Petit de Murat (dirs.), Crítica. Revista Multicolor de los Sábados (1933-1934). Edición completa en Cd-Rom (Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 1999. Prólogo de Horacio Salas. Recorrido de Sylvia Saítta).

[13] Luis Saslavsky, La fábrica lloraba de noche (ed. cit., p. 39).

[14] Idem (p. 40).

[15] Íbidem (cursivas de fuente).

[16] Néstor Ibarra, “Josef von Sternberg”, en Revista Multicolor de los Sábados nº 3 (26 de agosto de 1933, p. 4).

[17] Calki (Raimundo Calcagno), El mundo era una fiesta (Corregidor, Buenos Aires, 1977, p. 38).

[18] Luis Saslavsky, La fábrica lloraba de noche (ed. cit., p. 40, cursivas en fuente). El glamoroso imaginario con que Saslavsky reproduce las circunstancias de su entrevista con el director, sigue en muchos aspectos la estética de los filmes de Sternberg.

[19] Nos referimos a su primera película, que a la vez despierta un juicio autocrítico del director a través de una colaboración en Sur:“Crimen a las tres, una película de valores desiguales” (Sur n° 11, agosto de 1935).

[20] Luis Saslavsky, La fábrica lloraba de noche (ed. cit., p. 41).

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