Borges se interesó por el cine desde temprano. En la década del 20 participó en la fundación del primer cineclub de la Argentina y, en 1929, publicó su primer ensayo sobre el nuevo invento en el diario La Prensa: “El cinematógrafo, el biógrafo”. Allí, el razonamiento etimológico le permite proponer una especificidad para el medio en tanto expresión de destinos vitales frente a la difundida caracterización como dispositivo maquínico que reproduce el movimiento. A ese texto pronto le siguieron otros. De hecho, fue el propio escritor quien impulsó la incorporación de reseñas sobre cine en Sur: en la revista de Victoria Ocampo (a lo largo de la década del 30) y en la revista Selección. Cuadernos Mensuales de Cultura (durante 1933) publicará la mayoría de sus textos sobre películas.
¿Qué ve Borges en los films que reseña? Por un lado, admira los argumentos logrados: eso es lo que rescata en un film como Morocco (Josef von Sternberg, 1930) que, sin embargo, lo ha decepcionado. Valora, también, los momentos significativos en donde se produce la revelación de una verdad estética, como sucede en ciertas escenas de The Informer (John Ford, 1935) o de Street Scene (King Vidor, 1931). Asimismo, estima la coherencia dramática en la construcción de los personajes, lo cual no excluye las contradicciones psicológicas. Dice, por ejemplo, sobre una película de Mario Soffici:
“Un hombre es arreado a latigazos hasta un río final. Ese hombre es valeroso, ese hombre es soberbio, ese hombre es más alto que el otro… En escenas análogas de otros films, el ejercicio de la brutalidad queda a cargo de los personajes brutales; en Prisioneros de la tierra está a cargo del héroe y es casi intolerable de eficaz”.
Por otro lado, desconfía de los clisés del nacionalismo y eso lo lleva a quejarse ante la falta de autenticidad de la ciudad de Dublín tal como es representada en The Informer. Detesta el costumbrismo y el color local. Dice:
“Entrar a un cinematógrafo de la calle Lavalle y encontrarme (no sin sorpresa) en el Golfo de Bengala o en Wabash Avenue me parece muy preferible a entrar en ese mismo cinematógrafo y encontrarme (no sin sorpresa) en la calle Lavalle”.
Si comienza así su reseña sobre La fuga es, justamente, para reivindicar en ese film la ausencia de los lugares comunes y de las tautologías en que suele caer el realismo cinematográfico. Por último, repudia la excesiva motivación de los actos del héroe, los diálogos inverosímiles, el sentimentalismo. Todo eso es lo que le molesta en Los muchachos de antes no usaban gomina: “Es indudablemente uno de los mejores films argentinos que he visto: vale decir, uno de los peores del mundo”.
Pero el interés de Borges por el cine no se limita a consignar sus impresiones de espectador. También escribió guiones. Primero fue un proyecto titulado Suburbio (1940) en el que trabajó junto a Ulises Petit de Murat y Manuel Peyrou y, poco después, una adaptación de Pago Chico (1943), con Adolfo Bioy Casares, Manuel Peyrou y Eduardo Mallea. Ya sólo con Bioy Casares escribió dos “argumentos para el cinematógrafo”: Los orilleros y El paraíso de los creyentes (1951). En el prólogo al libro que recoge esos guiones, los autores explican que una buena trama es de importancia fundamental aun cuando entienden que siempre tiene algo de mecánico. En este sentido, reconocen que no han pretendido innovar en los códigos genéricos sino que, más bien, han aceptado de buena gana las diversas convenciones del cinematógrafo: “ambos films son románticos, en el sentido en que lo son los relatos de Stevenson. Los informa la pasión de la aventura y, acaso, un lejano eco de epopeya”. Esos mismos supuestos están en la base de los dos guiones que compusieron para el director Hugo Santiago y que constituyen su aporte más notorio para el cine: Invasión (1968) y Los otros (1973).
Borges rescata el tipo de narración límpida de los films americanos frente a los europeos, en donde los excesos formalistas atentan contra la fluidez y la continuidad de la historia (digamos: David Griffith vs. Carl Dreyer). Eso no le impide, sin embargo, molestarse ante los estereotipos, las cursilerías y las simplificaciones en que incurren las películas de Hollywood. Como los folk tales o las narraciones orales, los relatos del cine clásico funcionan a partir de variaciones sobre una misma matriz. Es una historia que ya se conoce antes de conocerla o, en todo caso, que puede preverse porque se atiene a esquemas predeterminados y a reglas fijas de composición. El cine es, para Borges, un discurso todavía sujeto a esos modos colectivos de enunciación que son los géneros; por eso mismo, sintoniza perfectamente con los otros discursos que orbitan en la periferia de la literatura consagrada y que sirven de fuente para los textos de ficción que viene escribiendo desde Historia universal de la infamia.
En realidad, la perspectiva del espectador y guionista Borges es siempre utilitaria: la aceptación de ese conjunto de convenciones normalizadas que el cine clásico impuso como lenguaje universal le sirve, precisamente, para no tener que ocuparse de ellas. Es que, aunque admira el formato homogéneo y continuo de la narración en los films americanos, sus cuentos parecen trabajar contra ella. Es, de alguna manera, lo que dice en El jardín de senderos que se bifurcan: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario”. Ciertamente, el cine clásico adoptó el modelo de la narración decimonónica y el propio escritor habla de las “novelas cinematográficas” cuando se refiere a uno de sus directores predilectos. Pero si los textos de Borges se sostienen sobre la presunción de esa continuidad novelesca es, justamente, para no tener que llevarla a cabo, para no tener que ponerla en práctica.
“El arte narrativo y la magia” y “La postulación de la realidad” son dos de los ensayos en donde –de una manera explícita– la evaluación de los mecanismos literarios remite a ejemplos cinematográficos. En el primero de ellos, Borges define a la novela como una construcción precisa que revela un orden y un “vínculo inevitable entre cosas distantes”, es decir, una lógica causal subyacente entre situaciones que no parecían conectadas. En el segundo subraya la “invención circunstancial”, es decir, pone el acento sobre momentos significativos en donde, repentinamente, todo parece condensarse. La idea de progresión teleológica sustentada en uno de los textos parecería contradecir el rescate de los instantes privilegiados que propone el otro. Sin embargo, más que opuestos, esos mecanismos resultan complementarios. Y es el cine el que, indudablemente, sirve como un nexo entre ambos. Por un lado, ofrece una tradición narrativa surcada por historias colectivas y anónimas que pueden ser fácilmente apropiadas, transformadas y sometidas a múltiples variaciones; por otro lado, sobre esa matriz abstracta de una trama, el espectador literato puede recortar y construir libremente sus escenas perfectas.
Borges y el cine, el libro que Edgardo Cozarinsky publicó en 1974, constituyó un instante fundacional para pensar la relación entre la obra del escritor y las imágenes en movimiento. Su hipótesis no se reducía a confirmar el entusiasmo de Borges como espectador, ni a rastrear la admiración de ciertos cineastas por su obra, ni a recopilar un conjunto de textos menores sobre películas; lo que el libro revelaba era el impulso crucial que había representado el cine (sobre todo como modelo de relato) en la práctica narrativa del primer Borges. Según Cozarinsky, cierto imaginario cinematográfico resulta imprescindible en la concepción borgeana de la narración: “Hay un momento, que podría situarse entre Evaristo Carriego y la composición de ‘Hombre de la esquina rosada’, en que Stevenson y Von Sternberg suscitan por igual la atención de Borges, en que parece posible someter a los guapos del 900 y a Palermo a un tratamiento verbal equivalente al que Underworld aplica a Chicago y a sus gangsters”.
Ese vínculo complejo que va del cine a la literatura se presenta como un escenario fértil en donde desplegar la tensión entre clasicismo y modernidad constitutiva de la poética borgeana. Por una coincidencia azarosa aunque significativa, el escritor empieza a perder la vista cuando surge el cine moderno; por lo tanto, no podrá ver esas películas que ponen en cuestión su idea de la estética cinematográfica cuyos fundamentos se reducen a unos pocos principios: el modo sinóptico de ciertos films clásicos para presentar el argumento, el carácter romántico de sus personajes, el tono épico del relato. De pronto, los directores que tanto le gustan empiezan a pertenecer al pasado del cine y Borges se convierte en un observador un poco demodé. Pero esa inactualidad, esa manera de estar fuera de lugar, es un rasgo característico. Tiene efectos productivos sobre su literatura. Se podría pensar, incluso: es porque se convierte en un espectador anticuado (y no a pesar de eso) que Borges encuentra la estrategia para construirse como el gran escritor moderno.
Publicado el 6/8/2022
El autor es periodista, crítico, guionista de cine y doctor el Letras egresado de la UBA, donde posteriormente ha sido profesor. Recibió becas de Programa Fulbright, Fundación Antorchas, Fondo Nacional de las Artes y recibió la Beca Guggenheim. Entre sus obras se encuentran Filmología. Ensayos con el cine (2000) que fue galardonada con el Primer premio de ensayo del Fondo Nacional de las Artes; El cine de Hugo Santiago (2002); Jean-Luc Godard: el pensamiento del cine (2003); Estudio crítico sobre La ciénaga, de Lucrecia Martel (2007), Una juguetería filosófica. Cine, cronofotografía y arte digital (2009) y El silencio y sus bordes. Modos de lo extremo en la literatura y el cine (2011).