“La fantasía, lo fantástico, lo imaginable que yo amo y con lo cual he tratado de hacer mi propia obra es todo lo que en el fondo sirve para proyectar con más claridad y con más fuerza la realidad que nos rodea”
—Julio CORTÁZAR
Cuando la lectura de una obra nos invita a la relectura, podemos afirmar que uno de los requisitos de la “buena literatura” —con todo lo polémico que esa calificación implica— se está cumpliendo.
Volvemos sobre aquello que nos propone seguir pensando, que nos obliga a probar nuevas formas, a buscar en lo explícito lo no evidente, lo que la evidencia deja como sensación de extrañamiento.
Ese es el caso de los relatos de Siete casas vacías de Samanta Schweblin.
Schweblin nació en Buenos Aires en 1978. En 2001 ganó el primer premio del Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos El núcleo del disturbio. Desde entonces, la publicación de cuentos y novelas la ha transformado en la escritora joven más premiada de la actualidad, traducida a más de veinte idiomas y una de las más leídas.
Siete casas vacías
La colección de cuentos que conforma Siete casas vacías se publicó en 2015, en la editorial Páginas de Espuma, luego de ganar el IV Premio de Narrativa Internacional Ribera del Duero.
La propia Schweblin se refiere a la obra como su producción más autobiográfica: “quizás mi mundo es eso otro más fantástico y más absurdo, pero uno va creciendo y va viviendo en un mundo más real […] hay un intento de entender cada vez más mi propio mundo”.[1]
Sin embargo, “eso otro más fantástico” a lo que la autora remite se presenta en las historias de Siete casas vacías fundido con lo real, aunque lo real aparezca como algo oscuro y tensionante, velado, extraño.
Los personajes habitan y deshabitan espacios —casas—, comparten vivencias y generan rutinas, pero muestran, en cada caso, algo que también es realidad pero que está por debajo —o por encima— y que es más difícil de captar.
El habitar de cada uno de esos personajes se concreta de manera diferente. Una hija habita junto a su madre una casa en la que entierra objetos que roba de otras casas, otras casas que invade y visita en insólitos recorridos que ha transformado en rutinarios (“Nada de todo eso”).
Unos abuelos habitan la casa de sus nietos desnudos, jugando y corriendo, envueltos en una irreal e ideal dimensión de inocencia (“Mis padres y mis hijos”).
Lola habita su casa esperando la muerte (“La respiración cavernaria”) y la protagonista del último relato del libro (“Salir”), de quien no conocemos el nombre, sale, desesperada, con el pelo húmedo y en bata, a un improvisado paseo nocturno, por el ahogo que le produce permanecer en su propia casa.
Entre el entrar y salir de esas casas, la permanencia en los espacios conocidos y la existencia de un afuera amenazante (a veces liberador) se desenvuelven historias “reales” de seres que parecen poblar zonas intermedias en las que esa realidad se complejiza y se vuelve perturbadora.
Esos seres son adultos y niños, ancianos y jóvenes, que confrontan miradas y más de una vez ponen en crisis los conceptos de madurez, responsabilidad, culpa e inocencia.
Los conflictos que habitan las casas son conflictos adultos: la muerte, el fracaso, el delirio, la memoria… pero no son siempre los adultos los que desentrañan esas problemáticas.
“Acabo de darme cuenta de lo extraño que es” dice la niña-protagonista-narradora del cuento “Nada de todo eso” haciendo referencia a las recorridas que hacen con su madre para visitar/invadir casas. “Desde que tengo uso de memoria hemos salido a mirar casas”, dice. Casas en las que penetran, modifican, intervienen y hasta roban.
Ella, la niña, es la acompañante, pero la encargada de determinar que lo que hacen no es normal, de devolver a su madre a sus carriles cuando la situación se descontrola, de enfrentar las situaciones más difíciles. Pero también, es quien la defiende y espera que su madre se recupere después de “cada nuevo entierro” (la madre entierra en el fondo de la casa los objetos que trae de otras casas).
Hay en esa niña un entendimiento profundo, un aporte de sentido al sinsentido aparente que le permite seguir y creer qué es “lo que corresponde”.
En “Mis hijos y mis padres” los ancianos y los niños representan la desnudez, el juego, la alegría y la pureza. “Detrás de Marga, mi padre riega a mi madre con la manguera. Cuando le riega las tetas mi madre se sostiene las tetas. Cuando le riega el culo mi madre se sostiene el culo”.
Los adultos representan los complejos: el peligro, el abuso, la idea de secuestro, los prejuicios, las apariencias.
También en “Un hombre sin suerte” la espesura del relato se concreta en lo que no ocurrió pero los adultos imaginan que ocurrió.
Una familia corre por una emergencia al hospital porque una de sus hijas ha tomado lavandina. En medio de un embotellamiento de tránsito le piden a la otra nena que se saque la bombacha blanca, para mostrar por la ventanilla como símbolo de urgencia. La nena accede avergonzada y queda desnuda bajo el jumper. Así la dejan, en la sala de espera, el día de su cumpleaños, mientras atienden a su hermana.
Un hombre la saluda, la acompaña y la lleva a comprarse una bombacha nueva, una prenda que él mismo elige —por primera vez en la corta vida de la niña una bombacha no blanca— y de la que ella está orgullosa.
En el camino de regreso al hospital la policía los intercepta, el padre intenta golpear al hombre y la madre llora desconsolada mientras expone a su hija delante de todos para comprobar si tiene o no ropa interior.
Son los padres los que completan el círculo de la violencia: la ignoran, le gritan, la dejan sin bombacha, la abandonan asustada y la exponen en público.
“Respiración cavernaria” es el relato más extenso del libro. Lola es la protagonista, una víctima de su trágica vida: enferma, soporta la pérdida de su hijo y espera ansiosa la muerte. Pero se transforma, envuelta por los delirios que le provoca su enfermedad, en victimaria de quienes la rodean: su marido y sus vecinos.
Lola construye realidades que la amenazan y actúa en consecuencia. Todos los otros son, ante los ojos de Lola, seres culpables; incluso su marido lo es, por el hecho de morir antes que ella, “después de todo lo que ella ha hecho por él”.
El joven vecino que se muda con su madre a la casa de al lado es un peligro para Lola. Lo culpa por las cosas que faltan —ella pierde los objetos porque los embala obsesivamente en cajas y luego se olvida— y cree que su juventud es una amenaza. Pero es el chico el que muere, tirado en una zanja porque Lola no le abre y no responde a su pedido de ayuda.
La memoria y el olvido juegan en este relato un papel importante. Lo que Lola recuerda, lo que Lola imagina y lo que Lola olvida van tejiendo tramas aparentes y distintas capas de una realidad que se construye de muchas realidades y que genera un todo confuso y fantasmal, pero tan cruel como concreto a medida que se va develando. “Me llamo Lola, esta es mi casa”, se lee en uno de los cartelitos pegados en la pared que le van recordando a la protagonista las cosas que está decidida a ocultar tras el velo de una fantasía protectora.
“Para siempre en esta casa” es uno de los relatos en los que el tema de la muerte y la ausencia parece justificar la existencia de los personajes.
El señor Weimer va a buscar todos los días al jardín de la protagonista las ropas de su hijo muerto que su esposa arroja en medio de una crisis de nervios.
La rutina lo consuela. La actividad repetida de tocar el timbre, llegar al patio y recoger la ropa le da sentido a su idea de resignación.
“Es un pobre vecino atormentado por su mujer que no sabe muy bien cómo seguir adelante con su vida, pero que no deja de intentarlo”.
Es el joven hijo de la protagonista-narradora el que actúa y rompe el círculo vicioso: “Agarra la ropa furioso, junta todo en un mismo bollo y vuelve por donde vino”. El hijo actúa y resuelve en el plano de lo real. La madre permanece, junto al señor Weimer, en otra dimensión, la de las palabras y los pensamientos: “No digo nada, creo que el señor Weimer adivina lo que pienso”. “Dije muchas cosas a veces, y pronunciadas las palabras ejercen su efecto”.
Las palabras fluyen cuando abre la canilla y pone las manos bajo el agua, porque esa es su forma de reflexionar y ordenar sus pensamientos; y son las mismas palabras que pueblan las listas de Lola (“La respiración cavernaria”) y que intentan, inútilmente, luchar contra los juegos de su memoria.
El lenguaje aparece así como ordenador. El lenguaje asociado al pensamiento y las palabras como formas de alinear lo que se superpone y se confunde, en un intento insuficiente que fracasa ante la multiplicidad de discursos que duplican la multiplicidad de realidades posibles.
Siete casas. Siete cabezas
Los espacios que habitan los personajes de Siete casas vacías no son solo espacios físicos. Sus cuerpos y sus mentes son espacios habitables, conflictuados, oscuros.
“Cuarenta centímetros cuadrados” es el espacio que ocupa la narradora protagonista del relato que lleva ese nombre, eso es “todo lo que ocupa su cuerpo en el mundo”, en un mundo en el que no tiene más que su cuerpo porque ya no tiene casa propia y todas sus pertenencias se reducen a una serie de cajas guardadas en una baulera. Pero es su casa-mente la que ocupa un lugar indefinido poblado por sus fracasos.
Otra dimensión se suma para aportar extrañamiento a lo real: la dimensión psicológica. Esos espacios psíquicos, laberínticos e intrincados, se muestran en los relatos a través del accionar de los sujetos, no en formatos de monólogos o soliloquios. Lo psicológico es lo que justifica lo concreto y, a su vez, lo que lo oscurece y lo enturbia.
Son esas mentes (la de los personajes) las que van generando y recreando realidades; son muestras mentes (mentes lectoras) las que van descubriendo esa recreación y, a su vez, poniendo en crisis ciertas certezas.
Schweblin nos desafía. Nos presenta personajes reales, en situaciones reales y en espacios reales, pero nos permite observar cuánto de irrealidad hay en sus vidas (nuestras vidas).
Psicosis, neurosis, delirio. Ni realismo mágico ni relatos fantásticos. Un realismo extraño, perturbador y provocador. Una advertencia sobre un orden de cosas que no siempre es el esperado y que, una vez más, la literatura pone en evidencia.
Publicado el 15/03/2023
[1] Friera, Silvina (31 de agosto de 2015) Hay un intento de entender cada vez más mi propio mundo, Página 12.
Magíster en la Enseñanza de la Lengua y la Literatura. Directora del Instituto Comercial Rancagua. Profesora en el ISFDyT N.º 122 de Pergamino.